Martes, Enero 10, 2017 - 12:39
La chalupa, motor en marcha; el lanchero al timón; nosotros, viajantes, la nuca fija y mirada al frente, cada mochila a su entrepierna.
De la albarrada del puerto ha zarpado el johnson y el navajazo de su estela, que rompe en sordina la parda mancha líquida, nos va adentrando en un territorio singular hecho de caminos de agua y de tantas sangres cruzadas –y derramadas, cómo no, al limo y al fangal–, vertidas la una en otras, entre razas y continentes forzados a encontrarse…
Sangres que vinieron a fundirse en un caldo a fuego lento y secular de sudores y destellos, ahora subsumidos en el tiempo y las entrañas de abandonados socavones. Del agua o las riberas, cómo descifrarlo, crecen armonías y desencuentros, voces de árbol y de pájaros. Suena el río.
Espejos que se pueblan de sombras. A espaldas nuestras han caído juntos el sol y la tarde. Adelante, contraluces agónicos. Y por el embudo de los últimos tornasoles a flor de agua, entramos a una galería sin fin de coros y cantos soltados al aire de la prima noche claroscura; cabalgando incesantes ese tam-tam sagrado que sabemos venido de cruzar cuatro siglos y un océano. Son noches de tambora y suena, suena el río...
Nos engulle con vértigo este mundo de aguas: laberinto correntoso y pardo que, en adelante, nos atrapará en cuerpo y alma por entre los meandros de su maraña. Intensas jornadas que apenas intuimos, de navegaciones, descubrimientos y regresos, de expedicionarias escalas en resbaladiza tierra firme… Son noches de embrujo impune y tambora enlunada, rescates de memoria perdida y vida olvidada.
Río, río… Río-río...
Me contaron los abuelos /
Que en el río Magdalena /
Un caimán grande y peludo
Se llevaba a las morenas…
Son-sonsón, son noches de tambora. Y suena el río con sus tantas diversas voces dispersas, casi líquidas, todas piel morena, casi noche. Brama la noche sus bramidos secos, a palo y cuero, en secuencia y contrapunto, hondos, pardos y sensuales como el Río. El zambaje suena. Suena este río que suena a mulata y zambo. Y aquí vamos embudo adentro, por ese mundo ilímite de agua y de tambora…
Por mi río Magdalena
Ha vuelto Martina Morena
El río me llama y yo le canto
Soy la Martina Morena
Soy del río, yo soy su canto
Ganándole a la estela del motor, su voz riza las aguas. Al Brazo de Loba, Martina arriba en johnson, y al Río de su infancia le conversa. Su cantarina, rejuvenecida voz no quiere ocultar la emoción que la atropella. Anochece ya en mitad del río…
Se acabaron los coyongos, y el caimán y la tortuga (…)
Por mi río Magdalena
Emigraba la cigüeña, volaban garzas morenas (…)
Caimán y garza morena, qué bonito el Magdalena.
Pertenece a estas aguas, ella. Plena, ya de nuevo en casa, Martina vuelve a ese talante sereno de cuando niña, que fuera luego muchacha en flor... Si antes no la oíste cantar, no hubieras jamás imaginado la seda de esta voz, la que ahora te habla con su timbre de agua, infantil casi. Quiere seducirnos: que amemos su tierra y su agua, y su pueblo… Ahora se va y atrás nos deja, fluye por agua y tierra, deriva –ella– por el rumbo de lo que su memoria mira…
A sus memorias de magia y canción asoma por asalto Ojo de agua, un recuerdo temprano sacado, quizá, de otra parte y, sin embargo, de este mismo río que ama:
Del hombro desmangado y bruñido, Chico Ojo de agua trae colgado un sartal de peces: espejean al primer sol como lentejuelas en racimo, enceguecen si te les vas de frente. Brincón y risueño, silba y silba por la tanta pesca junta y suya. Libre, remolinoso y libre como el viento.
Revultiñoso y saltarín, igual viene por el viento su canario. Y lo que trina –mientras levitan uno y otro, ante la Martina niña de otro tiempo que los mira pasar alucinada–, lo trinado es eso mismo que su dueño silba: un son de pajarito. Porque Canario y Chico (y también Martina) son del sur.
Gentes de Sol
Tierras del Agua
Todos aquí
Somos El Sur
Barranco arriba, hacia el Cerro de las Aguadas sube Martina buscando a Ciro, el pescador ciego y antiguo que a ella, de niña, le enseñó a “descolgar las guindas” entre las aguas de medianoche, a entrepescar, casi de a ciegas, en las mágicas aguas del Mohán.
Sobre un tronco derribado y a la sombra de otro árbol de plena calle, Ciro es tótem viviente, uno que desde allí pudiera dominar aquellos playones milenarios que el caimán patrulla y surca. Uno pensaría que, a despecho de su mirada blanca perdida en lejanías, él sería capaz de verlo todo y algo más, más allá de todo horizonte posible.
Por sorpresa lo toma Martina. Para Ciro, ella será por siempre esa parte grande e inasible de sus amores viejos, desencontrados quizá por imposibles. Sigilosa y al oído, a su Ciro le canturrea Martina, con cadencia propia, voz ajena y un otro acento: la voz prestada del Guillén poeta:
Sobre el río Magdalena, largo proyecto de mar
Islas de pluma y arena graznan a la luz solar
Y el boga, boga... preso en su aguda piragua
Y el remo rema, interroga
el agua
Ciro desmesura sus ojos sin luz, que ahora se entornan, y sus manos la buscan a ella. Y sonríe a lo ancho, a todo diente, a todo desportille. Le habla a ella y la respira, pero más bien a la Martina aquella de las guindas tiernas descolgando en agualunas. Una Martina en tercera persona es la que nombra, una que son dos y son la misma:
A Martina ahora yo la veo, y la siento tan igual… ¡Cómo nos divertíamos los dos en estas aguas, cuánto no me preguntaba ella del Mohán, aquellas noches!... Y a lo mejor, como a muchos por aquí les da por murmullarlo todavía, pensaría ella que ese Mohán era yo mismo… Pero, qué va, todas esas cosas ya no hay cómo explicarlas… Si cuando ella ya no exista para mí porque habré muerto, y me den el último paseo por estas aguas, quizá sabrá ella, entonces, eso mismo que desde siempre yo quise y he querido ser: yo lo que quiero –y vé que se lo dicen a Martina–, lo que yo quisiera es volver a ser caimán.
Sigifredo Eusse Marino
No