Domingo, Octubre 30, 2016 - 00:09

Una gota de aceite de cannabis del tamaño de un grano de arroz bastó para que Valeria conociera a ese hijo que se ocultaba detrás de la medicación. Luego de la primera dosis, Emiliano, un niño con autismo que sufría convulsiones, y para quien era lo mismo mirar una pared que la televisión, lanzó una risotada al ver que la Pantera Rosa doblaba la escenografía y se la comía. Era la primera vez, en los 10 años de vida de su hijo, que Valeria escuchaba su risa, y ella también reía y lloraba. La marihuana, esa planta estigmatizada y señalada de causar un sinfín de males, liberaba a su hijo de todos esos fármacos que, según su propia experiencia como madre, tanto daño le hacían a Emiliano, y este era, por fin, un niño como cualquier otro que reía, jugaba con su hermana, corría y veía la tele.
Valeria Salech vive con su esposo y sus dos hijos al sur de la capital argentina, Buenos Aires, en Parque Patricios, un barrio tanguero por excelencia, lleno de historia, de viejos caserones habitados por familias obreras que trabajaban en las antiguas factorías de la zona y de pequeños edificios en donde en cada rincón se encuentra el símbolo de Huracán, el aguerrido equipo del barrio que está en la primera división del fútbol argentino. Desde que su hijo probó el aceite de cannabis, hace menos de un año, su vida dio un vuelco. A partir de ese momento Valeria tenía dos opciones: darle el aceite en la privacidad de su hogar y no compartir su experiencia con nadie, o militar con fuerza para que el mundo conociera las bondades medicinales de la planta. Y ella eligió el camino más duro, el de la militancia.
Todo comenzó así: un fin de semana cualquiera, por líos burocráticos en el servicio de salud, Valeria se quedó sin los medicamentos de su hijo. Y si Emiliano se saltaba la medicación era seguro que sufriría convulsiones. Ese día se imaginó lo peor y entró en una crisis de nervios que la llevó a pelearse con su marido; cada uno culpaba al otro de la situación. De repente, en medio de esa tormenta, vino a su mente la imagen de algo que había sucedido un mes atrás: ella esperaba el bus en el paradero y al lado, en un kiosco de diarios, vio la portada de la revista THC –una publicación dedicada a la cultura cannábica argentina– con el título: “Mamá Cultiva. El fenómeno de las madres que desafían la prohibición y cultivan marihuana medicinal para sus hijos”.

Valeria buscó en internet y se encontró con la historia de Paulina Bobadilla, líder de Mamá Cultiva, una fundación chilena de madres con hijos que padecen epilepsia refractaria, cáncer y otras enfermedades, que han encontrado en la resina o aceite del cannabis una forma más eficiente y menos dañina de tratar las patologías de sus niños. Valeria siguió investigando un poco más y encontró que uno de los cannabinoides o principios activos de la marihuana, el CBD, es utilizado, entre otras cosas, para reducir las convulsiones, en algunos casos de 100 por día a cero en personas con cuadros de epilepsia muy graves. También encontró decenas de testimonios de madres que parecían ser el relato de milagros, pues comprobaban la efectividad del uso medicinal de la planta.
Valeria no lo dudó –igual no había nada que perder– y llamó a su marido para decirle que necesitaban conseguir aceite de cannabis. Jorge, su esposo, consiguió un poco con un paciente de VIH que lo utilizaba para estimular el apetito, controlar las náuseas, mejorar el estado de ánimo y como analgésico.
«Ese fin de semana Emiliano no solo no tuvo convulsiones, sino que nos matamos de la risa, todos nos matamos de la risa con él, ¿entendés? Nacía de él la risa, y la risa de él es hermosa, nosotros no lo sabíamos. Lo descubrimos ahí, es una risa muy contagiosa», recuerda Valeria, una mujer en sus 40, tímida, y de apariencia frágil por su delgadez, pero que cuando se expresa muestra una fuerza y una pasión que contagia.
