El título de este volumen de excelentes crónicas no pudo ser más acertado: el autor, Juan Carlos Rueda Gómez, es un cazador de historias en el sentido más puro de la expresión. Cuando uno recorre los 25 textos que componen el libro, resulta inevitable imaginarse al autor en una expedición fabulosa por la geografía de la Costa, bolígrafo, libreta y cámara en ristre, en busca de presas informativas extraordinarias que le permitan saciar su hambre de periodista de raza.
Leer Cazador de historias es recordar que el periodismo de verdad –ese que se ejerce ‹patoneando› infatigablemente los lugares más insospechados, escuchando a la gente, preguntándolo todo con curiosidad infantil y contando después las cosas con una prosa limpia y poderosa– sigue rebosante de buena salud. Cada una de las crónicas que componen el libro da fe del buen hacer profesional de Juan Carlos Rueda Gómez, de su compromiso por preservar la memoria de nuestra Región Caribe, de su empatía sin límites con los personajes que se cruzan en su camino, de la laboriosidad artesanal con que teje sus narraciones. Todo lo cual constituye una rareza admirable en estos tiempos líquidos, como los definiera Zygmunt Bauman, en los que prima la banalidad, la pereza intelectual, la falta de interés hacia los semejantes y el creciente desconocimiento por parte de las nuevas generaciones de esa herramienta maravillosa de comunicación denominada lenguaje.
Hay en el libro de Rueda Gómez curiosos relatos sobre músicos, en particular sobre estrellas del vallenato como Diomedes Díaz o Rafael Orozco y Leandro Díaz, lo cual no sorprende a quienes conocemos la estrecha relación que el autor ha mantenido con el universo de la música popular caribe. Pero Cazador de historias toca muchos otros registros, lo que confiere a la obra una diversidad temática que la hace especialmente atractiva.
En «Barranquilla se llenó de ‹Loros», por ejemplo, se narra el II Encuentro Nacional e Internacional de unos particulares loros que «no son de los que comen semillas ni depredan cultivos, sino que prefieren comer mute, pepitoria, chivo asado y carne oreada». Se trata de la nutrida descendencia de don Pedro Antonio Gómez, un patricio a quien en su día apodaron ‹Loro› por su torrencial locuacidad y cuyo mote ha pasado a su estirpe a modo de apellido hasta el sol de hoy.
En «El árbol de San Marcos, Sucre: un equívoco monumental», cuenta la historia extraordinaria de un árbol que «desde lo lejos parece una loma o un cerro» y que en realidad es una unión de seis gigantes botánicos que se han entrelazado durante años hasta formar un portento vegetal capaz de acoger bajo su fronda a 400 personas. Por sus páginas desfilan también personajes singulares como José Manjarrez, el ‹lustrador ilustrado e ilustrador› que embola y arregla zapatos en un recodo del parque Surí Salcedo mientras cautiva a la clientela con su sabiduría de autodidacta. O se desvelan, entre chispeantes anécdotas, misterios como el origen de buena parte de los tenderos de Barranquilla, quienes proceden de un corregimiento del municipio santandereano de Zapatoca, llamado La Fuente.
Mención aparte merecen las conmovedoras semblanzas que Rueda Gómez hace de dos personajes inolvidables, ya fallecidos, con los que mantuvo una privilegiada amistad: David Sánchez Juliao y Ernesto McCausland. En el primer caso, construye un inteligente relato utilizando la narrativa oral de los personajes de ficción del escritor de Lorica. En el segundo, recuerda, entre otras cosas, una lección de periodismo que recibió de McCausland, poco después de que este lo designara «corresponsal de EL HERALDO en Macondo» (Fundación, Aracataca y sus alrededores). «Fue el regaño más grande de mi vida. Me lo diste a dos voces con Ricardo Rocha, entonces Jefe de Redacción del periódico. ‹¿Cómo es posible que nunca le hicieras un reportaje a la ‘Madame francesa’, la mujer que inspiró a García Márquez para crear el personaje de la abuela desalmada? La tenías ahí, en Aracataca, en el patio de tu casa. Ahora se acaba de morir y no hay nada que hacer›. Y tenían razón. Me dormí», relata el autor.
Es posible que Juan Carlos Rueda, entonces un jovencísimo aprendiz del oficio, se hubiera descuidado en aquella ocasión. Pero estamos convencidos de que, desde entonces, nunca más ha vuelto a cerrar los dos ojos al mismo tiempo, lo que le ha permitido desarrollar ese talento envidiable que tiene para cazar buenas historias, como las que compone este más que recomendable libro.