A mi hermano Rafael siempre le gustaron los caballos. Lo primero que hizo luego de regresar al pueblo, luego de la arremetida paramilitar, fue adquirir un caballo que montaba en tiempos de lluvia y que cuidaba mucho en verano, al punto de no montarlo. En él recorría a diario los tres kilómetros que lo separaban de su finca de sesenta hectáreas que, luego de una ausencia de siete años, poco a poco fue recuperando.
Para entonces empezaban a ponerse de moda las motocicletas (los comerciantes las entregaban sin fiador y sin el viejo requisito de la cuota inicial) y él pudo ver, con asombro, cómo sus contemporáneos vendían sus viejos rocines a intermediarios de empresas de embutidos, para adquirir aquellos ruidosos trastos.
Antes del auge de las motocicletas, se hicieron presentes las prostitutas de fines de semana que contrataban los jefes paramilitares para quitarles el aburrimiento y el afán de ciudad a sus esbirros, acantonados en una finca cercana. Venían en el único transporte posible: un camión recolector de leche, Dodge 600, cuyas sacudidas, en la carretera llena de huecos, amenazaba con zafarles los brazos a los viajeros. Así viajaban estas mujeres, en la madrugada, asidas de los listones o las varillas de la carrocería, confundidas con los cántaros de aluminio, llenándose el cuerpo de moretones.
Así viajé con mi sobrino, el hijo de Rafael, el primer día de nuestro regreso al pueblo, luego de ocho años de ausencia. Era viernes y aquel día viajaron con nosotros seis o siete de aquellas amables mujeres. Ni mi sobrino ni yo sabíamos quiénes eran ni a qué se dedicaban ni cuál era su destino. De hecho, nos sorprendimos bastante cuando vimos que el camión tomó la desviación hacia el pueblo, dejando atrás la carretera principal, y ellas no se bajaron. Apenas podíamos adivinar sus cuerpos cerreros en la oscura madrugada. Colegimos que eran muy ágiles y jóvenes, a juzgar por la resistencia de sus brazos a las fuertes sacudidas que daba el camión en los huecos dejados por el invierno pasado. Cuando aclaró, a eso de las seis, nos dimos cuenta de lo hermosas que eran. El constante ajetreo de la carrocería del camión nos aproximó buena parte del camino y llegamos, incluso, a ayudarles a sostenerse para evitar que cayeran y se golpearan contra los cántaros. Una muy alta, de grandes risotadas, se prendió de la cintura de mi sobrino, y no lo soltó durante todo el trayecto. Tuve la impresión de que, en la oscuridad, se lo disputó a una gordita de nalgas paradas, que se retiró después como si le debiera a la otra algún tipo de sumisión o respeto. Debo decir que yo, un poco más desconfiado que mi sobrino sobre el posible destino de las mujeres, evité a una morocha que se tomaba constantemente de mi pierna derecha. Era tan pequeña que, en ocasiones, cuando eran más fuertes las sacudidas de la carrocería, sentía su sexo abultado y ardiente pegado a mi rodilla.
La claridad del amanecer nos sorprendió llegando al portón de entrada de una finca donde el ayudante del camión dejó una docena de recipientes. También se quedaron allí las mujeres, a las que ayudaron a bajar dos hombres armados con pistolas, vestidos con pantalones de campaña y camisetas negras de algodón, ceñidas al cuerpo. La última en bajarse fue la de enormes risotadas (ahora nos dimos cuenta de que era rubia), que se negaba a desprenderse de la cintura de mi sobrino. «Nos vemos, hermoso», se despidió, cuando ya no le quedó más remedio que apearse, ante la mirada de desaprobación de uno de los combatientes que, incluso, tuvo la intención de subir al camión con tal de despegarla de mi sobrino.
Encontramos a mi hermano Rafael bañando su caballo, parapetado tras del tronco de una ceiba en el patio. Estábamos en medio de los saludos cuando pasó el tractor cargado con las mujeres que habían hecho el viaje con
nosotros en el camión.
—No las miren, son prostitutas —nos advirtió mi hermano Rafael.
Desde la carrocería del tractor, la rubia se volvió y, al descubrir a mi sobrino, le envió un beso, frunciendo los labios y soltando una de sus risotadas.
—¿Y esa vaina? —preguntó mi hermano.
Nosotros no dijimos nada.
—Ojo con lo que hacen —nos advirtió de nuevo, mirando con desaprobación la sonrisa maliciosa que se dibujó en el rostro de su hijo—. Esa es la mujer del Comandante.
Por el tono reservado y casi de molestia que descubrí en sus palabras, entendí que no se la llevaba muy bien con el tal Comandante; un tipejo rechoncho, arrogante y malicioso, que tuve la oportunidad de ver unos días después, trepado en los guardafangos del tractor que ahora llevaba a las prostitutas. El Comandante, amo y señor de la región, no desaprovechaba la oportunidad para amenazar a la poca gente que había regresado al pueblo, luego del largo asedio paramilitar. Según me contó después Rafael, el tipo no había dejado de importunarle desde su llegada al pueblo, al punto de que sospechaba que estaba buscando una excusa para asesinarle. Por eso bañaba y acicalaba su caballo a escondidas, detrás de la ceiba, para evitar que aquel hombre supiera de su existencia y cayera en la tentación de mandárselo a pedir prestado. Cosa bastante común por entonces, pues siempre que los muy infames se inventaban un patrullaje, monte adentro, se apoderaban de los caballos de los pocos finqueros que habían retornado al pueblo. Rafael sabía que de descubrir el brío y el garbo de su caballo, el Comandante no tardaría en mandárselo a prestar, y él no podría negarle el favor, que en realidad era una imposición, a menos que quisiera convertirse en su abierto contradictor y poner en riesgo su vida.
