Harold Bloom, neoyorquino y profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Yale, crítico literario estrella en la cima del éxito internacional, en sus años maduros nos está entregando, libro a libro, las acumulaciones de sabidurías de su espléndida y larga vida.
Recientemente ha sido traducido al español (Ediciones Anagrama, Barcelona) su última obra Cómo leer y por qué. Harold Bloom vuelve, desde perspectivas nuevas, a sus ya conocidos posicionamientos expuestos en El canon occidental, pero esta vez ensancha el horizonte.
Por ejemplo, nos hace ver que en el campo de sus preferencias y limitándonos aquí a la literatura española, se declara entusiasta de la generación del 27 –de Salinas, de Jorge Guillén, de Cernuda, de García Lorca, y por supuesto un entusiasta exaltado de Juan Ramón Jiménez–. Antes había confesado que Miguel de Unamuno fue el intelectual europeo del que más había aprendido. En cuanto a la literatura latinoamericana se decanta por Borges y Alejo Carpentier.
Pero el motivo de esta columna es otro: la incitación que Harold Bloom nos hace a la lectura. ¿Por qué leemos? “Leemos porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos, porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas. Pero el motivo más profundo y auténtico (…) es la búsqueda de un placer difícil”.
Efectivamente, los libros –los escasos libros con merecimiento de excelencia– nos ensanchan la vida. Primero, en el sentido inmediato de que nos posibilitan la vivencia de otras experiencias reales, de otras vivencias que pueden llegar a ser íntimas y personalísimas. Por eso pudo escribir Borges: “Con los libros se pueden tener recuerdos que nunca se han vivido”.
Y en segundo lugar, los libros nos ensanchan la vida en dirección de profundizar nuestra personalísima existencia, haciéndola más honda, más auténtica, más consciente, más radical. Por ejemplo, leyendo a Marcel Proust, Bloom comenta: “En la lectura de Proust llegamos a entender nuestras propias ilusiones ópticas, la sordidez en nuestros celos”. Miguel de Unamuno, personalidad convulsa, pensador eruptivo, pluma agónica, llegó a escribir en unos de sus pocos días serenos y remansados:
“Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.
Leer, leer, leer, el alma olvida
las cosas que pasaron
se quedan las que quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las olas, las humanas creaciones
el poso de la espuma”.
Siendo todo esto cierto y convincente, sin duda alguna existe una razón más poderosa e irresistible que nos mueve a leer. “El motivo profundo y auténtico que nos motiva a leer es un placer difícil”. Maquiavelo, ingeniero civil, reconocido estratega militar, experto en armas de guerra, dramaturgo exitoso (todavía se representa su Mandrágora), politólogo reconocido, Maquiavelo, que ha pasado a la historia estigmatizado como ‘maquiavélico’ en sus años maduros cayó en desgracia política y, abandonando los cortes del Gran Duque, se retiró a sus fincas en las cercanías de Venecia.
En traje de faena supervisaba los cultivos, las viñas, y la vaquería. Le encantaba la naturaleza, y aquella vida en plena campiña le hacía desdolerse de la afrenta de su desfrenestamiento. Hacia las cuatro de la tarde regresaba a su villa. Se bañaba, se afeitaba, y se vestía con sus mejores ropas cortesanas.
Relajado y perfumado se sentía listo para recibir visitas.
En su biblioteca estas –las visitas– le estaban esperando. Eran: Homero, Virgilio, Cicerón, Horacio. También una personalidad nueva, española, Miguel de Cervantes, que triunfaba en toda Europa con El ingenioso hidalgo Don Quijote. De España también gustaba de un escritor joven que conoció en el Reino de Nápoles, Francisco de Quevedo. Precisamente Quevedo había troquelado una fórmula feliz para nombrar la lectura: “escuchar con los ojos”. De Quevedo había llegado a las manos de Maquiavelo un soneto memorable:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
En efecto, Maquiavelo, en el cálido retiro de su biblioteca atendía a sus visitas ilustres “escuchando con los ojos”. A veces y tras largos o cortos trechos de lectura, cerraba el libro y apoyando su codo en el brazo izquierdo del mullido sillón, mano en mejilla, se hundía en sus pensamientos. Otras veces, abandonando su butaca, se dirigía al escritorio, tomaba notas o se entregaba a una larga escritura. Era su fórmula de construcción de diálogo. Para el autor de El príncipe aquella era la hora más gozosa de la tarde, era su fiesta, la que Roland Barthes llamó “el placer del texto”, y Harold Bloom, “el placer difícil”.
Difícil pero único. Solamente porque la vida nos da las condiciones de posibilidad de leer, solo porque la especie humana entre las especies vivas de la naturaleza en sus desarrollos culturales ha alcanzado la posibilidad de la lectura, vale la pena haber nacido hombre, haber nacido mujer. La lectura es la primera forma de felicidad que conocemos y probablemente la última que nos va a abandonar.