Domingo, Diciembre 18, 2016 - 00:00
Gracias al trabajo del Consejo Nacional de Patrimonio cubano, el pasado 30 de noviembre del 2016, en Adis Abeba, Etiopía, la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) declaró la rumba cubana como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, al considerar que este género musical es «una expresión de autoestima y resistencia» que contribuye a la formación de la identidad nacional cubana.
El musicólogo Robin Moore, en su libro Música y mestizaje (Colibrí, Madrid, 2002) dedica un capítulo amplio a la rumba, titulándolo “La fiebre de la rumba”. El musicólogo de Texas escribe: «Es sorprendente lo poco que se ha escrito de la rumba a pesar del privilegiado lugar que ocupa dentro de lo que se ha dado a conocer como la ‘globalización de la cultura de los más humildes».
El auge de la rumba comercial, aunque se menciona de modo breve en algunos libros y artículos, nunca ha sido objeto de un estudio serio. La música de cabaret y de los nightclubs cubanos aún no ha sido legitimada como objeto de investigaciones especializadas. Tal omisión es relevante, si se tiene en cuenta la importancia que se le atribuye a la ‘transculturación’ en los estudios de las ciencias sociales cubanas.
Los caminos de la rumba han sido a través de los siglos una verdadera saga de avatares y luchas contra la discriminación. De la chorrera humana de negros esclavos que llegaron a Cuba, muchos fallecieron en la travesía. Vinieron arrancados, heridos, casi desnudos, desgajados de su patria para injertarse en otra, a cientos de millas, con nuevas costumbres y modos de vida. Procedían de todas las comarcas costeñas de África, desde Senegal, por Guinea, Congo y Angola en el Atlántico, hasta la de Mozambique en la contracosta oriental de aquel continente gigantesco.
Desembarcaron con sus mitos y sus dioses, vivos en su tradición oral, penetraron en la cubanidad alimentando el mestizaje con los indios, europeos, hindúes y chinos; embebiendo esas culturas con una emotividad jugosa, sensual, retozona, con una gracia, hechizo y una potente fuerza de resistencia para sobrevivir en el constante fervor de sinsabores que ha sido la historia de la cubanía, como afirmaba Fernando Ortiz.
La musicóloga franco-americana Isabelle Leymarie documenta que «la deportación de africanos hacia América durante los sombríos siglos de la esclavitud fue una de las mayores tragedias de la humanidad. Pero de esos desplazamientos forzados nació también un ciclo apasionante de intercambios culturales trasatlánticos. La historia de la rumba constituye un ejemplo elocuente de ello. La rumba brava, derivada de ritos de fertilidad y ritos guerreros de origen africano, que apareció en Cuba a mediados del siglo XIX, sigue bailándose en los barrios populares de La Habana y de Matanzas, así como en las comunidades cubanas de los Estados Unidos. De sus tres variantes (el guaguancó, más erótico; el yambú, más discreto, y la Columbia, más acrobática y generalmente reservada a los hombres), el guaguancó es hoy día la más popular y sus ritmos han sido adoptados en todas partes por el jazz latino y la salsa».
A Cuba fueron traídos más de un millón de negros esclavos africanos procedentes de África, un continente donde nacieron los primeros pobladores de la civilización. Si tomamos un mapa de Cuba con La ruta del esclavo, del Dr. Juan Antonio Alvarado Ramos, podemos observar los asentamientos de africanos de los grupos Iyesá, Abakuá, Gangá y Arará. Poco a poco esos grupos fueron formando sociedades: como la abakuá, arará, palo Monte, Tumba Francesa, Lucumí. Y los cabildos constituidos: Arará (Matanzas), Carabalí (Santiago de Cuba), Congo (La Habana, Villa Clara, Sancti Spíritus, Cienfuegos), Iyesá (Matanzas, Sancti Spíritus), Lucumí (Matanzas, Cienfuegos, Villa Clara).
