La Noche del Río es una programación artística abierta, gozosa, masiva y contagiosa, que conlleva un variado espectáculo folclórico de músicas, rituales y danzas de la tradición popular, junto con foros, exposiciones y una agenda académica nada solemne. La creó y viene realizándola cada año el Parque Cultural del Caribe, en la antevíspera del Carnaval de Barranquilla.
En principio, fue concebida en celebración y homenaje a la amplia riqueza y diversidad de las subculturas ribereñas que se asientan en ambas márgenes del Bajo Magdalena, y las que se dispersan por sus afluentes y zonas de vertiente como la Depresión Momposina y las comarcas de minerías y viejos palenques de negros cimarrones; también de aquellas que migraron –vía Canal del Dique– por el litoral Caribe hacia los golfos de Morrosquillo y Urabá.
Todas estas subculturas, con su fuerte ascendiente afro marcando el enmarañado mestizaje de la trietnia, fueron las que formaron esa matriz más que centenaria que sigue alimentando en alta proporción el Carnaval de Barranquilla, consagrado mundialmente en 2003 como Obra Maestra y Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
La Noche del Río es una suerte de túnel del tiempo y panorámica ventana de nuestras identidades múltiples, que parte del fragor hervoroso y cálido de este espectáculo multitudinario, citadino y nocturno, para –desde la presencia y voces de sus protagonistas de turno–remitirnos hacia sus lugares de cuna y origen: músicas, danzas y voces que nos enremolinan, nos seducen y conducen en travesía por un entretejido mosaico coral de la rica identidad cultural, diversa y única, de ese Hombre Anfibio del que venimos todos en nuestro territorio caribe.
Hombre anfibio –tan lúcidamente proclamado por ese irrepetible gurú de las identidades nuestras, Orlando Fals Borda– que en la reeditada escena de La Noche del Río, desde su vez primera, fuera invocado e incorporado año tras año hasta su muerte (2013) por un arquetipo personificado: Dagoberto Deal, incansable pescador septuagenario, cantador, bailador y tamborero que, en una u otra faena, trasegó de arriba a abajo el río Magdalena, desde Altos del Rosario y el Brazo de Loba hasta Bocas de Ceniza.
Soberano y único, adueñado de la escena en el cerco del coro de matronas de su lugareño grupo de tambora, pervive en nuestra retina y memoria la imagen viva de su inmenso carisma escénico y la desbordada energía suya puesta en el protagonismo de sus bailes cantados. Inolvidable –e incunable ya– su performance bailado de La pava echá, cortejo músico-erótico de por medio: energizado él y de nuevo adolescente por entre el pollereo sinuoso de sus parejas danzantes, todas ellas veinteañeras.
Ha sido la región del Brazo de Loba, en la Depresión Momposina, la cantera de folclor y auténticas tradiciones que más asiduamente ha nutrido las programaciones de sucesivas Noches del Río en la primera década de su historia. Aquella es la proverbial comarca de los bailes cantados y de sus más grandes cantadoras; todas ellas –casi sin excepción– han protagonizado la Noche del Río, cada una por más de un año seguido.
Martina Camargo, Delcy Gil, Diluvina Muñoz, Manuela Torres, Petrona Martínez, Totó La Momposina y las fallecidas Etelvina Maldonado y Eloa Garcés son apenas algunos nombres de las cantadoras consagradas que hasta aquí nos trajo este Río –tan nuestro desde siempre, aún a despecho de darle las espaldas–, una víspera tras otra de cada Carnaval barranquillero. Entre las más jóvenes generaciones, Lourdes Acosta, Wendy Rosado, Lina Babilonia y Orito Cantora son talentosas herederas de aquellas maestras; esos timbres cantarinos del anuario más nuevo los hemos presenciado en unas vibrantes, hervorosas Noches del Río capaces de haber convocado también vastas audiencias, a las que veíamos transmutarse gradualmente en delirantes coros in crescendo de cinco mil voces al tiempo.
Habrá que decir sin embargo que, aunque no suele ser la regla, de la misma cantera hemos conocido otros talantes y talentos, de cantadores esta vez, voces de inspiración y chispa y vigoroso registro. El irremplazable, desaparecido maestro Dagoberto Deal, por supuesto; pero siguen en la escena otros buenos intérpretes de bailes cantados, también ellos brotados del Brazo de Loba; ahí quedan por ejemplo: en Hatillo de Loba, Gumercindo Palencia, y en Barranco de Loba, Ángel María Villafañe. Han sido y son –estos tres, patricios de duro pellejo, y enérgicas voces– típicos ejemplares de esa que Fals Borda ha nombrado «cultura anfibia».
