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Hacer fuego con la oscuridad

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Domingo, Marzo 27, 2016 - 00:00

En la novela Tríptico de la infamia, ganadora del Premio Rómulo Gallegos 2015, el escritor colombiano Pablo Montoya pareció tomarse muy en serio la definición lanzada por Roberto Bolaño en el discurso que pronunció al ganar el mismo galardón en 1999: «La literatura es meter la cabeza en lo oscuro». En su libro, Montoya se sumerge en uno de los periodos más oscuros de la Historia: las crueldades y vilezas cometidas en el siglo XVI. «Somos inobjetablemente oscuros –dice uno de los personajes de la novela– y ante las formas de la pavura terminamos por caer seducidos».

Al recibir el mismo premio en 1967, Mario Vargas Llosa apostó por una definición que parece totalmente opuesta a la de Bolaño: «La literatura es fuego». Y Montoya también la pone en práctica al no dejarse tragar totalmente por la oscuridad: «La vida es una permanente combustión –afirma otro de los personajes de Tríptico–. Y solo podemos entenderla si nos arrojamos a ella con intensidad desesperada».

En su propio discurso de premiación, Pablo confesó que es un escritor fascinado por observar el lado oscuro de la humanidad, pues el optimismo le parece una actitud ingenua y un producto engañoso de la sociedad de consumo. Sin embargo, a pesar de lo atractivo que puede resultar para un escritor, afirma que no ha caído en la fascinación por la catástrofe o el nihilismo. De hecho, su novela busca fundir la afirmación de Bolaño con la de Vargas Llosa, al meter la cabeza en lo oscuro y tratar de hacer fuego con esa oscuridad. Un salmo, citado en el libro, lo expresa directamente: «La oscuridad y la luz son lo mismo para ti».


El escritor Pablo Montoya

François Dubois, uno de los tres personajes principales de la novela, descree de aquella idea según la cual la calma sucede a la tormenta, la luz a la oscuridad. Después del horror viene más horror, piensa, esa es la perpetua condición del hombre: llegar a los límites del horror para saborear nuevas fronteras del sufrimiento. «No, más allá de las tinieblas no hay fulgor –afirma Dubois–. Solo más tinieblas, y el inmenso terreno del desamparo».

Dubois había perdido todo en la masacre de San Bartolomé, uno de los sucesos más infames ocurridos en uno de los supuestos centros de la civilización. En aquel verano de 1572, París quedó teñida por la sangre de miles de hugonotes asesinados, entre ellos la esposa embarazada de Dubois. Desde entonces, exiliado en Ginebra, el pintor se mantiene en la decisión de no usar más el pincel, pensando que así nacería en él otro hombre y otra historia, pero pronto se da cuenta de que es ingenuo resistirse: «Solo contamos con una vida y su sentido está forjado con sus continuos desgarramientos».

Al principio se pregunta si no debería usufructuar el derecho que tiene todo pintor por el blanco total, su derecho a ocultar la mirada y negar toda visibilidad, porque a fin de cuentas toda visión implica una sujeción a lo mirado. Se pregunta si no es mejor fundirse a la libertad infinita que proporcionan el vacío y el silencio. ¿Acaso toda pintura no es en realidad la forma de escamotear el modelo principal? La verdadera pintura no es lo que se ve a simple vista sino el abismo que reemplaza. Un cuadro nunca alcanza a ser el envase final de una idea, sino apenas la antesala de lo que nunca se ha dicho ni se podrá decir. «La realidad siempre será más atroz y más sublime que sus diversas formas de mostrarla», dice el narrador.

Y si la realidad inmediata es más mediata de lo que parece, la pasada es aún más difícil de plasmar: «Creo que todo intento de reproducir lo pasado está de antemano condenado al fracaso, porque solo nos encargamos de plasmar vestigios, de iluminar sombras, de armar pedazos de vidas y muertes que ya se fueron y cuya esencia es inasible». ¿Cómo dibujar el presente si uno apenas sobrevive en él, cómo recrear el pasado si este es una herida que se desborda de cualquier tela, cómo esbozar el futuro si el olvido es el único trazo que se espera de él? «¿Qué es finalmente el dolor? –se pregunta Dubois–. ¿Qué escurridiza sustancia encierra? ¿Qué tipo de energía lo justifica frente al cosmos? Y, ¿cómo conjurarlo? ¿Es posible fijarlo en una tabla o un pedazo de tela? ¿Qué tiene que ver el color con el dolor?». Y uno, como lector, también termina preguntándose: ¿Es posible fijarlo en una novela o en un ensayo? ¿Qué tiene que ver el dolor con las palabras?

Simon Goulard, un joven ministro que intenta convencer a Dubois de dibujar el cuadro sobre la masacre, le insiste con varios argumentos. Esgrime que la gran lucha es contra el olvido. Hay que nombrar a los masacrados, le dice, hay que salvar la identidad de los muertos para que no se disuelvan en la masa anónima. «No podemos morir –le dice– sin haber intentado una inmersión en la desdicha de los otros y en su calamidad de todos los días». Y en eso Montoya nos recuerda de nuevo a Roberto Bolaño, cuando en 2666 hace un recuento pormenorizado de las víctimas. Goulard le hace ver a Dubois que, como los hebreos perseguidos por el faraón, él ya cruzó el Mar Rojo y debe usar esa sangre para transmitirle un mensaje al resto de los hombres; no desperdiciarla en la arena del tiempo que todo se traga. «Si pensara esconderme de la oscuridad –le cita el salmo–, o que se convirtiera en noche la luz que me rodea, la oscuridad no se ocultaría de ti, y la noche sería tan brillante como el día».

