
No obstante que Pedro Páramo, 1955, y Cien años de soledad, 1967, son novelas que guardan sus nexos, correspondencias, aguas y territorios comunes, se presentan igualmente como disímiles, únicas, irrepetibles, diferentes.
En primer lugar está su extensión. Pedro Páramo cubre apenas 114 páginas en la edición de Cátedra de 2015, lo que obliga a Rulfo a decir mucho valiéndose de la elisión, la alusión, la ambigüedad, el silencio, el murmullo, el claroscuro, la inferencia del lector. Por su parte, Cien años de soledad se extiende por 463 páginas —4 veces Pedro Páramo— en la edición de 2007, conmemorativa de sus 40 años, hecha por la Academia de la Lengua Española, lo que permite a García Márquez incluir muchos más personajes, darles un mayor desarrollo, prolongar la cepa de los Buendía por siete generaciones, complicar las tramas, hacer que Macondo mute de la comunidad mítica y arcádica a una ciudad con problemas históricos como guerras civiles, instalación de una compañía extranjera, matanzas y finalmente la decadencia, la desolación y la destrucción apocalíptica.
El otro elemento que las diferencia notablemente es el lenguaje. En Rulfo se trata de una sintaxis hecha de frases cortas, sucintas, compendiosas, casi que en estilo telegramático. «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo» (73). Y a esa gramática de la brevedad, Rulfo le da por momentos un tono poético, lírico, intimista, sobre todo en las narraciones de Pedro Páramo y sus recuerdos de infancia con Susana San Juan, las evocaciones de Susana sobre sus relaciones amorosas apasionadas con su marido Florencio y las descripciones de Dolores Preciado del Comala edénico. Pero a esta prosa de delicada subjetividad, se suman las narraciones o diálogos del habla cotidiana de los habitantes de Comala, pláticas en las que, digamos, late el alma popular del habla mexicana. Todo ello es estructurado en 69 fragmentos en que el lector encuentra contención, rigor, brevedad, deseo de saber más, así que Pedro Páramo se instaura en nuestras mentes como una narrativa de estructura lacunar, llena de porosidades, huecos, vacíos que la imaginación debe llenar.
Cien años de soledad, en cambio, se muestra torrencial, desaforada, incontenible, con una materialidad frásica que se alarga en múltiples tentáculos, como se observa en esa segunda frase barroca de 37 palabras: «Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas, y enormes como huevos prehistóricos» (9).
Y no obstante esas diferencias, son novelas que establecen nexos y ligas, contactos y terrenos comunes. Creo que todos conocemos la anécdota en la que se cuenta cómo, en México, en 1960, Álvaro Mutis le dio a conocer a García Márquez la obra de Juan Rulfo. «Ahí tiene, para que aprenda», le dijo Mutis al entregarle Pedro Páramo, y muchos sabemos del impacto que produjo su lectura en el colombiano. Se ha logrado establecer que García Márquez conoce la obra de Rulfo, con la excepción de algunos cuentos publicados en los que se percibe un nivel fantástico como «La tercera resignación», «La otra costilla de la muerte», «Eva está dentro de su gato», sus cuatro libros escritos hasta ese momento (La malahora, El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y los relatos de Los funerales de la mamá grande) integraban una narrativa de andadura realista y, de alguna manera, el autor se sentía en un callejón sin salida para el desarrollo de su escritura, frente al inmenso mundo imaginativo que cargaba desde su infancia. Y seguramente es Pedro Páramo —su reiterada lectura— uno de los elementos que le van a señalar el camino, es decir, a mostrar que ese universo temático que llevaba adentro, muy parecido al de Rulfo, sembrado de magias y fantasmas, podía volcarse en una obra universal, si se abandonaba esa línea de apego a la realidad objetiva y se contaba con pericia técnica y de lenguaje, como lo habían hecho el mexicano, Faulkner, Woolf, Dos Passos...
La idea central de ver a Comala y a Macondo como «mundos cerrados paralelos» alude al hecho de que se trata de dos universos ficcionales autosuficientes que nacen, se desarrollan, progresan y llegan a la decadencia y a la desaparición, y, en ese derrotero o ruta, los personajes viven situaciones y hechos parecidos, quizás porque los autores son hijos de un contexto latinoamericano, con naciones o países que, de alguna manera, han tenido iguales orígenes, desarrollos y ocasos.
Creo que podemos hablar de dos tipos de paralelismos entre las dos novelas. En primer lugar las analogías sugeridas por esas imágenes absolutas o símbolos míticos llamados arquetipos, según Karl Jung y Mircea Eliade. En la lectura de ambas novelas uno encuentra ejes temáticos universales que seguramente han estado en el inconsciente colectivo de la humanidad, como la búsqueda de la identidad, del lugar de origen, del padre; el viaje de iniciación, el binomio paraíso —perdido y evocado— e infierno o purgatorio, la pareja edénica, la vida y la muerte, las almas en pena, la obtención del poder a través de la violencia, el amor imposible… Y en segundo lugar o nivel estarían las correspondencias o semejanzas de las situaciones particulares, de especie, en que esos arquetipos se cristalizan o concretan en Comala y en Macondo, es decir, el dato menudo, la representación a nivel de personajes y hechos.
