Caballeroso, siempre sonriente y atento escucha: ese era Naná Vasconcelos, considerado como el mejor percusionista del mundo, ganador de 8 Premios Grammy y con una carrera de casi 60 años, falleció recientemente a los 71 años de edad después de luchar con un cáncer. Después de haber tocado con los grandes Oliver Nelson, Miles Davis, Chaka Khan, Paul Simon, Talking Heads, Pat Metheny, Jan Garbarek, Don Cherry, B.B. King o Collin Walcott, aseguraba que la mejor experiencia musical la vivió el año pasado (2015), en una visita a Bahía, cuando una anciana de 103 años le cantó en dialecto africano.
Juvenal de Holanda e Vasconcelos nació en el estado de Pernambuco, en el nordeste de Brasil. Su padre era guitarrista, y Naná comenzó tocando bongós y maracas en su grupo a los 12 años. De joven descubrió “La voz de América”, programa radial de jazz nocturno, a partir de ahí aprendió él solo a tocar la batería y toda la percusión afrobrasilera.
Con la filosofía aprendida de Jimmy Hendrix «Todo es posible» y su conocimiento del jazz, se volvió adicto a los discos en acetato. Su mamá le dijo en una ocasión «va a tener que comer discos si sigue gastando toda su plata en música». Siempre fue flaco.
De Recife para el mundo, él y Airto Moreira redefinieron el término “percusionista”.
En 1960 se mudó a Río de Janeiro. En un viaje a Portugal, Angola y Francia conoció a Milton Nascimento, que apenas comenzaba con su carrera. Con él tocó tambores, ollas, campanas, patas de llama y el instrumento de una sola cuerda que se convirtió en su sello: el birimbao. Sacó el sonido del birimbao (que tiene origen humilde y fue creado de las tiras de metal que la gente sacaba de las llantas) de su uso tradicional en capoeira, lo llevó a otros espacios y se convirtió en uno de sus grandes ejecutantes.
Él siempre se refirió al instrumento como su ‘Steinway’, y era irrisorio cuando llegaba a los despachos de aeropuerto diciendo que quería subir al avión con su ‘Steinway’, y cuando viajaba siempre lo llevaba al hombro.
«Hoy por hoy yo escucho todo lo que sale del resto de los instrumentos a partir del birimbao. Técnicamente tiene todo, yo le encontré una forma propia, una manera, porque siempre pensé en hacer con él lo que Jimmy Hendrix hizo con la guitarra. Hendrix demostró que los instrumentos no tienen fin. Tú puedes conseguir un sonido orgánico para cada uno, por eso también trabajo con el cuerpo. Además, para cada instrumento tienes una combinación sonora que pasa por la voz. Tienes que conseguir un equilibrio, un balance natural».
Hizo actuar el birimbao incluso como solista junto a una orquesta sinfónica, y siempre aplicando su concepción orquestal de la percusión, con la que ha enriquecido las posibilidades armónicas y tímbricas de lo percusivo. Más tarde, con Gilberto Gil y el saxofonista argentino Gato Barbieri, quien lo llevó en un tour a Argentina y fueron invitados a USA con una sesión de jazz junto a los pesos pesados: el bajista Ron Carter y el baterista Lennie White.
APRENDIENDO DE OTROS
Además de tocar con los grandes del jazz en Nueva York, trabajó con música en una clínica psiquiátrica para niños: «Aprendí mucho más de ellos que ellos de mí. Tuve que desarrollar el trabajo con el cuerpo porque tenían dificultades de coordinación motora y debía pensar cómo ayudarles». Naná siempre creyó en la música como una vía para transformar y mejorar la vida de las personas.
En el 76 se muda a París, conoce al guitarrista y pianista Egberto Gismonti, que estudiaba allá, con el que grabó el disco Danza de las cabezas, que lo catapultó para muchos proyectos, incluyendo a Pat Metheny Group, y su inclusión le dio una dirección al sonido del grupo hacia la música brasilera.