Por supuesto, Dubois termina pintando la masacre. El número de personajes recreados es ciento sesenta. Dudoso, vuelve a contarlos, pues siente que le falta algo a la tela, quizá el resto de la humanidad que él está seguro haber incorporado. Debe descubrir qué es, porque no se encuentra bien de salud y no le queda mucho tiempo de vida. Para obtener el impulso suficiente, revive una noche con su difunta esposa Ysabeua, los dos desnudos en el lecho, ella diciéndole que él será su amor en la sucesión de tiempos y espacios que les falta por vivir. Esa sucesión parece concentrarse en las medidas puntuales de su tabla y en el instante intenso que retrata. Lo que falta por pintar… es su gato, concluye, el mismo que lo salvó al lanzarse sobre sus verdugos y permitirle escaparse. Lo dibuja encerrado en una jaula sobre la cima de una colina, dominando toda la visión del horror; es el mismo gato que se repite todas las noches delante de todos los hombres como una pregunta ambulante, como un signo brillante en la oscuridad. Una pregunta es paradójicamente la que cierra el cuadro, y no su respuesta.

Theodor De Bry, el grabador y cartógrafo que salvó la pintura de Dubois del olvido, nunca olvidaría una consigna que le regaló su maestro Ortelius: debemos reducir el universo a escala del ojo humano. El arte viene siendo el esfuerzo por adaptar el misterio, el absoluto, a la sensibilidad limitada del hombre y a sus circunstancias mundanas, y a la vez servirle de apertura infinita. «¿Qué puede ser lo divino si no es el arte?», pregunta el narrador. Si la Historia es la herida irreversible provocada por la propiedad privada, el Estado y la religión, como afirma el narrador, entonces el arte es el único bien que nos queda para contenerla. Si el mal es la historia y la historia tiende a volverse una sombra abstracta, el arte debe imperar sobre ella como un recordatorio concreto, como la «astilla en la carne» de la que hablaba el filósofo alemán Søren Kierkegaard.

En los terrenos de la culpa todos los seres humanos están involucrados, afirma De Bry, recordándonos una sentencia de Albert Camus. Y en el terreno de las intuiciones, dice el narrador, los seres del pasado, del presente y del futuro estamos mezclando permanentemente nuestros itinerarios por los agujeros del tiempo. En esa superposición de seres, responsabilidades, espacios y tiempos, el dolor parece la única certeza, el único eje de la existencia.

En la primera parte de la novela, el cuerpo del pintor Jacques Le Moyne es pintado totalmente por un indígena. Líneas ondeantes que evocan una red de quebradas, círculos concéntricos que son caracoles, cuernos y escudos, cuadrantes y recovecos. «Por fin él mismo era una pintura», dice el narrador. Entonces Le Moyne se imagina justificándose frente a su maestro: «Es como si fuera necesario para arribar a la desnudez total, a la prístina ausencia de sentido, atravesar el desvarío, la multiplicación y el exceso».

La violencia de ese feroz siglo XVI acabó con la vida de 70 millones de indígenas, según los cálculos del fraile Bartolomé de las Casas, testigo directo de los desafueros de los españoles. Si los cimientos de América Latina están forjados sobre la infamia, ¿existe alguna posibilidad de enderezar la historia?, se termina preguntando el lector. Al alzar la cabeza en este siglo XXI, no encontramos muchos argumentos optimistas en el panorama de violencia e inequidad social que perdura en Colombia. La única esperanza podría venir de otras palabras de Simon Goulard, el joven ministro que intentaba convencer a Dubois de conjurar el horror a través de la belleza. Le recuerda algo que define la paradoja extraordinaria de Dios: «En los instantes en que más nos sentimos abandonados por él, su cercanía es más prodigiosa».

«¿Qué puede ser lo divino si no es el arte?», vuelve a resonar en nuestros oídos. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer explicaba en qué consiste la famosa catarsis, ese desprendimiento milagroso de las condiciones temporales y espaciales del individuo. Decía que solo cuando un sujeto, «elevado por la fuerza del espíritu», se abandona a la contemplación de la belleza y deja de ocuparse de las relaciones de las cosas; cuando olvida el dónde, cuándo, por qué y para qué de los objetos y se concentra únicamente en el qué; cuando se sumerge totalmente en el objeto observado y se libera de las tensiones con el mundo, esa poderosa fuerza capaz de ver en la oscuridad que es la intuición se logra apoderar del espíritu y el hombre puede volverse un «claro espejo del objeto». Un puro, indoloro e intemporal sujeto de conocimiento: una continuidad.

¿Un cuadro hermoso o una bella novela sobre un terrible hecho histórico pueden llegar a sanar a una víctima o, por lo menos, a herir la conciencia del verdugo?, nos preguntamos con Montoya. Puede que sí, puede que unos trazos bellos y honestos sirvan para algo, y a eso nos aferramos los que seguimos garrapateando humildes signos en una hoja o en un lienzo, o los que no nos resignamos a la fealdad de la condición humana y seguimos buscando belleza en todo lo que vemos y oímos, porque la paz es una guerra sin cuartel contra la mueca horrible de las falacias. Porque la paz solo es posible adentrándonos en las tinieblas para retar a los enemigos de la verdad, esa verdad que a algunos les duele tanto. 

 

Paul Brito
sumario: 
La novela ‘Tríptico de la infamia’, del colombiano Pablo Montoya, ganadora del último premio Rómulo Gallegos, se pregunta si el arte y la belleza pueden contribuir a la paz, a la paz consigo mismo, que es la única posible.
No

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