Es necesario comenzar estas líneas con dos recuerdos propios. En uno me veo corriendo a toda velocidad con el balón en los pies. Al fondo me espera el arquero. He dejado a los demás detrás pero, por alguna razón, la pelota no acaba de engarzarse en mis pies y mis pies no terminan de acoplarse al suelo. Quizá estoy pensando demasiado y nunca he sabido hacer dos cosas a la vez. Como otro arquero, mi mente se ha interpuesto entre la pelota y yo (la mente siempre es un puente o una barrera). El caso es que me caigo, sin que nadie me roce. Mi reacción es desamarrarme los cordones y amarrarlos de nuevo cuando se acercan mis compañeros. He recurrido a una ficción para encubrir mi falla.
Segundo recuerdo. Junio de 1986. Mi padre y yo volvemos a casa en un taxi. Acabamos de ver en un bar el partido Argentina-Inglaterra. Volvemos contentos, satisfechos. El taxista comienza a despotricar sobre Maradona. Dice que es un tramposo, que así no se vale ganar un partido. Mi papá, sin anteponer sus credenciales como exfutbolista y comentarista profesional de fútbol, defiende serenamente a Maradona: «La mano hace parte del juego. El ojo y la mente también. Hay que ser muy ingenuo para pensar que el fútbol es solo cuestión de pies». He tratado de entender qué quiso decir mi padre. Seguramente me lo explicó al bajar del taxi, pero lo he olvidado.
Hoy, 30 años después, trato de explicármelo a través de la literatura y la filosofía, que son los campos donde entreno a diario. En su cuento “La muerte y la brújula”, Borges expresa aquella idea de que la realidad puede prescindir de la obligación de ser interesante, pero las hipótesis no. Cualquier escritor sabe además que la realidad tampoco tiene la obligación de ser verosímil y en cambio la literatura sí, porque esta no aguanta más simulacro que ella misma. El fútbol se rige por reglas parecidas, porque tampoco es la vida «pero es un gran simulador», como dijo Jorge Valdano, el filósofo del fútbol, precisamente el mayor cómplice de Maradona en aquel Mundial del 86: su primer lector.
El fútbol no calca la realidad, la regatea. Al igual que la literatura y la filosofía, aspira a contener las ficciones más verosímiles y las hipótesis más interesantes. Maradona no trató de negar la mano después del partido, incluso la agrandó a una ficción mayor como única forma de justificarla o de incrustarla en la historia:«Lo marqué un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios», dijo con convicción. El hecho de que en el fútbol no se pueda jugar con las manos no quiere decir que no puedan usarse. En la literatura sucede algo similar: el hecho de que un cuento o una novela no puedan valerse de recursos visuales no significa que no se puedan crear imágenes a partir de las palabras.
En el fútbol los pies suplantan a las manos y no al contrario. Todo el cuerpo aspira a ser una extremidad prensil. Messi ha convertido sus pies en unos tentáculos que amarran la pelota y a ningún árbitro se le ha ocurrido sonar el silbato por ello. En lugar de anular la mano, el jugador convierte su cuerpo en una extensión de ella. En el caso de Maradona, la mano ni siquiera reemplazó el pie sino la cabeza. Y ya sabemos que toda ficción debe pasar por ella.
Como el escritor no puede apoyarse en imágenes explícitas y unánimes, crea un mundo de siluetas en el interior del lector y pone a andar el fantasma sin cara de don Quijote por los caminos del mundo. Todo el planeta reconoce al Caballero de la Triste Figura no porque conozca al verdadero don Quijote, sino porque cada quien proyecta en la realidad la imagen personal que tiene de él, una figura maciza que nadie puede rectificar ni cambiar por un espejismo definitivo. En un mundo donde no existen molinos reales, todo gigante puede ser un molino. En un mundo sin molinos, el escritor es el viento y el lector las aspas. En fútbol Johan Cruyff sería Cervantes: creó un género nuevo y desarrolló él mismo todas sus posibilidades.
El fútbol vive una condición paralela a la literatura con las imágenes: como las manos son la herramienta más inmediata para apresar el balón, están prohibidas en el juego. Y están prohibidas («juego de manos, juego de villanos», decía sabiamente mi abuela) no tanto para invocar los pies sino para exhortar el alma y alimentar el juego con la imaginación. Cuando alguien como Maradona convierte todo su cuerpo en una garra, entonces ya nadie puede decir que una parte de su cuerpo es más mano que otra.