A lo largo del Brazo de Loba, arteria central de la Depresión Momposina, se asientan los poblados riberanos de San Martín de Loba, Barranco de Loba y Hatillo de Loba. Aguas arriba por uno de los caños tributarios del Brazo de Loba, tras un recodo, surge Altos del Rosario. Motivados por aquella primera Noche del Río del 2006, hasta allá fuimos, al pleno corazón del reino de la tambora y los bailes cantados.
A decir del desaparecido investigador Orlando Fals Borda: «Es un mundo donde lo geográfico se sobrepone con lo histórico, lo social y lo económico (...) Aferrado a ríos, caños y ciénagas, allí se desarrolla la vida afectiva, cultural, productiva y reproductiva del hombre riberano». Refiriéndose luego al conjunto y condenso de sus manifestaciones y conductas, creencias y prácticas, el mismo Fals Borda acuñaría dos certeras expresiones, insustituibles entre los socioacadémicos de hoy: la cultura anfibia y el hombre anfibio.
Libardo Barros, joven antropólogo barranquillero, discípulo de Fals Borda, lo expresa así a su vez:
«La gente de la Depresión Momposina, como en toda cultura que crece alrededor de un río, canta para expresar sus emociones, sus vivencias, sus sueños, sus anhelos, sus traumas… Canta porque tiene la necesidad de hacerlo. Y porque sus experiencias los llegan a marcar tanto que no pueden expresarlo de otra manera, sino a través del canto ».
De aquella nuestra motivada excursión por el Brazo de Loba, traigamos una muestra mínima –en sus propias voces y en medio de sus rutinas y hábitat cotidianos– con las breves y entresacadas, espontáneas frases testimoniales de algunas de estas cantadoras que, gracias a la Noche del Río, han venido una y otra vez a seguir enriqueciendo nuestro Carnaval de Barranquilla y la salvaguarda de sus tradiciones originarias:
Martina Camargo, en San Martín de Loba, y presta a meterse a cantar en el ruedo callejero de la tambora, nos dijo:
«Para ser cantadora hay que haber vivido la vida del Río, con los pies descalzos en la arena, la múcura al hombro... Y al pie de la batea, o entre el humo del fogón...»
Diluvina Muñoz, en Hatillo de Loba, Isla de Mompox, mientras restregaba un mundo de ropa, la mirada ‘entre la batea’ y su memoria volando en reversa:
«Mi mamá se llamaba Benancia Barriosnuevos, cantadora, y de las mejores (…) Cuando ya fuimos siendo bastantes en la casa entre abuelos y tíos, hermanos y primos y tal... pues, bueno, todos esos instrumentos de tocar tambora ya estaban por ahí, porque ellos, los viejos, sabían hacerlos y sabían tocarlos. Sabían tocar y cantar y bailar, manejaron todo eso. Cuando ya todos ellos se fueron muriendo y quedó nada más mi mamá con los hijos, los sobrinos y los nietos… con todos, de ahí mismo fue montando ella su grupo. Entonces empezamos a dar pelotazos de aquí pa’llá, por todas partes».
Y Manuela Torres, en el playón de Barranca Nueva, recostada en taburete de un cuero crudo y peludo, a sus espaldas la tarde fresca y el Río:
«Bueno, la música me viene de los ancestros porque mis abuelos eran músicos, todos. Y de ahí se continuó la dinastía musical de los Torres Cortecero y de los Arroyo Piña. Todos mis tíos y mi papá, mi querido hermano Peyo Torres, fallecido ya, han sido músicos
Entonces, cuando yo estaba pequeña, como yo escuchaba todo eso, a mí se me quedaba bien grabado. Para mí todo el tiempo era y es música, mi música. Mira tú, yo puedo estar en otra cosa pero en mi mente estoy siempre cantando (y tararea, cruzando desde su garganta morena fugaces armonías de bombardino y clarinete, con sincopados golpetazos de tambor): papapí, papipá, parapapí, pa pe pepé…».
Tambora de Altos del Rosario. del departamento de Bolívar.
Grupo Renacer, en la explanada del Parque Cultural del Caribe.
Estampa cumbiambera de la décima edición de La Noche del Río.