Desde el comienzo, el lenguaje de Palabrero, la novela de este autor colombiano ganador en el año 1994 del Premio Nacional de Novela de Colcultura, y quien otrora se desempeñó como gerente de capital humano del Cerrejón, permite entrever esa puerta giratoria invertida de un humanista que vivió por dentro la realidad de la economía extractiva impuesta por la multinacional y que hoy expresa en metáforas y en sus personajes el drama de todo un pueblo y su relación con el carbón.
Philip Potdevin narra la historia de un joven wayuu a quien se le revela en sueños la misión de defender el río Ranchería del propósito de ser desviado por parte de la empresa multinacional que explota el carbón en su territorio. El protagonista ha recibido de sus mayores el conocimiento del Sistema Normativo propio, pero también se ha formado como abogado, condición que lo habilita para librar, cual David, una batalla en contra de un Goliat depredador en lo social, lo jurídico y lo ambiental.
El autor, que en una entrevista concedida este año a la revista Arcadia señaló que «el escritor es y debe ser una conciencia de la sociedad», explora por momentos en su propuesta narrativa el ensayo histórico y social, develando la actualidad, como si escribiera en clave de ficción un reportaje sobre el interés del Cerrejón de extraer a toda costa y costo 500 millones de toneladas de mineral debajo del manto del río, principal guardián ecológico de la península guajira.
La conjugación de un lenguaje literario con el uso de metáforas, como la comparación del paso del tren con el de una serpiente prehistórica que se va tragando a todo un pueblo, le da una riqueza estética a la novela y un punto de vista crítico, ahondando además en los impactos sociales y económicos de la actividad extractiva de minerales en nuestro país.
El camino de la ficción para espantar los demonios o ‘yolujas’ que se apropiaron del alma de Potdevin mientras vivió por dentro los pormenores de la explotación del carbón, se va develando con una primera epifanía que se desprende de la muerte del tío sabio portador de la palabra conciliadora, y prende un dispositivo para el antagonismo transversal de la novela, gracias al protagonismo que cobra el abogado Edelmiro Epiayú, defensor de su etnia, quien asume con empeño el enfrentamiento al gigante multinacional para evitar que se desvíe el principal afluente tutelar de su territorio.
En Palabrero, el autor compila las inconformidades históricas de las comunidades alrededor de la mina. Apropia en la narración hechos concretos de resarcimiento de derechos como la correcta escritura de los nombres que fueron cambiados al arbitrio de funcionarios de las registradurías, pero también a los cientos de wayuu que han perdido la vida atropellados por la incansable locomotora, a la expulsión de sus propios territorios profanando incluso sus cementerios y la complicidad de un estado que constriñe sus derechos en contraste con la resistencia y lucha de estas comunidades indígenas.
A muchos guajiros, que a diferencia del autor, no hemos conocido la mina por dentro nos viene bien leer Palabrero, pues permite dimensionar el tamaño del hueco antes de que la serpiente nos devore y el río, a pesar de los esfuerzos de David, se quede en los bolsillos de Goliat.