Magnicidio es, según la academia de la lengua, «Muerte violenta a una persona muy importante por su cargo o poder». En la pequeña tertulia semanal, con mis viejos amigos, se puso el tema de cuál había sido el más relevante. La discusión de si lo eran los asesinatos de Lincoln, Kennedy, Mahatma Gandhi, el del archiduque Francisco Fernando de Austria o el de Gaitán, Rafael Uribe Uribe, Galán, o las ejecuciones de Babeuf y Robespierre alargaban indefinidamente el tema. Todos los argumentos eran sacados de revistas de historia como Clío, Credencial y otras. Al fin se llegó al consenso de que era el asesinato de Julio César el más sonado, estudiado, filmado, más puesto en escena y desbordado, con las constantes y profusas biografías recurrentes sobre el ‹dictator› romano.
El filme Julio César, basado en la obra de Shakespeare, con Marlon Brando como Marco Antonio, y James Mason como Bruto, gravitó todo el tiempo en la conversación, lo que demuestra que gran parte de nuestra cultura es Made in Hollywood.
Las frases «Y tú también, hijo mío» o «Et tu Brutus», que pronunció Julio César al reconocer entre sus asesinos a Marco Junio Bruto, hijo de una de sus amantes, se ha hecho popular ante la ingratitud de una persona querida. Uno de los concurrentes, un exseminarista, las citó en latín. Otro lo corrigió recordando que la frase había sido dicha en griego, pero no pudo recordar cómo era en ese idioma. Quise lucirme y dije que Borges tenía un minicuento en donde un estanciero reconoce entre los asesinos que sacan los puñales para matarlo a uno de sus ahijados y exclama: «Pero che, ¿y tú también?», y terminaba Borges «y así se repitió una escena».
Para qué dije eso. Salieron a relucir los computadores y no solo no apareció esa frase sino un texto de «Frases que Borges nunca dijo».
Aprendí la lección: nunca hay que citar a García Márquez o a Borges sin tener el texto enfrente, pues si no los expertos te aniquilarán.
Cambié de tema y planteé hablar sobre los magnicidios no logrados, como el atentado del 25 de septiembre de 1828 contra Bolívar.
De los mejores escritos sobre el hecho se cuentan Los septembrinos y El Prometeo criollo, de Alberto Miramón, libros que alguna vez tuve en mi biblioteca pero que las mudanzas y la vida los extraviaron. En el primero de los libros trazaba perfiles de los conjurados Luis Vargas Tejada, Mariano Ospina Rodríguez y Florentino González, y también el de Manuelita Sáenz, ‹la libertadora del Libertador›, como la bautizó Bolívar.
En el segundo de los libros se recalcaba la honda tristeza en que cayó Bolívar, la cual precipitó su muerte. En la correspondencia con Manuelita se encuentra esa onda depresiva, pero en sus cartas a Páez, Montilla y otros, amigos y aliados, no lo expresa, pero se presiente.
«Vámonos, volando, aquí no nos quieren», le dijo Bolívar a su criado, mientras este sostenía «el pocillo con la infusión de amapolas con goma», nos dice García Márquez al comienzo de El general en su laberinto. En la novela se nos presenta a un Bolívar anímicamente muerto.
Otro gran aporte literario, no histórico, nos lo da el novelista barranquillero Jaime Manrique en su libro Nuestras vidas son los ríos (2006), una estupenda biografía novelada de Manuelita Sáenz. El libro, originalmente escrito en inglés, relata las melancólicas relecturas que hace Manuelita en su destierro en Paita, Perú, de las amargas cartas del Libertador después del atentado.
Anoto que la tesis de que Bolívar se convirtió después del atentado en prácticamente un muerto en vida me la sostuvo el historiador Claudio Ropaín hace muchos, larguísimos años, tesis que he revivido mientras escribía este artículo.