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Eduardo Halfon: “El mal cuento es el que nos deja ilesos”

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Domingo, Octubre 30, 2016 - 00:00
Archivo particular
Este escritor guatemalteco que ha vivido en varios países y viajado mucho, que creció en Estados Unidos adoptando el inglés pero preservando el español para la escritura, que estudió ingeniería industrial y ha sido profesor de literatura; este autor que tiene orígenes judíos pero también árabes y que pareciera varias personas a la vez, ha escrito 12 libros de ficción, entre colecciones de cuentos y novelas cortas, en los que el personaje principal y el narrador siempre son el mismo: un tipo con su mismo nombre y sus mismas señas, y la misma búsqueda imperiosa de una identidad que pareciera diluirse en los otros y en ese lector que debe completar las historias.
Su obra ha sido traducida a ocho idiomas, incluidos el serbio y el japonés y, próximamente, al croata. En su palmarés destacan la beca Guggenheim, en 2011, y en 2015 el prestigioso premio francés Roger Caillois de Literatura Latinoamericana, que antes han recibido Mario Vargas Llosa, Ricardo Piglia, Roberto Bolaño y César Aira, entre otros.
 P:  ¿Por qué ese gusto por los finales que son como preguntas, que son como mensajes lanzados al mar?
 R:  Creo que los finales abiertos, o como preguntas, son inherentes al cuento. La novela, en general, tiende a cerrarse. El cuento no. O el cuento se cierra de otra manera, en otro lado, casi siempre con la ayuda del lector. El cuento requiere a un lector más participativo, más cómplice, dispuesto a lanzarse al mar en búsqueda de ese mensaje. 
 
 P:  En tu obra aparece siempre un narrador con tu nombre y características vitales. ¿Hace parte de un ciclo o no concibes otro tipo de escritura donde tú no seas el eje central?
 R:  Ambas cosas, hace parte de un ciclo y no concibo otra manera de escritura. Yo escribo cuentos. Soy, en esencia, un cuentista. Escribo con la intensidad de un cuentista, y con la intencionalidad de un cuentista. Pero cada uno de mis cuentos va formando parte de un todo, de un solo andamio, de un ciclo narrativo que marca los tímidos pasos de un mismo narrador, quien también se llama Eduardo Halfon. Y entonces mis libros se pueden leer como un conjunto o como una novela episódica. Y todos esos libros a la vez forman parte de algo mayor. Se podría decir que poco a poco estoy escribiendo un solo libro, una sola novela, 
hecha de cuentos. 
 
 P:  ¿Los viajes del personaje son una forma de desplazamiento de ese eje, de mutación de ese yo? ¿Qué significa el viaje para ti?
 R:  Creo que mis viajes, en el fondo, tienen más que ver con una profunda sensación de desarraigo, de permanente búsqueda. Viajo mucho, sí, pero viajo mal. Me mareo en aviones, duermo mal en hoteles, cuento los días para volver al trabajo y a la comodidad de mi rutina. Pero me he dado cuenta de que siempre viajo buscando encontrar una ciudad donde quedarme, echar raíces, colgar una hamaca. Como si estuviera viajando por el mundo buscando mi propio pedazo de mundo, mi ciudad. Nunca la he encontrado, claro. Al menos por ahora. Mientras tanto, entonces, voy por el mundo dejando páginas escritas detrás de mí en el camino como si fueran migas de pan. Acaso para no perderme.
 
 P:  Uno de los cuentos esenciales de tu obra se titula “El boxeador polaco”. ¿Para ti los cuentos se ganan por nocaut, como decía Cortázar, o también hay que ganarlos por puntos, como en la novela, incluso con puntos suspensivos?
 R:  Un amigo español me decía que un cuento es como una bofetada. Me gusta más ese símil que el de un nocaut. Un nocaut implica que alguien gana y alguien pierde, y la literatura no es así. Tras leer un buen cuento debemos sentir algo. Incomodidad, desasosiego, euforia, lo que sea, pero algo. El mal cuento es aquel que nos deja ilesos. 
 
