«Fanon es el arma y Boclé la bala
Fanon y Boclé un Martinique»
Quien iba a pensar que una banana hablara tanto de la dimensión conflictiva de un territorio. Jean François Boclé, no solo lo ha pensado, también lo ha hecho posible cuando inició su trabajo con las bananas en el año 2007. Desde entonces ha forjado una fuerza de pensamiento decolonial y canibalizadora. Una década de su trabajo con el banano nos habla de la dimensión histórica y conflictiva de la colonialidad en el Caribe. Boclé asume la ideología y el espacio colonial, lo deconstruye, lo canibaliza y nos plantea una heterotopía con un nuevo lugar en el que es posible pensarnos política, económica, sexual y culturalmente.
Boclé nació en la isla de Martinica en 1971 y vive en París desde los 17 años, lo conocí personalmente en el marco del Salón Inter (Nacional) de Artistas de Colombia (2013) en Medellín, ya tenía referencias de su trabajo cuando participó del Primer Encuentro Bienal Internacional de Arte de Aruba (2012). Cuando lo invitamos a Residencia Caníbal en el marco del Año Cruzado Colombia-Francia 2017, no quería pensar su trabajo a través de una clásica exposición de salón, quería verlo en acción prolongando la dimensión territorial de su cuerpo decolonial. Así fue como durante dos meses (junio y julio) logramos imaginar conjuntamente una serie de conversaciones, exploraciones y acciones en el contexto del Caribe colombiano.
Si bien no dejaban de llamar mi atención un grupo de piezas instalativas de gran contenido social y político como lo son: Todo debe desaparecer (2001), Barco (2004), Comamos racial (2005), El pequeño museo de los horrores coloniales (2007) y Si tu museo está muerto, prueba el mío (2011); finalmente, lo que me atrajo, fue la forma en la que operaba la performance Political Jam (Mermelada política), la cual había sido presentada anteriormente en la Bienal de Dakar en Senegal (2016), y que funcionaba para el Caribe colombiano como una especie de realismo que corporeizaba la memoria de la violencia de las bananeras, ocurrida en el municipio de Ciénaga a finales de los años veintes; donde paradójicamente un fruto tan frágil y exótico como el banano encarna una trágica historia de sometimiento, explotación, genocidio y toxicidad del medio social y natural.
Boclé ha sido atravesado por las plantaciones; La banana le ha proporcionado una dimensión de pensamiento contemporáneo que constantemente reivindica la memoria colonial. Desde su llegada a Barranquilla, durante algo más de una semana, sostuvimos varias conversaciones que ayudaron a labrar un camino real por el que nos interesaba transitar. El imaginario de García Márquez, Fanon, Glissant, De Andrade y Benítez-Rojo aparecieron recurrentemente como piso de este cruce de pensamientos que, entre relatos populares, contrastes sociales y vibraciones musicales, nos indicaban que estábamos habitando un lugar común conectado por el ritmo del mar y cruzado inevitablemente por la historia del sistema atroz de las plantaciones –caña de azúcar, tabaco, algodón, banano, entre otros–.
Las conversaciones casi siempre estaban precedidas por algo para comer. En medio de la preparación de un ‹pulpo de Martinica›, nos preguntábamos agitadamente por la posibilidad de otro lugar para «ser nosotros», más allá de la plantación y las manifestaciones intelectuales de resistencia que, en el presente, habían generado cierto grado de estabilidad identitaria. No parábamos de pensar en nuestro sistema digestivo, sus metabolismos y su estrecha relación con el sistema cultural del Caribe. Era entonces la relación entre la boca y la comida ahora un espacio para pensar el Caribe, también era una forma de digerir todos esos alimentos blandos por los que habíamos sido sometidos. Podíamos ver el espacio Caribe como un gran sistema digestivo que todo lo podía ingerir y transformar. Realmente no estábamos aludiendo a una metáfora. Hablábamos literalmente del poder de comer como un acto que enlazaba vorazmente lo cultural, lo político, lo económico, lo espiritual y lo territorial. Es algo que define la vida misma del Caribeño.
