La foto de un hombre casi ciego y encorvado por el peso de sus 84 años, con una toalla sobre hombro y montado sobre una mula, al frente de una interminable fila de combatientes, es la imagen que perdurará en el anecdotario de los colombianos por ser la más representativa de la cruenta historia de guerras que está por terminar. Este anciano, sesenta y cinco años atrás había sido un leñador apacible, antes de reclamar el pago de unas gallinas muertas en un bombardeo del ejército. Las guerrillas de los liberales, que habían acudido al llamado de resistencia civil en la región de Marquetalia, se desplazaron a otro refugio por entre las pedregosas rutas de las montañas de Colombia, pero esta vez aumentaron sus filas con aquel joven indeciso.
Al saberse menospreciado por un gobierno impasible que no tenía entre sus propósitos reparar a las víctimas de aquel conflicto, Pedro Antonio Marín, renuncia a su condición de leñador para afiliarse en el desmedrado ejército que los pobladores rurales conformaron, acogiendo el llamado de los jefes políticos del Partido Liberal, después del asesinato de Gaitán. Laureano Gómez, del Partido Conservador, se posesionaría como presidente un par de años más tarde, y mandaría sus tropas a someter a los insurrectos, craso error que recrudeció los hostigamientos pudiendo resolver por la vía de la negociación, dando inicio a uno de los conflictos más prolongados del mundo.
Marín nunca más fue leñador, cambió el hacha por un fusil y vivió el resto de su vida huyendo de la policía, haciendo escaramuzas en confrontaciones reiteradas. En 1964 abandonó su filiación liberal, cambiando por la doctrina del comunismo su ideología combatiente, en adelante Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, sería su nombre de combate, y por su sagacidad asumió la comandancia de las FARC, fuerza insurgente que se salió de sus cauces adoptando proporciones sin medida, en una guerra civil que se ha prolongado por 64 años. Marulanda, el guerrillero más viejo del mundo, murió de muerte natural, en la espesura de las selvas.
Así se configuró uno de los episodios más dramáticos de una larga saga en este país, que puso su punto final al mediodía del 23 de junio de 2016 en La Habana. Ahora, para que el cese definitivo del conflicto entre los colombianos sea una realidad, es imprescindible que cesen los motivos que conducen a él, aplicándose también las diversas alternativas que se sugieren para evitar que los errores en inventarios tengan una réplica en nuevos acontecimientos; impidiendo que se reproduzcan otra vez en forma de procesos sociales de apariencias heroicas y costos insalvables.
Es en nuestra privilegiada ubicación estratégica y en las incontables riquezas naturales que yacen en los suelos y subsuelos de un territorio que es un mar extenso de tesoros, donde dormita buena parte de la génesis de la desigualdad. Esas ventajas comparativas solo han servido para alimentar períodos de grandes convulsiones, enfrentamientos entre iguales originados en la ambición que también tiene rasgos de desmedida. Las guerras, motivadas en la avaricia, nos acompañan desde el nacimiento de la República, con la peculiaridad de haber sido todas entre iguales, pues, salvo una escaramuza con el Perú, jamás hemos tenido una confrontación que nos haga contrincantes bélicos de ningún país del mundo. Ni falta nos hace porque nos hemos especializado en darnos garrote entre nosotros mismos.
La sevicia por el poder, o por mantenerlo, ha hecho que el camino para logar un desarrollo productivo en condiciones de equidad, sea zigzagueante.
La doctrina de la impotencia
La inestabilidad política fue el factor más destacado en el siglo XIX. Las luchas por la autonomía ante el poder colonial, conllevaron a la proclamación de la independencia absoluta de España, y durante seis años, de 1810 a 1816, las rencillas entre criollos por la forma de organizar el nuevo gobierno, nos valieron el acertado nombre de Patria Boba. Cada aldea tenía su junta de gobierno independiente y soberana, y el concepto de federalismo se convirtió en una soberbia doctrina de la impotencia.
Desde entonces, los enfrentamientos armados entre civiles en la pugna por el poder, se caracterizaron por ser milicias organizadas en guerrillas para conducir el proceso de desestabilización. La facilidad para formarlas y la fragilidad gubernamental, garantizaron la continuidad del conflicto. En 1848, al constituirse los partidos políticos, se dio carta de ciudadanía a los dos bloques que se enfrentarán entre sí durante los siguientes cien años, adquiriendo características peculiares haciendo que, en el espectro de la guerra, surgieran otras pequeñas fuerzas, ellas incidieron desde las tendencias de la izquierda política, empezando una prolongada pugna por ser incluidos en la vocería colectiva con posibilidades de dirigir el régimen.
En aquellos albores de la República, los dos únicos partidos políticos, el Liberal y el Conservador, se alternaron en el ejercicio de una oposición irracional de ribetes sangrientos como corresponde a los alzados en armas, con el objetivo de conseguir el poder del Estado para usarlo en beneficio propio, excluyendo al rival. Este enfrentamiento atizó el fuego de la antipatía entre iguales al fragor del combate en armas. Las atrocidades de las guerras aumentaron los odios entre un campesinado casi ignorante, arrastrado por las insignias de unas banderas (azul, de los conservadores, y roja, de los liberales) enarboladas por los dirigentes de estos partidos que arrastraban a los habitantes del campo y, en menor medida, de las ciudades, en una cada vez mayor polarización.
