Domingo, Abril 9, 2017 - 14:00
El nada gratuito virtuosismo de Cepeda Samudio puede haber hecho olvidar que también era un escritor con temas propios. Es evidente que al postular con tanta fuerza la necesidad de narrar en forma novedosa quería contribuir a que evolucionara la cuentística colombiana, dando el ejemplo y señalando el camino de la renovación. Su pasión por lo experimental tendía también a demostrar que era posible escribir con ambición en Colombia e Hispanoamérica. La búsqueda de la dimensión universal y el rigor formal hacen que sus cuentos sean verdaderos teoremas de lo narrativo. Así llegó a un nivel en el que solo figura también García Márquez, marcando ambos una frontera y delimitando un territorio que el cuento de su país aún no ha llegado a ocupar del todo después de varios decenios. Pero, bajo la sutil y poderosa relojería de la forma, había en Cepeda temas muy personales.
Formados en una ciudad moderna y viviendo en ella, los miembros del Grupo de Barranquilla tenían la convicción de que había que ir hacia lo urbano, porque veían además lo que pocos querían ver en Colombia. El continente dejaba de ser un mundo mayoritariamente rural y el campesino era cada vez menos la natural medida de lo humano: el hombre de la ciudad lo estaba reemplazando o lo iba a hacer muy pronto, sin contar que se estaba en una posguerra portadora de angustias universales. Con la distancia se sabe mejor que una temática urbana no era una necesidad absoluta ni la única posibilidad y que, más bien, de lo que se trataba para los escritores era de escribir sobre su mundo propio, fuera el que fuera, pero teniendo presente la existencia de la nueva baza y dejando atrás los polvorientos parámetros del criollismo ‘terrígena’. A la postre, Cepeda volvió con La casa grande a un universo más bien rural –no propiamente campesino– y García Márquez, por largos años, situó sus ficciones en la aldea universal. Pero es cierto que, en el periodo que se iba forjando Todos estábamos a la espera y con la excepción probablemente tardía de “Hay que buscar a Regina”, Cepeda Samudio estuvo convencido de la plena validez del criterio urbano. Su insistente y variable manejo de la fragmentación formal expresa su manera de identificarse con el espacio fragmentado de la gran ciudad. La soledad es un estigma de la vida en la urbe y, si bien la palabra no figura en los tres textos anteriores al viaje a Estados Unidos, la idea los impregna del todo. Poco se ha analizado la insistencia de Cepeda en la soledad y casi no se ha advertido que el libro más famoso de la literatura colombiana contemporánea, Cien años de soledad, de su amigo García Márquez, se refiere abierta y constantemente a ese tema (se ha visto más bien la comunidad de la temática bananera entre La casa grande y un episodio espectacular de Cien años de soledad). Pero Cepeda, bajo el ángulo de una resuelta modernidad, lo había manejado desde 1948, con el desamparo de la protagonista de “Proyecto para la biografía…” y más aún con la desesperanza múltiple de los bares, en “Tap-Room”. Todos los cuentos del libro se refieren a personajes encerrados en las celdillas del panal multitudinario, abrumados por el mal moderno que es la incomunicación. Los momentos de fraternidad son también encuentros de seres marginados y frustrados, cuyas angustias solo momentáneamente se mitigan con la música. Los grupos, cuando se forman grupos, fugaces o algo duraderos, están encerrados en la soledad de la espera (mencionada así por Cepeda en el preámbulo), una espera que, si se ve recompensada, no lo es más que en forma pasajera, sustituyéndola enseguida otra espera. Llama la atención la insistencia en personajes taciturnos, de los que algunos saben que están esperando (“Todos estábamos a la espera”) y otros parecen no saberlo o simplemente ya no esperan nada (“Jumper Jigger”). Otra señal de ese estigma de la soledad es el anonimato, que se concreta en protagonistas y narradores sin nombre ni rostro. El consuelo provisional que aporta la música, ilusorio en el caso de la música grabada, más genuino en el caso del blues cantado por un ser de carne y hueso, esboza el tema del artista pero, sobre todo, en el caso de los cuentos de ambiente neoyorquino, remite al mundo de la gente de color y a sus raíces campesinas del Sur profundo de Estados Unidos.
Así se forma un lazo con el universo pueblerino de “Hay que buscar a Regina”: en todas partes ve Cepeda Samudio seres irredentos, tanto en la gran urbe del norte como en Ciénaga. También hay soledad en el pueblo, bastante mal hecho este para que a un padre se le ocurra vender su hija a un hombre rico que hará de ella su concubina. Esa soledad que permea todos los cuentos del libro, y los relatos que en él no se recogieron, no solamente urbana ni norteamericana. Es de todas partes y, aunque lleve habitualmente la marca de la modernidad urbana y de lo contemporáneo, es de siempre.
