Domingo, Julio 17, 2016 - 12:00
“El sol cambió. La sombra dio las cuatro. Cástulo apoyó la escoba en el palo de mango. Llegaron los niños, escogieron su puesto a empujones y rodearon la piedra de contar cuentos donde el negro se sentaba.”
Cuando recibí la invitación a participar en el programa La Cueva por Colombia, pensé de inmediato en Los Cuentos de Cástulo. Éste debía ser compartido en el Putumayo ya que su historia acontece en la selva. Lo escribí para mi sobrina porque todas las noches me pedía un cuento de miedo.
Comenzaba a atardecer. El avión aterrizó en el aeropuerto de Puerto Asís y cuando llegamos, junto a Martha Herrera del equipo de La Cueva, nos recibieron un enorme abrazo verde y un suelo arcilloso de color rojo.
Era de noche y —después de dos horas de viaje por una carretera lluviosa— llegamos a Mocoa, donde descansamos de la primera parte de esta hermosa travesía. Amaneció y tomamos rumbo hacia la vereda El Pepino. Al llegar presentí la respiración del agua y de ella brotaba, fresca y profusa, la vegetación.
Estábamos en la falda de la Cordillera Oriental, muy cerca de la cascada El fin del mundo, una imponente caída de agua de setenta y cinco metros de altura; y de muchas otras de agua verde esmeralda cristalina. Mi destino era leer Los Cuentos de Cástulo a los estudiantes de la Institución Educativa Rural Simón Bolívar.
El aire era liviano, todo estaba tranquilo. Me esperaban más de trescientos niños alegres porque casi nunca se da allí esta clase de eventos. Se reían y jugaban felices con los lápices de colores que les llevó La Cueva para que pintaran dibujos inspirados en el cuento.
Jonathan Cadavid Marín, un joven pintor nacido en Medellín pero que vive en Mocoa desde 2008, ilustró el cuento de una manera maravillosa. Después de la jornada tuvimos la oportunidad de compartir almuerzo también con José Leonel, el profesor que había apoyado la actividad para que todo fuera posible en la vereda.
De las conversaciones en ese momento surgió un tema que me golpeó el alma: por ahí pasan avionetas fumigando con glifosato. Hay niños afectados en los brazos, en el rostro, en la cabeza, a causa de esa letal sustancia que el viento riega, lleva hasta los ríos y a todos sus alrededores.
Ya no podía tragar, se me atoró el almuerzo, se me secó la saliva… no sé si por cobardía o por impotencia. El profesor nos lo decía como si nosotros pudiéramos hacer algo. Fue como un pellizco, como un llamado de atención.
Mientras esto ocurría, los niños seguían sus juegos, distraídos de este golpe duro en pleno corazón de la esperanza. Ahora recuerdo que traigo guardada en la memoria la pregunta de uno de ellos sobre cómo hice para escribir mi cuento.
José Manzur
sumario:
Ediciones La Cueva está haciendo circular un libro, editado por Heriberto Fiorillo, que recopila la experiencia de once narradores e ilustradores que hicieron contacto con estudiantes en distintos puntos de la geografía colombiana: Polonuevo, Ubaté, Ceret
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