Pat, al enterarse de su muerte, dijo que «además de ser uno de los mejores percusionistas en esta música, Naná era extraordinario y una persona maravillosa. Donde quiera que fuera (siempre con el birimbao colgado al hombro) hacía amigos y traía una alegría contagiosa a todos los que estaban a su alrededor. Su risa y su habilidad de traer felicidad a una situación se derramaba en el escenario. A medida que mi música fue tomando una onda ecléctica, él la balanceaba con su sonido natural y orgánico en una forma perfecta, incluyendo la forma como él usaba su voz. Ya nos hace falta Naná».
En Brasil, fue considerado como uno de los embajadores del ‘maracatú’, una música creada por los esclavos traídos de África y típica de los carnavales de Recife, donde solía derrochar su alegría. Contador de historias sonoras, podía grabar un disco para birimbao y orquesta sinfónica (Saudades) de la misma manera en que podía combinar percusión acústica y electrónica (Bush Dance o Rain Dance), o destacar su trabajo con voces y percusión del cuerpo usando los sonidos que podía hacer palmeando y golpeando su propio cuerpo (Zumbi) e incluso fusionarse con grupos de Break-dancers del sur del Bronx añadiendo un sonido orgánico y polirrítmico a las máquinas.
Su nombre aparece en bandas sonoras de películas como Buscando desesperadamente a Susan, de Susan Seidelman; Down by Law, de Jim Jarmusch; o Amazonas, de Mika Kaurismäki.
Era como ningún otro percusionista en el mundo. Básicamente, tomaba cualquier instrumento percutivo, hasta objetos, y creaba unos paisajes- sonidos extraordinarios que tocaban y conmovían a quien escuchase. Fue capaz de pintar con sonidos, sabía llenar de colores las músicas.
Este percusionista brasileño infinitamente inventivo que cambió la dirección y el sonido del jazz brasilero en la era después del bossa nova de los 70, prefería ser reconocido como un artista que sabía escuchar no solo la música sino el silencio, elemento que supo incorporar a su concepción orquestal de la percusión.
Cuenta Vinicius Cantuária, que estuvo de gira con él, que durante un concierto de ambos en Bélgica se produjo un corte de electricidad y Naná dijo al público que iba a hacer el sonido de la lluvia cayendo sobre los árboles: fue atribuyendo a grupos de espectadores distintos sonidos y empezó a dirigirlos de tal forma que Cantuária casi se puso a correr para no mojarse. Según David Byrne, «Naná podía continuar haciendo su show aunque no hubieran llegado los instrumentos… y, aún así, seguía siendo grande».
«Yo no hago música como percusión, busco contar historias a través de la música», dijo, y así lo hizo. Dejó más de 30 discos, una producción monumental, repleta de historias, de verdaderos universos musicales.
Siempre interesado por el tema del cuerpo, desarrolló una técnica de percusión corporal que practicaba no solo en sus grabaciones y conciertos sino en sus talleres destinados a transmitir nociones rítmicas corporales a todo tipo de personas, no solo músicos o bailarines. Naná decía que «el primer instrumento que tenemos es la voz, y el mejor instrumento, el cuerpo». Ha sido catalogado como un médium, un objeto vivo y orgánico, donde resonaba la música: no era músico, era la música.
Junto a Gilberto Gil, fue director artístico de las primeras ediciones de Percpan (Panorama Percusivo Mundial), festival ideado en Bahía por la antropóloga Beth Cayres, donde podía encontrarse con los pigmeos de la República Centro Africana, grupo nómada con quienes daría un notable espectáculo, o comitivas de andaluces, árabes, africanos y percusionistas brasileros de todas las regiones.
También dirigió en la ciudad colonial de Olinda el proyecto ABC das Artes ‘Flor do Mangue’ con niños de la calle, como una forma de incentivar la educación y la cultura. Lo financiaba con dinero ganado en sus conciertos por Europa.
Hace menos de un mes había participado una vez más –fueron trece en total– en la espectacular apertura del Carnaval de Recife, dirigiendo el tradicional ‘maracatu pernambucano’, al frente de 400 percusionistas. Decía que su manera de pensar música iba a continuar viva después de él.
En años recientes montó un proyecto, ‘La casa de Naná’, trabajando con jóvenes sin casa en Brasil, para mostrarles que la vida está llena de posibilidades y nadie sabía eso más que él.
*Fundación Cultural Nueva Música