La condición de las mujeres –convertidas por la norma patriarcal en una minoría marginada– es otro tema notable en los cuentos (y no solamente los cuentos) de Cepeda, y se articula con los temas anteriores. Se destaca la figura encantadora, aérea de la artista ecuestre de “Hoy decidí vestirme de payaso”, mujer y todavía niña. Algo de esa gracia debe haber en la enigmática Madeleine de “Todos estábamos a la espera”, y se adivina también en la estudiante de “Jumper Jigger”. En el polo opuesto está Regina, a quien su padre quiere vender como si fueran un animal: es la mujer humillada, un arquetipo que Cepeda hará figurar también en su novela, con un personaje que lleva el mismo nombre. Los personajes femeninos de Cepeda oscilan así entre los extremos de la gracia y el infortunio. Todas con el sello de la entereza, aptas lo mismo para la crueldad (la mujer infiel de “Tap-Room”) que para el sufrimiento en la soledad o en el anhelo de dar la vida (“Intimismo”). En el contexto que escribía Cepeda, su tratamiento de este tema era novedoso, muy en especial con relación a la cuentística colombiana (a pesar de algunos atisbos en los cuentos de Hernando Téllez). Hay en Cepeda una forma de empatía y hasta de compasión, que se hace extensiva a todos los seres irredentos (otra manera de nombrar la soledad), pero que se expresa notablemente a propósito de los personajes femeninos. Lo cual nos llevaría hacia la temática del sexo, pero hay que evocar antes otra categoría de marginados, a la que también presta Cepeda mucha atención.
El artista es otra figura recurrente en su obra. El tema viene del romanticismo y fue llevado a su colmo por los modernistas, pero no perdió vigencia a lo largo del siglo XX. Podía tener algo de cliché la figura del artista, ingenuamente subversivo, incomprendido en su medio, y fue a ese nivel algo convencional como lo manejó Cepeda en su periodismo juvenil. Pero no dejó de ser para él un tema punzante y lo supo tratar con vibraciones particulares en sus cuentos (también, aunque más el intelectual que el artista, en la figura del Hermano de La casa grande). Tiene un gran poder de convicción –su hechizo y su don de gentes– el soñador de “Hoy decidí vestirme de payaso” y es contagiosa la alegría del estudiante de “Un cuento para Saroyan”. Hay fuerza y delicadeza a la vez en la historia del pianista de “El piano blanco”, con una personalidad condicionada por su infancia (el sueño amputado, más que la condición social que Cepeda no elude pero tampoco subraya), atormentada, enfermiza; él es también un marginal enfrentado con otras lógicas de posesión y poder.
Vinculado con la soledad y con las figuras femeninas está el tema del sexo. Era algo inhabitual, por no decir que inexistente en la literatura colombiana del momento (otra vez con una leve excepción en Téllez). Como los cuentos se escribían en general para salir en suplementos dominicales, había una cierta autocensura en los autores, pero no es menos cierto que faltaba audacia para abordar esta temática y quizás también la lucidez necesaria para pensar en abarcarla o saber cómo tratarla. Cepeda tuvo a la vez la lucidez y la audacia, si bien es cierto que la dificultad de la lectura debió parecer suficiente barrera, pudiendo así salir “Proyecto para la biografía…” en un diario provinciano, e “Intimismo”, en un semanario de Bogotá. Hacia el final de su primera parte, “Proyecto para la biografía…” mostraba fugazmente una mujer desnuda, y los pensamientos de esta, en párrafos posteriores, llevaban abundantes alusiones a lo sexual. Al insistir en la sensación física y al volver evidente la realidad de dos cuerpos desnudos reunidos en una cama, “Intimismo” daba a entender a nivel elemental la promiscuidad del amor físico, como lo haría más tarde con otros elementos (la voz humana sobre todo, pero también la insistente mención del sudor) “Nuevo intimismo”. Particularmente “Intimismo”, al no hablar más que de “el hombre” y “la mujer”, elevaba la escena hasta el nivel del arquetipo. Al hablar de sexo y al hacerlo en la forma en que lo hizo, Cepeda actuó como un precursor entre los jóvenes autores que, hacia 1950, contribuían a que naciera el boom de la narrativa hispanoamericana.
Contra la impresión que podía dar su afán de experimentación formal, Cepeda Samudio era portador de una poderosa temática personal, lo cual se confirmaría más adelante –nuevamente detrás de la densa pantalla de una escritura rigurosa– con su novela. En “Todos estábamos a la espera” hay una fuerte carga de humanidad; es una literatura de pasión y compasión, que vibra bajo la apariencia adusta de la hazaña técnica. Es el lirismo de que hablaba Germán Vargas en su presentación del libro.
Tomado de ‘Todos estábamos a la espera, Álvaro Cepeda Samudio’. Edición a cargo de Jacques Gilard. Cooperación Editorial,
Por Jacques Gilard
sumario:
Un escritor en la onda de la experimentación. Revisión a los temas en ‘Todos estábamos a la espera’.
No