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Escribir las memorias

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Domingo, Octubre 8, 2017 - 00:00

La historia, la novela, la biografía, las autobiografías, los diarios y las memorias se disputan el arte de narrar la vida. Si quisiéramos citar todas las fuentes que emplean, podríamos incluir las crónicas, las cartas –remplazadas por el correo electrónico– las conversaciones de sobremesa, –ya perdidas–, o las baladas populares como los viejos vallenatos, donde se relataba un acontecimiento familiar como la seducción de una muchacha quinceañera, rolliza y ‹pizpireta›, por algún bronco chofer de camiones. La natural inconformidad de la madre de la chica daba tema para un buen paseo musical.

Google nos indica que el dato histórico es el más buscado, de lejos sigue la novela y con una gran distancia la biografía. Se anota que en las autobiografías el personaje central nunca muere, pero es el género que menos entradas tiene.

La historia es respetada, la novela es la más joven y glamorosa, pues apenas tiene unos cuatro siglos, y la biografía es la menos aplaudida, aunque para el Dr. Samuel Johnson era el género humanístico por excelencia. Decía además que «el buen biógrafo debía buscar lo único, lo irrepetible, lo inexplicable». Así, la mención hecha por Plutarco del brazo caído y arrastrado del cadáver de César, cuando lo llevaban unos esclavos en una litera, es única porque se está mencionando a uno de los brazos del hombre más poderoso de su tiempo y que había conquistado un mundo.

Las memorias, un género literario que no goza mucho del fervor del público lector, es la mirada a través del ojo de la cerradura de cada época. En siglos pasados esas miradas eran las memorias de las cortesanas o las confesiones de un fraile. O esa colosal mirada de un seductor como son las memorias de Casanova. En el siglo XX las memorias –y dejemos a un lado la de los jefes de Estado o gente poderosa–, las más renombradas son las de los espías, las de los exilados políticos o artísticos, o las confesiones de agentes de la Gestapo, de la KGB o de la CIA.

Si bien entre nosotros están las memorias estupendas de García Márquez en Vivir para contarla, o para ser más continental, las de Pablo Neruda en Confieso que he vivido, confieso a mí vez que las memorias que persigo para leer son la de autores de un perfil menor. Gente como uno, de esos que también se sientan en el bordillo para ver pasar el desfile.

Tengo en mi libreta de apuntes frases que me han impresionado de las ‹memorias› que he leído: «En una sociedad de escándalos nada es escandaloso», olvidé, sin embargo, en poner el nombre del autor.

«¿Vas a escribir tus memorias?» –me preguntó un miembro de la tertulia de los sábados. Le confesé que de decidirme empezaría recordando el día que en el aeropuerto El Dorado en Bogotá vi descender del avión a Mario Vargas Llosa y a García Márquez. El peruano acababa de recibir en Caracas el premio Rómulo Gallegos. Los periodistas invadieron la pista rodeándolos. De pronto abandonaron ostensiblemente a los dos escritores y fueron hacia otro avión de donde descendía ‹El Cordobés›, el torero más famoso de esos años.

En una reunión el sábado pasado conté la misma historia. «Es imposible, en todas las noticias del momento no se menciona al torero», me refutaron. Corroboré y de verdad no coincidían las fechas con la llegada del ‹Cordobés›.

Pero yo estuve en El Dorado y de alguno de los dos hechos fui testigo, aunque aclaro que ya no escribiré mis memorias. 

Ramón Illán Bacca
sumario: 
Puntos de Bizca
No

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