Los africanos se fueron situando en plantaciones esclavistas, ingenios azucareros y casas de colonos. La máxima cantidad de ingenios los encontramos en Matanzas, verdadero foco de música negra, productora de rumbas y congas.
Las denominaciones genéricas conocidas en Cuba fueron: la Gangá, Mina, Mandinga, Arará, Carabalí, Lucumí, Congo, Macua. Muchos de estos africanos fueron revelándose, encendiendo la llama de la rebeldía en el continente americano. Los principales lugares de rebeldía, lógicamente, correspondieron a las zonas más pobladas de negros y de ingenios. Matanzas, Cárdenas, Colón, Sagua la Grande, Santiago de Cuba, Puerto Príncipe, Bayamo, Güines Guanajay, Cienfuegos y Guanabacoa fueron algunas de las zonas que podían llegar a tener centenares de ingenios, igualmente las montañas fueron lugares muy apropiados para el desarrollo de estos enclaves guerreros. Los cafetales de San Antonio de los Baños, Bejucal, Guantánamo, Baracoa y Santiago de Cuba sirvieron para el establecimiento de palenques y refugios de cimarrones.
Los cimarrones eran esclavos prófugos que deambulaban de un lugar a otro, solos o en pequeñas cuadrillas, y buscaban sustento cerca de las plantaciones. En los palenques se desarrollaba una economía de subsistencia, junto a los ranchos que le servían de albergue. Ellos llegaron a desarrollar vínculos comerciales con algunas localidades y haciendas de la comarca.
Los descendientes de africanos conformaron sus propias religiones en el culto a los orishas o deidades del panteón Yoruba, sincretizados con los aportes católicos y espiritistas. El Palo Monte fundamenta sus creencias, de ascendencia bantú, con su carga de energía gangá. Al tiempo, los tambores que se fueron reproduciendo son los Juegos de Tambores Batá, Bembé y Kuelé.
Ya se sabe que toda esa potente fuerza cultural, artística y rítmica se fue fundiendo con la también rica cultura hispana. Manuel Moreno Fraginal expone que «los que pudiéramos llamar aportes culturales africanos a la América Latina y el Caribe son los resultados de una cruenta lucha de clases, de un complejo proceso de transculturación-deculturación. La clase dominante aplica al máximo sus mecanismos de deculturación como herramienta de hegemonía, y la clase dominada se refugia en su cultura como recurso de identidad y supervivencia».
El ataque a la música de origen africano era muy fuerte. Incluso, ya en la llamada etapa republicana del siglo XX, el secretario de Educación Juan J. Remos denunciaba a los clubes nocturnos que tenían la rumba como atracción, y urgía al gobierno a «hacerse cargo de los turistas y desviarlos de los cabarets de La Habana. Los visitantes no pueden entender a Cuba visitando tales lugares, porque ninguno de ellos, ni el baile, ni la música de la rumba son típicos de Cuba» (periódico El Mundo, 23 marzo, p. 8A, 1956).
De tal talante ha sido lo que podemos denominar la colonización cultural predominante en las autoridades de Cuba durante siglos.
Si bien la larga historia de abusos, de censura de la música negra, en especial de la rumba, puede llenar un largo capítulo, la vida tiene sorpresas en la cultura de los pueblos. La música, un arte perseverante y cuya prohibición resulta inútil, siempre va imponiendo el interés cultural de un grupo humano, poniendo en juego la historia de un pueblo o de una tribu, la épica, la memoria ancestral de muchos hombres.
¿Cómo va a conservar un pueblo sus costumbres si no lo hace con su cultura musical? ¿Cómo va a mantener, trasmitir y conservar sus costumbres, hazañas, cuentos, fábulas, parábolas y la religión de sus mágicos dioses?
Fruto de todas esas luchas, este galardón otorgado por la Unesco a la rumba como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad celebra el reconocimiento mundial de la rumba cubana.
Por Rafael Lam
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