Al día siguiente de nuestra llegada, volvimos a ver a la mujer, acompañada de la morocha, que ahora se veía, a las claras, que era una enana —aunque no tuviera las protuberancias ni las deformidades físicas que caracterizan a los enanos—, y que parecía haber empequeñecido más con el paso de las últimas horas. Paseaban por las calles del pueblo, montadas en una yegua zaina, apretadas en la silla, como un curioso animal bicéfalo, de cuatro brazos y cuatro piernas. Cualquiera diría que la yegua iba montada por una araña. Sorprendieron a mi sobrino arreglando la cerca del patio, en el tramo que daba a la calle. Le pidieron que les regalara algo de tomar y aprovecharon que las puertas de la casa permanecían abiertas (orden del Comandante) para introducirse con yegua y todo hasta el patio. Cuando Rafael y yo, que habíamos pasado toda la mañana en el salón de billar, regresamos a almorzar, encontramos a las dos mujeres conversando amigablemente con mi sobrino, admirando la belleza de su caballo. La rubia lucía muy cómoda, sentada en las piernas del chico. La morocha se veía un tanto impaciente. «En la finca deben estar esperándonos. Van a pensar que nos escapamos o que nos tumbó la yegua y nos dejó por ahí botadas», decía.
—Hágale caso a su amiga —le dijo mi hermano, a la otra, tomando el caballo por las riendas para llevarlo al traspatio, que era una especie de huerta con una extensión cercana a las dos hectáreas.
—¿Nos está echando? —respondió la mujer, en tono retador, escondiendo su cara tras el cuello de mi sobrino, oliéndolo, como se huele el fragor de una brisa de verano.
—Ni más faltaba —le dijo mi hermano—. Solo quiero evitar un problema.
—¿Sabe una cosa?, señor —dijo la mujer, levantándose—. Usted tiene las dos mejores cosas que he visto en este lugar: su caballo y su hijo.
—Favor que me hace —le dijo mi hermano, de manera muy formal—, pero, para bien o para mal, ya usted ha elegido su lugar.
—Yo soy de quien quiero ser —atacó la mujer y se dirigió a la yegua, cansada y enflaquecida, amarrada a la cerca del patio, bajo la sombra de un laurel.
Como la enana tenía dificultad para alcanzar el estribo, mi sobrino la levantó en vilo, tomándola por las axilas, con su brazo derecho, igual que se toma a un bebé que ha hecho una fechoría, y la depositó sobre la montura. La rubia aprovechó para inclinarse y depositar un beso en sus labios.
—Creo que cometí un error al traer al sobrino —le dije a mi hermano, culpándome por los inconvenientes que aquel incidente pudiera acarrearle.
—El error es coincidir en un mundo tan ancho, y en un tiempo tan largo, con gente tan ruin y miserable —dijo mi hermano, que esa noche no durmió bien pensando cómo solucionar el impase.
Entrada la madrugada, decidió que su hijo debía marcharse. A regañadientes, el muchacho, que no estaba de acuerdo con la decisión tomada por mi hermano, consciente de las trágicas consecuencias que su partida pudiera causarle, terminó aceptando la decisión de su padre.
A eso de las nueve, regresó la rubia con la enana. Le pedí a mi hermano que me dejara atenderlas. Sabía que él no estaba de ánimos.
La rubia me preguntó por mi sobrino. Le dije que había tenido que regresar a la ciudad en busca de unos encargos. «Ya me lo esperaba», dijo la mujer, y sin esperar una explicación, se alejó, sin dejar de dirigir la mirada hacia el patio, detrás de la ceiba, donde mi hermano cortaba la crin de su hermoso caballo.
Al mediodía vinieron dos hombres armados de fusiles. Casi en buenos términos, le dijeron que el comandante le mandaba a solicitar prestado su caballo. «Es verano, y en verano ni siquiera yo monto mi caballo», les dijo mi hermano. Uno de los hombres, el que tenía la cabeza rapada y una cola de indio al estilo mohicano, parecía conocer de vistas a mi hermano. Le dijo, muy respetuosamente: «No se haga malas pulgas, señor Rafa, es para complacer a la hembra del Comandante. Pasó por aquí, vio su caballo y le ha dicho que quiere montarlo. Apenas lo desocupe, yo mismo se lo traigo».
Una semana después, la mujer no daba muestras de querer bajarse del caballo. Iba y venía de la finca, durante el día o durante la noche, solo con la intención de que entendiéramos que se proponía destrozarlo. Ya no la acompañó más la morocha, que pareció haberse esfumado. Ahora llevaba, casi siempre, acompañándola, a un combatiente sobre la grupa. Unas veces era un negro monumental con los dientes desportillados, otras, el rapado con cola de indio mohicano, que parecía haber olvidado la promesa que le hiciera a mi hermano.
Al comienzo de la siguiente semana, el caballo estaba irreconocible. Tenía los ijares hundidos, la crin enmarañada, los cascos hendidos y los lacrimales legañosos. En dos ocasiones lo vimos caer muerto de cansancio en el polvo de la calle, en medio de la algarabía de la mujer que lo aupaba con el fuete a levantarse. En la tercera ocasión que cayó, sin fuerzas, acosado por el cansancio y por el hambre, dispuesto a no volver a levantarse, mi hermano no soportó más ver el sufrimiento de su caballo.
—Hoy es el día que me van a matar —me dijo cuando salía de la casa a enfrentar a la mujer y al negro sin dientes que intentaba levantarle la cabeza al rocín, halándolo de las riendas, despatarrado en mitad de la calle.
Me duele decirlo, pero no pude detener a mi hermano.