Sería una impostura no decir abiertamente que hoy es un día triste. Que el último año ha estado velado por una tristeza que, por supuesto, tiene una causa y es la que nos convoca: nuestro país no cuenta más con la lucidez y la integridad de Carlos Gaviria.
Un demócrata a ultranza, defensor del respeto y la tolerancia por las ideas ajenas, un pedagogo tan eficaz que, estoy segura, habría contribuido sin duda a hacer entender en qué consiste la justicia transicional que se está perfeccionando en La Habana; que no es impunidad abrir puertas distintas para la reconciliación, y que más vale dialogar con los contradictores que excluirlos de la sociedad.
Su originaria forma de hacer política desde el ejercicio de la jurisprudencia, aplicando sus convicciones de hombre liberal y laico dejó una impronta que aún no hemos reconocido cabalmente como una extraordinaria conquista para nuestro país. Gaviria creía en las instituciones y a través de ellas defendió sus principios y supo aplicarlos en beneficio del Estado colombiano, del cual reconocía tanto su imperfección como sus posibilidades: el infortunio de nuestros esfuerzos como nación y el enorme futuro que por ende tenemos por delante.
Sus certezas sobre el valor de la palabra, unidas a su férrea coherencia, le condujeron por un camino en el que, si les digo con sinceridad, nunca se sintió cómodo: a Gaviria no le gustaba la praxis política. Esas interminables reuniones en donde los interlocutores aporreaban el lenguaje y la gramática y en las que dejaban translucir o bien sus intereses personales, o un torpe clientelismo, o el afán de poder, no eran lo suyo. Sin embargo, se movía en la plaza pública con soltura y elocuencia y en ocasiones hipnotizaba con sus argumentos: desde allí ejerció una política puesta al servicio de la democracia y de la convivencia pacífica, las cuales consideraba imperativo conquistar, tanto como formar ciudadanos libres y autónomos con el único fin de construir una sociedad más justa y decente.
De Carlos Gaviria Díaz se han dicho muchas cosas. Antonio Caballero señaló en un momento que los líderes de una colectividad estaban adheridos gracias a sus babas, capaces, incluso, hasta de sostener lo insostenible. Fernando Garavito, por su parte, indicó que en él se revelaba «un luminoso e intuitivo proceso de selección natural de las ideas». Algunos han dicho que destilaba un sentido del humor despiadado e impío, y él afirmó sobre sí mismo que era un pésimo estratega.
Para nosotros fue un hombre cercano, jovial y entrañable; un ser humano con quien era posible elevarse a las cimas más encumbradas de la filosofía, de la literatura y el arte con un espíritu constantemente gozoso y una avidez intelectual insaciable. Decía lo que pensaba y hacía lo que decía. Y qué delicia de conversador. No era nada fácil tratar de ser un interlocutor a la altura de su lucidez como lector. Algo que dejó su impronta, como una especie de gimnasia mental que debía ejercitarse día tras día fue su incorregible sentido del humor. No lo perdió jamás, incluso cuando fue objeto de infames calumnias, de amenazas y violentos ataques. Para los necios tenía siempre un verso de Borges, una sentencia de Sócrates, la línea de un tango, una anécdota de Bertrand Russell…
Fue un privilegio haber recorrido un trecho del camino junto a él, haber sido testigos de su rigor intelectual, de su valentía y reciedumbre, de su ejercicio continuado de una ética humanística expresada en un hermoso lenguaje. Y como humanista fue un obstinado utópico. Recuerdo un artículo suyo en donde hace una sugestiva descripción del espíritu del Quijote y que se aplica perfectamente a él mismo: «Juzgar loco al hidalgo manchego es denostar la postulación de un mundo impecable, aunque metafórico, el único donde la utopía que no tiene lugar puede tenerlo. La ineptitud de los medios elegidos para llevar a cabo la hazaña (un rocín extenuado, una lanza endeble y mohosa y un escudo abollado), hacen más explícita aún la moraleja: el sueño de un mundo justo y amable excluye las armas eficaces».
Sus armas fueron su vida de hombre íntegro, su insistencia en la educación como un derecho irrenunciable, la persecución de la paz y la igualdad a través del respeto a la pluralidad, su pedagogía basada en la autonomía y en lo que consideraba el fin más inapreciable: la dignidad humana.
Hoy, el legado de Carlos es más pertinente que nunca: nos debe acompañar en el ejercicio que estamos emprendiendo de construir una ética social por los caminos del diálogo y el consenso; en esta nueva empresa de formar ciudadanos para la convivencia pacífica basada en el respeto y la tolerancia por las ideas ajenas. Por fortuna nos quedan sus libros, sus entrevistas, sus declaraciones públicas, que hoy circulan impresas y en videos; por suerte nos queda el recuerdo privilegiado a quienes lo conocimos y anticipamos la maravillada sorpresa que asaltará a quienes aún están por descubrirlo.
*Directora de la Biblioteca Nacional de Colombia. Graduada en Filosofía y Literatura de la Universidad de los Andes. Fundó la Librería Biblos, editó la colección de libros Cara y Cruz, de editorial Norma; también fue la realizadora y presentadora del programa de radio “Libros y Música”, con Bernardo Hoyos, para la emisora H.J.U.T., durante 7 años.