El poeta Antonio Deltoro afirma que el fútbol representa «la venganza del pie sobre la mano». Yo prefiero pensar que el fútbol es la venganza del presente sobre el pasado, porque alguien que mete un golazo siempre será un poco más feliz el resto de su vida, aunque solo lo haya sido en esos momentos puntuales. La venganza del entrenador y del escritor es, en cambio, la del pasado sobre el presente, porque todos los goles que ellos erraron sirvieron de ensayos para meterlos por fin a través de los personajes de una novela o los jugadores de un equipo.
Un gran jugador sabe que debe dominar el balón para controlar el mundo. El entrenador asume el método contrario: domina el entorno para controlar el balón. Un escritor es un jugador imperfecto que ha terminado volviéndose entrenador y jugando mejor sin el balón: de tanto pensar en lo que pudo haber hecho y en las circunstancias que lo afectaron, termina siendo un experto en probabilidades y efectos atrasados, un maestro del ‘hubiera’ y por lo tanto de lo que ‘podrá ser’.
Un delantero juega a fuego rápido: está lleno de futuro inmediato, de promesas instantáneas. Es una probabilidad inflamable, un signo abierto que solo se clausura con el gol. Los goles son la forma de fijar su mutabilidad y su naturaleza potencial, son la manera de articular su pensamiento; los goles son las pausas de su imaginación, el punto seguido de su prosa. Las personas que no nacimos para meter goles cargamos en cambio con el peso del pasado. El jugador se libera de él: sabe leer y escribir el partido al mismo tiempo; si lo hiciera de forma sucesiva, le restaría fluidez o naturalidad y no lograría encajar sus movimientos con los del equipo. Mientras los textos se juegan en pasado y por eso son editables, los partidos solo pueden jugarse en un presente irrevocable.
Mi papá siempre me aconsejaba cabecear hacia abajo, como única forma de asegurar el gol. La mente debe estar atada al suelo, me decía. La cabeza no puede flotar mientras la bola rueda. La cabeza es el mismo balón: debe elevarse por momentos pero nunca olvidar que solo puede rodar en el suelo. Una vez me topé en un parqueadero subterráneo de Barcelona con Pep Guardiola, que en ese entonces era jugador. Caminaba hacia su vehículo. Siempre que leo o escucho su nombre recuerdo su cabeza pensativa en la penumbra del parqueadero. Si un jugador tiene que apuntar su frente al suelo, un futuro entrenador aprende a vivir anticipándose días e incluso años a los partidos, como una forma de nivelar el suelo con su cabeza. Por algo Valdano afirmaba que Guardiola era el único entrenador con el balón en los pies.
Una vez de niño Messi se quedó encerrado en un cuarto justo antes de la final de un torneo. El trofeo era una bicicleta. Messi rompió la ventana y ganó. Un futuro entrenador o un futuro escritor se hubiera quedado encerrado rumiando de impotencia e imaginando lo que pudo haber hecho en el campo para ganarse la bicicleta y, una vez afuera, sigue encerrado toda la vida en ese cuarto mirando el partido por la ventana. Messi, por su lado, nunca se ha bajado de la bicicleta. Entendió que el fútbol es la consumación del movimiento. Lo comprendió tanto que ya no solo vive en constante movimiento sino que muta en un mismo partido: de ser un 10 pasa a ser un 9 y viceversa. Ya en sus tiempos de futbolista llamaban a Valdano ‘filósofo’ no propiamente para elogiarlo y en la última época como jugador en el Barcelona los detractores de Guardiola lo llamaban ‘poeta’ despectivamente.
Como el fútbol no es la vida sino una ficción que tiene la obligación de ser verosímil y sobre todo interesante, el valor principal del fútbol y de la literatura no es la verdad sino la belleza. Sale la realidad y entra la belleza. En la literatura y en el fútbol, e incluso en la filosofía, la efectividad expresiva de un planteamiento es directamente proporcional a su belleza. Un texto no se consuma si no es bello; un gol tampoco, porque todo gol es el final de una secuencia, el punto intensivo que la vuelve continua y la conecta con el comienzo de otra. El gol es una verdad estética, la luz del circuito: no cambia el mundo, pero alumbra algo en el interior de las personas. El gol existe solo en la cancha, pero pervive para siempre en la memoria.