«Si mi América ha sobrevivido, en parte, al primer paso de un Colón Cristóbal y a los muelles de puertos (in)humanos, y si América ha sobrevivido a ella misma en los siglos siguientes, es porque el hombre ha inventado allí un ‹dejarse atravesar› por la violencia, la toxicidad, condición de la constitución de un ‹Nosotros› americano»:
Cuando realizamos algunos viajes exploratorios en Barranquilla, Cartagena y la Zona Bananera, nos conmovió la aparente tranquilidad que se podía sentir en estos lugares, y la manera en la que las personas usaban ocurrentemente algunos dichos populares, por ejemplo: «No hay mal que demore cien años, ni cuerpo que lo resista», parecía que todo el mundo parafrasease a García Márquez, pero realmente se estaban refiriendo al sentido en el que el tiempo naturalmente debería resolver los problemas cotidianos. A partir de ello, hacíamos relaciones temporales y espaciales que nos permitían entender el sistema de plantaciones como una tecnología histórica que conjugaba perfectamente como sinónimos las acciones plantar/implantar y que se erigía ahora como una máquina del tiempo, el deseo y la seducción; donde la colonización no solo había durado más de cinco siglos, sino que aun nuestros cuerpos seguían resistiéndola.
Ahora nuestros cuerpos habían entrado en un estado azaroso de contemplación, donde corrían mucho y comían poco, éramos espectadores de una sustitución de alimentos blandos por productos sólidos, lo cual, sentíamos que había generado un nuevo orden en las relaciones sociales y humanas de cara al capitalismo, la globalización y la colonialidad. Era así como seguíamos haciendo parte de un sistema de explotación donde pasábamos de la caña de azúcar, el tabaco, el algodón y el banano, a la extracción minera. Es decir, de alimentos que por alguna especie de suerte, volvían al cuerpo susceptibles de ser transformados; a una serie de productos rígidos y volátiles que ahora controlaban el comportamiento y desplazamiento del cuerpo. En ese sentido, se hacía importante re-pensar la forma en la que la resistencia estaba obrando: Lo valiosa que ha sido en la construcción de la identidad cultural y lo vulnerable que es en la apropiación de la memoria. Quizás sea oportuno entender la resistencia como una energía antropofágica que activa nuestra memoria histórica.
Esa energía canibalizadora la pudimos apreciar cuando Boclé llevó a cabo su acción Political Jam, el pasado 8 de julio en el patio de la Alianza Francesa de Barranquilla. Por casi media hora, en una mesa y un anafe con carbón, estuvo preparando para el público una mermelada de banano con algunos productos derivados de las plantaciones. La mermelada fue preparada con 10 kilos de azúcar, vainilla, canela, limón, ron y más de 50 bananas que habían sido rotuladas en su piel anteriormente por el artista con frases populares que apropiaba de la historia, la música y las conversaciones con las personas en la calle. En un acto de despojo tomaba la banana con sus dos manos, pronunciaba frente al público las frases en distintos idiomas de las Américas (Español, Inglés, Francés y Creole) y tonos de voz, les quitaba la piel, las arrojaba a los pies del público con variada intensidad y procedía a picarlas en una tabla sólida para luego verterlas en un caldero que hervía a fuego lento.
Al mejor estilo de los rituales del vudú y la santería, Boclé había sido poseído por la fuerza de la lengua y la palabra, estaba deconstruyendo la oralidad, generando un escenario para declamar su ‹poética decolonial y caníbal›. En ese momento, era un cuerpo con el poder de amplificar y reciclar la memoria colonial. Dentro del público se percibía cierta atmósfera de densidad y rigidez, las frases que no podían entender la podían sentir. Los golpes secos del cuchillo con el que picaba las bananas marcaba la entrada y salida de una situación a otra. Aunque era un acto repetitivo, cada uno activaba sensaciones distintas que conllevaban al público a describirlo como un concierto de calipso y reggae, un exorcismo colectivo o un corte fulminante a la historia. Al final de la acción el público se acercó a la mesa a degustar la mermelada, por un tiempo estuvieron comiendo y murmurando muy escépticos de los que estaban ingiriendo. De alguna manera, no dejaban de relacionar ese alimento con toda la carga simbólica que Boclé le había incorporado minutos antes.
