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Reunidos en la Casa Vargas

Domingo, Noviembre 6, 2016 - 00:00
Ramón Illán Bacca
 
 
El pasado fin de semana, con el apoyo de varias organizaciones, transcurrió el Festival del Libro y la Imagen, en la antigua Casa Vargas.
 
En el homenaje a Ramón Vinyes, el Sabio Catalán, volví a insistir en la necesidad de montar Arran del Caribe, la única obra de teatro que se desarrolla en la costa colombiana, en La Guajira, para ser más exactos. Vinyes escribió alrededor de sesenta obras de teatro, todas en catalán. Nunca se presentó ninguna de ellas en Barranquilla. Logré que Darío Jaramillo, en ese momento en la oficina cultural del Banco de la República, contratara a una traductora para tener esa obra en castellano. Han pasado muchos años y ha sido imposible montarla. Si se logra sería un estreno mundial de una obra de Vinyes en castellano (todas sus obras se han presentado en el original catalán). Veríamos por primera vez teatro de Vinyes en Colombia, y en el mejor lugar para eso, Barranquilla.
 
Se me oyó con atención, espero caiga en terreno fértil. Quiero decir, que algún grupo teatral de los nuestros se anime.
 
No oía del todo bien y las bocinas en el cercano Paseo Bolívar, el cuchicheo de algunos de los oyentes y el ruido de un moscardón al caer contra el vidrio de una ventana hacían que me distrajera con facilidad. No capté bien la discusión cuando los jóvenes escritores hablaron de cuáles eran sus cuentos preferidos. Casi todos preferían cuentistas latinoamericanos. Alguno mencionó a H.P. Lovecraft, pero no supe a cuál cuento se refería.
 
¿Cuáles eran mis preferidos?, me pregunté. Sin duda, “El príncipe feliz”, de Oscar Wilde, un cuento que pedía me leyeran una y otra vez cuando estuve de niño operado de la vista. Adolescente, descubrí “Una pasión en el desierto”, de Honorato de Balzac. La pantera enamorada del legionario francés en una cueva del Sahara es una historia tenaz, como se decía en los sesenta.
 
Ya de ‘adulto mayor’ o viejo, para decirlo corto, “La puerta en el muro”, de H.G. Wells, me impresionó. Esa puerta que tiene detrás un edén, la vemos una y otra vez, seguimos, tenemos prisa, otra vez será.
En la última charla del domingo, al cierre, estuve en la mesa con el poeta Álvaro Miranda y los moderadores Fabián Buelvas y Amílcar Caballero. ¿Cuáles son tus primeras influencias literarias?, indagó Buelvas. A estas alturas recuerdo lo que debí haber dicho y no lo contestado.
 
Tenía en mi mocedad un amigo, Fadrique, que tenía padres lectores y una buena biblioteca. Me prestaron novelas de Mika Waltari, Pearl S. Buck, Laszlo Passuth, Somerset Maugham. Hoy todos muy olvidados. Aunque sigo pensando que leer Servidumbre humana, de Maugham, es todavía maravilloso. Hay varias películas basadas en esa novela. Fue después y en mi año rural que empecé a leer a los autores latinoamericanos. Compré con reticencia La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, porque Julio Roca, periodista del Diario del Caribe, me lo recomendó. ¿Me garantizas que es bueno?, le repetí varias 
veces antes de comprar el libro.
 
Pero mis primeros escritos fueron en Progreso campesino, un periódico del Incora (Instituto de Reforma Agraria). Escribí sobre los búfalos de agua, los cultivos de ipecacuana en Manatí, los dromedarios que se intentaban traer para La Guajira. Todo terminó cuando una carta de personal indicó que yo no tenía ni “motivación agrícola, ni redacción simplificada”.
 
Después la palabra la tomó el poeta Álvaro Miranda. Nos relató cómo escribió La sonrisa del cuervo en menos de una semana y se ganó el premio del concurso en Buenos Aires, y cómo no pudo cobrar el premio.
 
Hoy por hoy esta novela es estudiada en todas las facultades de letras del país y algunas del exterior. Y no crean el cuento de que para escribir se necesita un 90% de transpiración y 10% de inspiración. Las musas existen, se necesita que lleguen, lo juro. 
 
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