Recuerdo una vez en el Rodadero que mi papá me presentó a un futbolista argentino retirado. Papá me hizo un recuento rápido de su carrera haciendo énfasis en sus hazañas, luego me presentó a un señor calvo, gordo, con un delantal sucio de comida. Era el dueño de un pequeño restaurante. Por supuesto, yo no podía compaginar la imagen de aquel héroe del balón que me había anunciado mi padre con aquel pobre mortal que daba de comer a la gente y hacía la siesta en una hamaca. Hasta que lo vi jugar con una bola de playa esa misma tarde. La bola le seguía siendo fiel... Eso es el fútbol: un sentimiento que perdura, una emoción pegada al cuerpo y un cuerpo que no solo se vuelve la extensión de las manos sino también del corazón. Eso es también la literatura: un señor calvo y gordo que patea 62 veces una pelota sin dejar que toque el suelo. Yo las conté. A veces el fútbol también es elevar la vista y no devolverla al suelo.
Ronaldo es geómetra euclidiano o newtoniano. Para Messi la geometría es elástica y relativa. Se mueve en una curva o en una tangente continua.
Messi y la distorsión del espacio
¿En qué se parece el fútbol a la física cuántica?
Si Cristiano Ronaldo es el Aquiles del fútbol, Messi es la tortuga de la aporía. Si hay jugadores capaces de devorarse el campo en unas cuantas zancadas, Leo se encarga de desgranarlo hasta volverlo una esfera, un vector de múltiples direcciones, un territorio imaginario donde cada punto está conectado al resto.
Si Ronaldo es un geómetra euclidiano o newtoniano, Messi es uno gaussiano y einsteniano. Para un futbolista de este mundo la geometría es fija y absoluta, un pastel con los pedazos contados y medidos. Para Messi, la geometría es elástica y relativa, un campo multidimensional que él manipula con cada jugada y que distorsiona con los puntos de apoyo de sus pies y los surcos que estos trazan. Por medio de la gravedad que inventan sus pasos, Messi crea huecos, intersticios, recovecos, desniveles, desvíos que no existían un momento antes.
Los otros jugadores corren en secuencias que sacan provecho de la línea recta y el camino más corto. Messi, en cambio, se mueve en una curva o en una tangente continua, en la cresta de una ola, en el incremento continuo de la aceleración. Leo potencia su energía con las fuerzas internas que descubre bajo el relieve de sus propios movimientos. Aprovecha las asíntotas, la derivada de cada función psicomotriz, los ángulos de sus piernas, los límites oblicuos de la velocidad. Su forma de jugar es una intuición del absoluto; la de otros futbolistas, una burda aproximación racional. Messi se mueve sobre el eje donde se funden el tiempo y el espacio; los demás jugadores lo hacen en un plano
cartesiano con esas variables potenciadas pero diferenciadas.
Jugadores como Zlatan Ibrahimović, Luis Suárez o Didier Drogba son cargas positivas imponiéndose por superioridad energética. Messi, en cambio, capitaliza el arco eléctrico que se forma entre dos cargas inversas, crea fusiones con las fuerzas que se oponen a su avance; es un campo de fuerzas electromagnético que va compensando y absorbiendo las cargas a su paso.
Se ha dicho que Maradona tenía el balón atado al pie. El escritor uruguayo Eduardo Galeano afirma que Messi lo tiene dentro de este. Y eso es posible porque ha establecido una síntesis completa con el balón, y ha convertido sus piernas en una extensión indivisible de su mente: Messi juega lo que instantáneamente imagina. Un jugador como Zidane es un bailador de salón que se despliega con facilidad en un área amplia. Messi es un bailarín de estadero que se desempeña extraordinariamente en una sola baldosa: esa baldosa resume toda la cancha.
Leo es dialéctica en acción, esencia dinámica, no solo porque sincroniza en una misma acción la mente, las piernas y el balón. No solo porque es capaz de trasladar la cancha a su imaginación, y volver a los otros jugadores una proyección de su inconsciente. No solo porque convierte a los volantes que lo marcan en aliados involuntarios de sus movimientos. No solo porque simplifica el balón hasta volverlo un átomo multiplicado por toda la materia, y no solo porque amplifica ese átomo hasta igualarlo con el planeta. Sino porque su juego suprime la nostalgia, actualiza el pasado y el futuro en un presente continuo: es la síntesis de la historia del fútbol, la evolución de la rueda, la culminación del punto. El paso de las cuatro patas a las dos piernas y de las dos piernas al aro. La conversión del cuadrado al círculo.