¿Quién hubiera apostado cinco centavos por un Óscar para Leonardo DiCaprio en el inicio de su carrera como actor?
En las memorias visuales de sus primeras actuaciones puede vérselo jovencito saliendo de la niñez tan dulce e inexperto; más adelante, en consonancia con su juventud protagoniza otra versión de Romeo y Julieta, seguida de la mundialmente conocida Titanic, junto a Kate Winslet. Así, a medida que crece como hombre se atreve a encarnar personajes más profundos y oscuros en Pandillas de Nueva York, Origen, Aviator, J. Edgar, Django desencadenado y El lobo de Wall Street, sin embargo no terminaba por convencer, tal vez porque se le cobraba su bella masculinidad.
Alejandro González Iñárritu, el mexicano director de la nominadísima The Revenant, traducida como El renacido, le entregó a DiCaprio el papel perfecto para que, de una vez por todas, este actor terminara por despojarse de los rezagos del ego primitivo con que la mayoría de los actores comienzan sus carreras, queriendo verse hermosos y atildados durante el film completo.
La película en sí es estremecedora, intensa, vibrante, salvaje y sensiblemente dura en medio de una geografía de congelada soledad, donde la sangre derramada sobre la nieve muestra su color de sufrimiento y muerte por la rapiña entre hombres de culturas diferentes por el comercio de pieles, cada uno defendiendo lo suyo a dentelladas y, aun así, aparecen la ternura, la amistad, la compasión como bálsamos que González Iñárritu supo combinar para atrapar emocionalmente al espectador y lanzarnos mensajes de esperanza.
Es de imaginarse que DiCaprio, ante la propuesta del director mexicano, tuvo que confrontarse consigo mismo ante un personaje salvajemente sensible, montaraz, sucio, moribundo, descompuestos el semblante y el cuerpo durante toda la película, opuesto a su ser real, con ausencia total de las atmósferas etéreas de algunos filmes anteriores. Un papel que requería exponer su alma sin contemplaciones y despojarse de una vez por todas de su figura de galán.
Los recursos creativos de DiCaprio no se advierten ni un solo instante durante la película. Todo su cuerpo, con su corazón y respiración; sus funciones mentales de atención, concentración, acción y reacción están por dentro de su piel. Es la famosa entrega sin nada de intelecto de un actor a su personaje, de un artista a su arte, sin mostrar el miedo del desdoblamiento, porque íntimamente por fin se está seguro de quién se
es.
Solo por presenciar la superación artística –la que supone otra muy íntima y honda– de un actor que irrumpió en Hollywood por su hermoso rostro de ojos azules y rubio cabello, clisé de clisé del hombre atractivo que fue tomado para películas de romances sin trascendencia y también mirado con desdén por los actores consagrados, vale la pena sentarse a ver The Revenant.
Porque veremos a un actor que renunció a simplemente exponer ante las cámaras los atributos físicos con que atrae y enamora, despojándose de esa parte mezquina, primitiva y artificial del ego que siempre quiere mostrarse bello a costa de ser un fiasco como artista. A cambio, tomó la decisión de llenarse de orgullo verdadero y ser objeto de serios elogios al encarnar en forma auténtica a un ser humano que sobrevive y se repone del ataque mortal de un oso; que llena su boca de espuma y sus ojos de sangre de pura impotencia; que arrastra su cuerpo podrido por los ríos helados; que enrojece con su sangre la nieve inmaculada y que lucha a muerte por consumar una justa venganza. Cambió su ego por un Óscar.
Por la soberbia dirección de Alejandro González Iñárritu, por la fotografía que deja sin aliento, por la madurez de un actor que lentamente fue adentrándose en su arte y que entendió dónde está el chiste del ego de un actor, merece ser vista esta película.
*Directora de la Fundación y Academia de Teatro Pierrot. Psicóloga graduada en la Universidad Metropolitana de Barranquilla, con especialización en Filosofía contemporánea de la Universidad del Norte.
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