La mermelada que no había sido consumida en totalidad por el público el día de la performance, la mantuvimos debidamente envasada y conservada por varios días, porque teníamos pensado un acto seguido, el cual se desarrolló en el barrio La Paz, al suroccidente de la ciudad de Barranquilla, precisamente, al lado de la Biblioteca comunitaria Biblopaz. En el lugar se reprodujo la misma escenografía del performance en el espacio público. En este caso, se ofreció al publico transeúnte una degustación, acompañada de un llamativo cartel que decía: ‹Mermelada de Martinika gratis›. Esta acción fue bastante fuerte, ya que por mucho que se le insistía a la gente para que se acercara, éstas se resistían a creer que era algo que le estaban ofreciendo gratuitamente. Pensábamos que la vulnerabilidad de la boca generaba mucha desconfianza, y esta desconfianza generaba actos de resistencia. Por ejemplo, no podíamos dejar de hablar del joven que traía en su boca una cuchilla Gillette, nos miraba fijamente y la movía de un lado a otro con la lengua, sacándola una y otra vez y cortando un cúmulo de bolsas plásticas que estaban alrededor. Era algo realmente lacónico, una confrontación territorial en la que él sentía la necesidad de imponer su lenguaje. Un gesto tan sutil había removido la memoria y naturaleza de la violencia en ese lugar.
Aunque para muchos artistas y pensadores caribeños la resistencia es un espacio importante a la hora de interpretar y definir el Caribe, para Boclé la resistencia circunstancialmente dejaba de ser una opción, ya que su cuerpo opera como una especie de parangolé oiticicano, donde él con su cuerpo caníbal atraviesa las situaciones convirtiéndose en violencia, incluso, para la misma violencia. Detrás de cada uno de sus propuestas coexiste una acción performativa que transita entre la vida y la muerte, donde puedes verlo morir y nacer en un abrir y cerrar de ojos. Es en sí la misma presencia de la fragilidad que comparten el cuerpo y la violencia.
La castración colonial es un termino bien importante para entender de la sexualidad a la que se refiere Boclé: una sexualidad que traspasa las fronteras de lo político para hablar del deseo y la espiritualidad como lenguajes de la emancipación. Esto lo podemos ver en sus dibujos de ‹bananas descompuestas› con las que desestructura el imaginario hegemónico del falo bajo una fuerza similar a la acción de corte que ejerce un jornalero con su machete en una plantación de bananas. Es la constante multiplicidad y repetición orgánica que adquiere su trabajo en el tiempo.
A Boclé no se le puede encasillar dentro de un lenguaje especifico, por eso, es muy difícil mirarlo desde el performance, el video, la instalación o sus dibujos, me gusta verlo desde la forma en la que materializa su pensamiento devorador, creo que sus obras–situaciones hablan de un artista que ha asumido la colonialidad/decolonialidad en el sentido de su vida–. Me contagia mucho la entrega y precisión con la que se aproxima al desarrollo de sus trabajos: es una verdadera arena movediza, donde no se puede percibir claramente su presencia y rol. Por un momento, puedes sentir que es un artista que produce una obra, en otra circunstancia, puedes asimilarlo como una obra en sí mismo y, en otra, muy especial, donde no le interesa producir ni ser la obra, sino convertirse en un espacio que se abre para que pasen cosas. Se despliega claramente como un lugar ambiguamente frágil que metaboliza y transforma las experiencias físicas y simbólicas de la vida.
* Curador de Plataforma Caníbal .