Los conservadores identifican la noción de patria con la defensa de las tradiciones, la propiedad de la tierra y el sermón de la Iglesia. “Dios, patria y familia” son inamovibles en su acervo filosófico, principios que constituyeron las razones de sus alzamientos. Para los liberales, los predicamentos de la Iglesia fueron un obstáculo para avanzar en la modernización del país, identificados con los ideales de la Revolución Francesa, “Libertad, fraternidad e igualdad”, que son los fundamentos de la democracia moderna. En los momentos históricos en que pudieron hacerlo, abrieron nuevos horizontes políticos basados en el principio de la soberanía popular, soporte de los cambios sociales a partir de entonces.
Estas guerras civiles terminaban con un armisticio o con el sometimiento, en episodios que se repitieron sin cesar, hasta desembocar en 1899 en la más cruenta de todas, la de Los Mil Días, que dejó unos ochenta mil muertos en una población de cuatro millones escasos. Una sucesión de enfrentamientos estériles que nos hicieron retroceder cien años, dejando al país destruido, envilecidos en el sofoco nacional y sin fuerzas para defender el istmo de Panamá que declaró su independencia con el acompañamiento de Estados Unidos, pasando a administrar un punto de tránsito entre los dos océanos. Un gran negocio desde cualquier lugar dónde se le mire.
La violencia y el dolor son parte de nuestra historia política, resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, por tantos años. Nunca hubo paz sino treguas efímeras en medio de ocho guerras civiles en el territorio nacional y catorce guerras entre provincias, a lo que debe añadirse tres golpes de cuartel en el siglo XIX, y otro más poco después del asesinato de Gaitán, con el que se cerró el ciclo de los enfrentamientos liberales y conservadores y se inauguró uno nuevo, el enfrentamiento con las guerrillas comunistas.
La guerra de nuevo cuño
Desde 1964 existen las FARC, de ideología marxista-leninista, cuyo objetivo es llegar al poder implantando un estado socialista en Colombia. Durante 52 años fueron combatidas con el uso de la fuerza del Estado. Desde septiembre de 2012 se desarrollaron los acercamientos y conversaciones entre representantes de esta organización insurgente y el gobierno colombiano, para construir este acuerdo de paz que hoy celebramos, con el acompañamiento de los gobiernos de Cuba, Venezuela, Noruega y Chile, y diversos líderes de organizaciones europeas, latinoamericanas y norteamericanas, a nombre de sus gobiernos, analizando esta experiencia a la luz de conflictos en otros países, destacando la importancia de la asesoría técnica y la transferencia de recursos para el posconflicto.
Desde entonces se lograron acuerdos en temas fundamentales como Reforma Rural Integral, Apertura Democrática para la participación política, Solución al problema de las drogas ilícitas y Reparación a las víctimas del conflicto, entre otros. Los acuerdos finales estuvieron orientados a establecer los mecanismos para el cese al fuego y a las hostilidades, el proceso de dejación de armas, las garantías de seguridad y eliminación del paramilitarismo, temas que fueron superados lográndose consensos importantes, así como en los ajustes institucionales necesarios para responder a los retos de la paz.
Las tareas del postconflicto
En el postconflicto, fase de transición que sigue a los acuerdos de paz, debe establecerse vigilancia especial sobre la aplicación de la Ley de Víctimas, cicatrizando las heridas emocionales y económicas para avanzar hacia la consolidación de la concordia. Debe haber un acompañamiento especial para la manera como las FARC se irán convirtiendo en un movimiento político legal. Al tratarlos como portadores de derechos y de deberes, es decir, al restablecerse su carta ciudadana, deberá dejarse a un lado las herramientas del derecho penal utilizadas en la lucha contra la insurgencia, abriendo paso desde la justicia a un nuevo camino respetando los mecanismos para su reinserción a la vida civil.
Los insurgentes desmovilizados como las poblaciones que los reciban deben recibir el respaldo institucional para albergarlos, de manera que se les brinde, a unos y a otros, apoyo psicosocial para la incorporación a una vida productiva, social y ciudadana.
En esta etapa deben ponerse en funcionamiento las transformaciones que se requieran para que la violencia política no vuelva a aparecer y para que el Estado colombiano avance en su capacidad de control y combate a la violencia derivada del crimen organizado. Según los cálculos de los miembros de la Comisión de Paz del Congreso, esta etapa costaría 106 billones de pesos (unos 31.240 millones de dólares) durante los primeros diez años. De ese monto, 16 billones (unos 4.715 millones de dólares) se invertirán entre 2017 y 2018.
Los conflictos son inherentes a la vida de las comunidades en su proyección hacia el cambio social, de modo que no es posible vivir sin ellos, es la razón por la que, estar alertas para resolverlos en un ambiente de democracia y dignidad, es lo que se impone en adelante. Las diferencias deben convertirse en propulsoras de dinámicas del desarrollo económico, aprendiendo a resolverlas en el diálogo con respeto. Las actividades se concentrarán en el desarrollo de las propuestas alrededor de los retos de las medidas de justicia transicional, reintegración y reconciliación, así como en los aspectos que implican cambios estructurales de largo plazo como la gobernabilidad territorial,
La cultura y la educación
Para la paz.
Al recibir el premio Nobel de Literatura, aquella noche de noviembre de 1982, García Márquez, alertó a la humanidad: “…. la solidaridad con nuestros sueños debe concretarse con actos de respaldo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo”. Hoy, 52 años después del bombardeo y desembarco en Marquetalia, celebramos la ilusión del fin a esta prolongada confrontación armada con las Farc, y empezamos la construcción del ambiente de paz con dignidad que merecemos los colombianos.