Domingo, Julio 31, 2016 - 00:10
Le llevé un libro a un joven pariente, me habían dicho que le gustaba la lectura, sobre todo de historia de Roma. Vi su desilusión al entregarle el regalo. No quería ese libro que calificó de «Positivista». Yo le llevaba una de las joyas de mi biblioteca La sociedad romana de Friedlander. Una vieja edición, actualmente inconseguible, que a mi vez había recibido de regalo de un pariente que me premió el entusiasmo con que había oído las clases de mi profesor de literatura en bachillerato, Hugo J. Bermúdez. Un personaje samario, erudito y lingüista que más adelante le dio su nombre a un colegio en Santa Marta. Fallé en ese intento que tenemos los viejos, de pretender que una emoción muy propia ante un libro u obra de arte, se replique en otra persona en un medio, tiempo y contexto distinto.
Pero como una cosa lleva a otra de la misma naturaleza, empecé a buscar libros que me agarraran. Algo que se relacionara con los encantamientos de mi juventud. Hurgué entre mis libros y en varias bibliotecas en busca de una biografía sobre una de mis grandes admiraciones, Leonardo de Vinci. Había visto una semana antes un documental sobre este genio y me llamó la atención el juicio de uno de los comentaristas que afirmaba que Leonardo dejó muchas obras inconclusas porque él ya había entendido su esencia con una fría reflexión de cómo llegar a lo más perfecto, si los demás no lo captaban, allá ellos.
En diversas publicaciones, cada vez que se nombraba a Leonardo recomendaban el libro de Dimitri Merejkovski, un ruso de principios del siglo veinte, poeta simbolista y cultivador del ocultismo, muerto en el exilio en París.
Se recalcaba que su biografía novelada Le roman de Léonard de Vinci había sido la base para el famoso estudio de Freud Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci. (La editorial suramericana tradujo la obra del francés como El romance de Leonardo de Vinci)
Encontré el libro y lo devoré, hacía tiempo que no quedaba tan emocionado con un libro. Se encuentra a un Leonardo impasible ante la desgracia. Le dañan sus esculturas, se vuelve irresoluto para terminar otras, no le prestan atención a sus sugerencias y no alcanza en toda su vida un bienestar sólido. Un trauma de infancia es que el labrador Accattabriggi di Piero del Vacca, se hubiera casado por dinero con Caterina, su madre después de recibir el pago de su abuelo, Antonio da Vinci, por hacerlo.
Por un momento medité sobre qué tanta distancia tenemos de esos nombres. No sé si la teoría sobre los seis grados de separación también se aplica a seres del pasado.
Y en esa vuelta de lecturas le comenté a una barranquillera, profesora de una universidad en Estados Unidos mis recuerdos sobre Meira Delmar, motivo de su investigación. En los años sesenta era un joven lector y había prestado, en la biblioteca departamental, Fiesta una novela de Hemingway. El libro se me había perdido en cine, posiblemente en el San Jorge y supongo que en un doblete mejicano de una ranchera, con Antonio Aguilar y una rumbera con Ninón Sevilla.
Tenía que pagar el libro y entré a la oficina de la directora, Meira. Al verla recordé que había visto su cara en los periódicos y era una famosa poetisa. Le pregunté que si ella era la autora de aquellos versos que decían:
«Como un abanicar de pavos reales/ en el jardín azul de tu extravío/con trémulas angustias musicales/ se asoma en tus pupilas el hastío».
La risa, profunda, inacabable que dio, me preocupó. Como pudo, y entre nuevos ataques de risa me dijo: «No son míos, sino de ese gran poeta modernista y autor de boleros llamado Agustín Lara». Esa vez no me cobraron el libro perdido. Y décadas después, nuevamente se repitió la risa entre la investigadora y este columnista que seguimos recitando la letra del bolero: «El hastío es un pavo real, que se aburre de luz en la tarde…».
Ramón Illán Bacca
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