 P:  En un cuento, “Epístrofe”, y en una novela corta, ‘La pirueta’, es muy importante un pianista serbio. ¿Cómo crees que se relacione la música con tu quehacer literario?
 R:  Yo, de joven, quería ser pianista. Quizás no era más que un anhelo o un sueño de juventud, pero sí crecí tocando piano. Nunca aprendí a leer partituras, sino que solo tocaba al oído, que es más o menos como ahora escribo. Escribir un cuento es muy parecido a tocar música al oído. No hay solfa. No hay partituras. Ayuda cerrar los ojos. Ayuda no pensar tanto, sino solo dejarse llevar por la música de la historia y la musicalidad de las palabras, su cadencia, su tono, su ritmo. Hay palabras que son tambores, y hay palabras que son campanas, y hay palabras que son melodía. La literatura, en el fondo, aspira a ser música. 
 
 P:  Hablando de música, ¿qué opinión te merece la concesión del Premio Nobel de Literatura de este año a Bob Dylan?
 R:  Para mí, desde la adolescencia, Dylan ha sido fundamental. He ido creciendo y envejeciendo con sus canciones. Ahora mismo, por ejemplo, no puedo dejar de oír The Witmark Demos: unos conatos y fragmentos de canciones que son como los bocetos previos de una gran obra. Uno puede estar de acuerdo o no con la decisión de un premio —todo premio es, por naturaleza, caprichoso—, pero lo que pone en evidencia la entrega del 
Nobel a Dylan es el tremendo esnobismo que existe en ciertos círculos literarios. 
¿Por qué la música no puede considerarse también literatura? ¿Qué es literatura, entonces, si sus canciones y poemas no lo son? ¿Quién lo decide? Dylan, como ha hecho siempre —con o sin él mismo saberlo—, sigue cuestionando y rompiendo esquemas. 
 
Portada de ‘Signor Hoffman’, publicado por la editorial Libros del Asteroide.
  • “El boxeador polaco”
(Fragmento)
 
69752. Que era su número de teléfono. Que lo tenía tatuado allí, sobre su antebrazo izquierdo, para no olvidarlo. Eso me decía mi abuelo. Y eso creí mientras crecía. En los años setenta, los números telefónicos del país eran de cinco dígitos.
Yo le decía Oitze, porque él me decía Oitze, que en yiddish significa alguna cursilería. Me gustaba su acento polaco. Me gustaba mojar el meñique (único rasgo físico que le heredé: ese par de meñiques cada día más combados) en su vasito de whisky. Me gustaba pedirle que me hiciera dibujos, aunque en realidad sólo sabía hacer un dibujo, trazado vertiginosamente, siempre idéntico, de un sinuoso y desfigurado sombrero. Me gustaba el color remolacha de la salsa (kjrein, en yiddish) que él vertía encima de su bola blanca de pescado (kguefiltefish, en yiddish). Me gustaba acompañarlo en sus caminatas por el barrio, ese mismo barrio donde alguna noche, en medio de un inmenso terreno baldío, se había estrellado un avión lleno de vacas. Pero sobre todo me gustaba aquel número. Su número.
No tardé tanto, sin embargo, en comprender su broma telefónica, y la importancia psicológica de esa broma, y eventualmente, aunque nunca nadie lo admitía, el origen histórico de ese número. Entonces, cuando caminábamos juntos o cuando él se ponía a dibujarme una serie de sombreros, yo me quedaba viendo aquellos cinco dígitos y, extrañamente feliz, jugaba a inventarme la escena secreta de cómo los había conseguido. 
 
Paul Brito
sumario: 
El autor de ‘Signor Hoffman’ es uno de los cuatro finalistas del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, que se dará a conocer el próximo miércoles 2 de noviembre.
No

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