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The Hateful Eight (Los ocho más odiados), la octava cinta en la filmografía de Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963), podría pasar a la posteridad como la película del Oeste con más diálogos en la historia del cine, pero, tratándose de Tarantino, no hay motivos para extrañarse. El director, bromista consagrado, capaz de transfigurar la violencia gráfica de sus filmes en risas de sus espectadores, ha construido con los años una obra sólida con los malabares de un artista que usa el disfraz de los géneros icónicos del cine de Hollywood para, desde allí, subvertirlos y crear versiones contemporáneas que superan los límites de las convenciones de los géneros fílmicos a los que alude.
Su más reciente película transcurre en una cabaña que hace las veces de tienda y estancia de paso adonde llegan ocho desconocidos buscando refugio de una impresionante tormenta de nieve en la Wyoming de la post Guerra Civil Americana. Dos cazarrecompensas –el Mayor Marquis Warren y John Ruth–; una peligrosa prisionera –Daisy Domergue–; Chris Mannix, sheriff de Red Rock; el verdugo Oswaldo Mobray; el general confederado Sanford Smithers; Bob, el mexicano, y Joe Gage, un taciturno vaquero, deben encerrarse en el limitado espacio de la estancia a la espera de que la tormenta cese, en medio de una atmósfera que desde un principio se percibe tensa y claustrofóbica.
Pronto las sospechas del suspicaz cazarrecompensas John Ruth (interpretado por Kurt Russell) se disparan ante la posibilidad de que alguno de los desconocidos decida asesinarlo para quedarse con su prisionera y reclamar los diez mil dólares de recompensa que han puesto de precio a su cabeza. En sus sospechas Ruth no se encuentra solo, el Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), con su sagacidad natural, empieza a darse cuenta, como un detective en una novela negra lo haría, de que al rompecabezas al que el destino los ha conducido le faltan varias piezas.
A lo largo de un relato conformado por 6 capítulos, The Hateful Eight va sumergiendo a los espectadores en el acostumbrado universo de Tarantino, gobernado por personajes fuera de la ley. Como en sus anteriores filmes, en este Western los personajes son outlaws, lobos con un tremendo atractivo que reside no solo en el realismo de sus interpretaciones, sino en sus extensos diálogos y monólogos que, sumados al espacio donde se escenifica la acción, nos llevan a preguntarnos qué tan delgada es la línea que separa la cinematografía de Tarantino de una puesta en escena que podría funcionar en el tablado de un teatro.
Allí donde el cine de Hollywood parece haber desterrado la riqueza del diálogo en sus producciones, en Los ochos más odiados, por la vía de la oralidad, Tarantino hila, por espacio de cerca de cuatro horas, los relatos de sus personajes en las costuras de un relato más grande, el cinematográfico, empleando su acostumbrada forma de narración no lineal.
Acerca de la idea de rodar su segundo Western, el director, quien además escribió el guion de la película, afirma: «Una vez aprendí a hacer una película de persecuciones en auto nunca hice otra de nuevo. En el caso de Django Unchained (Django sin cadenas), aprendí a hacer un Western y lidiar con los caballos y los vaqueros, pero una vez la terminé y se exhibió, me di cuenta, para mi sorpresa, que todavía tenía mucho por aprender».
En su último filme –el cual, lastimosamente, no tuvo la suficiente exposición en las salas de cine costeñas– Tarantino rinde un tributo crudo y sin censuras a las películas del Oeste, pero también, superando muchas de las convenciones del género, nos entrega una obra que desafía posturas políticas y desacraliza abiertamente la Guerra Civil Americana, mientras que expone las tensiones raciales y se burla de ellas convirtiendo en (anti) héroe de la película a un ex oficial negro de la Unión, justiciero y cazarrecompensas, quien además
es el más sagaz y gracioso personaje de la cinta.
Western o anti-Western, The Hateful Eight, con su violencia explícita, su humor negro y cuidada cinematografía –fue rodada, a la vieja usanza, en Ultra Panavision de 70 milímetros, con música incidental de Ennio Morricone–, es una película que revive y actualiza el género, fuerte, divertida y, a la particular manera de su director, política, lo que la hace, como otras de las obras de la filmografía de Quentin Tarantino, un clásico contemporáneo.