La búsqueda de identidad, del lugar de origen o del padre, y el viaje de iniciación, en la novela Pedro Páramo están en cabeza de Juan Preciado. La madre tuvo a su hijo en Comala pero se fue del pueblo con él debido a la actitud displicente del marido Pedro Páramo. Ella vivía en otra aldea, Colima, arrimada a su hermana Gertrudis, y allá murió, pidiendo al hijo en su agonía que fuera a Comala a reclamarle a su padre lo que debió darles: «—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro, lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio. El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro…». «—Así lo haré, madre» (73). Juan Preciado viaja entonces a Comala, no tanto a cobrarle caro a su padre el abandono en que los tuvo, sino a indagar cuál es su origen, conocer el lugar donde nació y a sus gentes, identificar a su padre, solo que no encuentra el paraíso que le describiera su madre, sino un purgatorio o un infierno donde él termina muerto, metido en una sepultura, dialogando con otro cadáver, el de Dorotea.
En el caso de Cien años de soledad, teniendo en cuenta que se trata de una novela más extensa, con un mayor desarrollo de los personajes y las situaciones, esta búsqueda de la identidad, del origen, del padre, aparece repartida entre varios personajes. La búsqueda del padre está relacionada principalmente con los diecisiete hijos que Aureliano Buendía tuvo, con mujeres distintas, en sus veinte años de correrías de guerra, teniendo en cuenta que al coronel, como a Bolívar, las mujeres le llevaban sus hijas para que tuvieran un hijo del admirado guerrero. Así, se presentan en Macondo los diecisiete hijos, venidos de distintas partes del litoral Caribe. Todos tenían por nombre Aureliano, pero el apellido de la madre. De ellos la novela nos da solo los apellidos de cinco: Aureliano Triste, Aureliano Centeno, Aureliano Amador, Aureliano Arcaya y Aureliano Serrador. Llegan, por supuesto, en busca de su padre, del hogar paterno, de su abuela Úrsula, y dos de ellos —Aureliano Triste y Aureliano Centeno—, al quedarse en Macondo, propician el desarrollo de la aldea, trayendo el ferrocarril e instalando una fábrica de hielo y de helados. Como Juan Preciado, los diecisiete hijos terminan muertos precisamente por venir a buscar al padre, todos heridos en la frente, donde les había quedado indeleble la cruz del Miércoles de Ceniza. Y los matan porque el coronel había dicho irresponsablemente que iba a armar a sus muchachos para enfrentar al gobierno y los norteamericanos, quienes toman en serio la amenaza y ordenan la persecución y ejecución de los diecisiete Aurelianos.
La segunda búsqueda, la propiamente identitaria, se liga fundamentalmente con la actividad descifradora de los Buendía, empecinados en traducir los pergaminos dejados por el gitano Melquiades. Son descifradores José Arcadio Buendía (el fundador), Aureliano Segundo, José Arcadio Segundo y principalmente Aureliano Babilonia, quien, ayudado por el sabio catalán de la librería, logra, en el capítulo final, penetrar en la identidad de los Buendía, en el mismo momento en que Macondo está siendo destruido por el huracán apocalíptico. Es entonces cuando la principal frase profética del texto melquidiano cobra todo su brutal sentido: «El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas» (469).
En cuanto a Juan Preciado, aunque por supuesto no hay pergaminos ni manuscritos, se trata de un legítimo descifrador en la medida en que, para reconocer de dónde viene y en qué lugar se encuentra, debe interpretar los signos de la decadencia y la ruina de la aldea, frente al paisaje feliz y vital del Comala evocado por su madre Dolores. Al fin y al cabo, toda búsqueda de la identidad —del origen, del padre— es un viaje de desciframiento, de traducción de las rayas del tigre borgiano. Juan Preciado debe reconocer la muerte que se le muestra con falso perfil de vida en los distintos personajes que se le van presentando, como el arriero Abundio Martínez, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y otros que él y el lector toman inicialmente como seres vivos cuando, en realidad, son almas en pena, fantasmas, sombras, ruidos, sonidos, murmullos que aparecen y desaparecen, así que el propio lector va viviendo el asombro del descubrimiento conjuntamente con Juan Preciado.
* Guillermo Tedio es profesor de literatura en la Universidad del Atlántico. Ha ganado varios concursos nacionales e internacionales de cuento. Es licenciado en Filología e Idiomas. Estudió Derecho, con tesis sobre propiedad intelectual en Colombia. Es Magíster en Literatura hispanoamericana, del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá. Sus trabajos críticos han sido publicados en revistas y periódicos de Colombia y el extranjero, e incluidos en distintas antologías. Relatos suyos han sido traducidos al francés, inglés e italiano. Ha publicado los libros de narrativa: La noche con ojos, También la oscuridad tiene su sombra, El amor brujo y Cuentos felinos (colectivo).