Entreabres la puerta que va del sol del patio a la cocina de la casa. Di qué ves: primero hay una mesa enorme de madera cruda. En un extremo está la lámina blanca de una masa para empanadas, extendida como una cartografía sobre la harina virgen de Castilla que no conoce el agua aún. En un vaso alto de vidrio, semillas de maní que irán a parar a la entraña de un pollo o majadas en la crema que arropará a un lomito de cerdo rosáceo. En otro vaso transparente y ancho está el azúcar, en otros vasos, más breves y bajos, la pimienta, el azafrán, las hojas de laurel, secas como el carácter de una maestra normalista, y el orégano suculento del que siempre Neruda está diciendo su verso infantil: «Orégano, grité con alegría».
La leche de vaca en la jarra panzuda del desayuno; en tazas blancas hay ajonjolí, el aceite menudo, la pausada manteca. En el aire chocan los aromas del mango, más sutil que el de la guayaba –este más franco y de una acidez como la de un desamor–, y la brisa tenue de una leche asada y la fragancia de un bizcocho cociéndose –un bizcocho imperial–, y la fresca menta de una albahaca haciendo una cabriola junto a la ventana donde están las macetas de cerámica con el romero, el tomillo y la mejorana, vivos.
Sigues el curso de la mesa: hay una calabaza abierta y una berenjena de profundo tono obispo rebanada en ruedas voladoras, un reguero de ajos pelados, dos mitades de cebolla morada, mil anillos de cebolla blanca, la taza de medir con números romanos y latinos impresitos en negro para que se vean bien, una enorme cuchara de madera, el trinchante antiguo, de metal plateado –¿o es de plata?–, un bote de azafrán, otro de eneldo (desmenuzado en Alicante, dice, orgullosa, la etiqueta) y al final Mayra Gómez con su delantal de hilo, inclinada sobre una hoja rayada de libreta escolar en la que apunta, de memoria, con letra Palmer, otra receta de la abuela.
Termina de escribir la frase socorrida «sal a gusto» y deja el lápiz. Llega al fonógrafo de cuerda que hace «rac rac» cuando termina la más famosa conga villareña que en el mundo ha sido –Aé la chambelona–. Voltea el disco del sexteto y sale el son en las voces de mulatos eternos, unas agudas, muy afiladas, que llaman voces de vieja, otras, graves como redondos truenos, espesas como abrigos de los polos, con un tres, una guitarra, una marímbula, un joven güiro rascado del centro a la boca, y unas claves exactas, de relojería, marcando el ritmo echado pa’tras «al habanero modo»: Viandas, qué buenas son las viandas –canta el coro–, antes de que la voz guía sobresalga de pronto en el centro de la mañana: ¡Malanga amarilla!
Tiene mala fama la cocina de Cuba de ser escueta e insistente a través de esos consabidos pocos platos a los que la gente llama de «comida criolla». La comparan con famosas elaboraciones del continente que habla en español o portugués y sale la nuestra perdiendo siempre, como si le faltara tradición y cojeara, entre otras cosas, de colocarse de espaldas al mar, por ejemplo, con tanta agua rica de peces y moluscos –casi al alcance de la mano si se saca cuenta por un mapa–, o de caer en el fatal lugar común del frito o el asado más bien negligente con la guarnición humilde.
Le reprochan a menudo que su fábrica sea elemental y poco dada al vegetal variado, que no orbite en torno del maíz, como la mexicana, que no aproveche el gazpacho andaluz en el verano interminable de la isla, –otra vez por ejemplo– y que su guiso sea más o menos pueril, que repita fórmulas y solo en oportunidades escasas se metamorfosee, se recombine poco y reinterprete casi nada.
Debe ser injusta esa fama de restringida y finita de la cocina cubana, pensaba yo, sin saber gran cosa del tema; ha de ser producto de nuestro cómodo y rápido olvido del ayer, ese mal extendido sobre tantos asuntos del país, la desmemoria, y mi sospecha fue verificada sin ahondar prácticamente, acercándome solo un poco a la literatura, digamos, culinaria nacional, que no es por cierto tan exigua como tan poco atendida en general en casas de familia y en los restaurantes actuales.
Contra tales olvidos y descuidos pasados y presentes están las colecciones de recetas de Mayra Gómez que rememoran usanzas de la cocina cubana de hace décadas y décadas, y traen al sol de hoy sutilezas inéditas, secretos y fidelidades. Sus libros son vademécums auténticos que salvan la honrilla de la buena mesa de los nacidos aquí: su vocación es guardiana, tesorera. No por gusto sus más de quince libros publicados han alcanzado éxito de público como va a conocer este, La música en la cocina, que publica ahora Ediciones Cubanas.
Con su tocadiscos en marcha Mayra cocina jubilosamente al compás de un chachachá del flautista Fajardo, Los tamalitos de Olga, y también con los más renombrados sones de Piñeiro (El guanajo relleno, Échale salsita) y uno, de Caturla, que se titula El cangrejito, quien partió de un aire anónimo que se entonaba hace más de un siglo por La Habana y Santiago: «Una mulatica me pidió un cangrejito pa’ enchilar…»
Devela maravillas de postres irresistibles con pregones de Lecuona, Simons, Grenet, Matamoros y Caignet (El frutero, El manisero, Rica pulpa, El lecherito oriental, Frutas del Caney) –unos más sofisticados, como panqué francés, mouses, quesos helados y esponjes rusch, otros francamente callejeros, popularísimos, como las yemitas y el coquito prieto–, en tanto Abelardo Barroso canta El panquelero, y de Rosendo Ruiz aparece el son pregón El dulcero (A las niñas que pidan quilitos…) que se escuchó a inicios del cine parlante en una película de Adolphe Menjou. Cantan en estas páginas Rita Montaner, Miguelito Valdés y las Hermanas Martí, tocan la Orquesta Aragón, el Septeto de Piñeiro, el Trío Matamoros, vaya banquete de oído y paladar.
El tomo posee como atractivo extra (por si fuera poco el traernos el repaso generoso de recetas y canciones deliciosas) un prólogo hermoso del sabio musicógrafo Cristóbal Díaz Ayala, criollo reyoyo, lujo que bien se puede dar y merece los trajines de Mayra Gómez, con su delantal de hilo, salpicado a veces, lo imagino, de algunos puntos de bija y de canela, dibujándonos una memoriosa constelación en el cielo familiar de Cuba.