Valeria se emociona cuando habla de lo que hizo el cannabis en su vida y la de su hijo; abre sus enormes y expresivos ojos, y agrega: «Tenés que entender que yo no lo conocí, él nació así, nació con convulsiones. Vos entendés que nosotros, de haber hecho el duelo de un hijo que nunca tuvimos, y haber proyectado una vida chata, continuamente igual, pasamos a esto, como estamos ahora, que no sé cómo explicarte, no tiene una palabra en español para definirlo».
El día en que todo cambió Valeria tuvo una revelación: supo que iba a cultivar, aunque fuera ilegal, que le iba a contar a todo el mundo, que iba a salir en la tele. Todo. En ese momento, en ese instante, lo vio todo.
EMILIANO VE LA LUZ
Antes, cuando Emiliano asistía a las terapias con la sicóloga, le costaba armar un rompecabezas de solo cuatro piezas, solo lo miraba, como si estuviera ahí sin estar. En ese momento consumía, por recomendación de los médicos, clonazepam y risperidona, dos medicamentos que son utilizados en personas con esquizofrenia y trastorno bipolar, altamente adictivos y capaces de crear dependencia en los pacientes a los que se le administra.
Ahora, desde que su medicina es el aceite de cannabis, Emiliano se emociona cuando va a las terapias: aplaude, juega, interactúa con los demás. Apenas Valeria notó la conexión con el entorno que tuvo su hijo, la primera medicación que le interrumpió, sin dudarlo un instante y sin consultar al médico, fue la psiquiátrica. Y luego, con el visto bueno del neurólogo, que primero estuvo reacio a la idea, le fue retirando poco a poco los anticonvulsivos.
El tránsito de Valeria para encontrar por fin una medicina que le hiciera bien a su hijo fue largo y lleno de dolor y sufrimiento. Los anticonvulsivos ponían a Emiliano agresivo, no solo con los demás, sino consigo mismo; lo contrario ocurría con los psiquiátricos, que lo dopaban por completo y lo alejaban totalmente de la realidad. Valeria no encontró solución ni alivio en la medicina tradicional, a pesar de intentar todo cuanto los médicos le recomendaban. Y cuando se topó en el camino con la marihuana medicinal, fue poco el apoyo que encontró entre los doctores que atendían a su hijo.
«No pueden digerir el tema y además no saben nada, porque no es un tema que esté en los libros de medicina. Es difícil encontrarse con un médico que pueda ser un apoyo para nosotros», afirma Valeria.
Marcelo Morante, médico internista, especialista en medicina del dolor y profesor de la Universidad Nacional de La Plata, quien investiga los usos medicinales de la marihuana y que es además una de las voces expertas en Argentina sobre el tema, reconoce que las leyes prohibicionistas que predominan en el planeta llegaron hasta los consultorios y no dejaron ver con claridad que madres como Valeria necesitaban como mínimo un acompañamiento.
«Nosotros podemos decir muchas veces que la evidencia no es suficiente o que la legislación es inadecuada, o que no nos permite prescribir un fármaco, pero en ningún lado dice que estas madres no deban hacer este tipo de medicina alternativa en soledad», dice Morante.
Para Morante, casos como los de Valeria son un ejemplo de cómo la medicina puede transitar un camino en una dirección diferente: en vez del médico que prescribe, al paciente y su familia, de las necesidades de la familia y del paciente, al médico.
«Muchas veces me han preguntado que cómo hice para aprender medicina cannábica, y yo digo que la única forma en que la pude aprender fue de los pacientes y de los usuarios recreativos», recalca Morante.
El especialista explica que en estos momentos la marihuana como medicina se utiliza, más que todo, en enfermedades crónicas ligadas al dolor y al cáncer, pero también en enfermedades neurodegenerativas como el párkinson y la demencia, y en patologías autoinmunes como la artritis reumatoide.
Para Morante, «Todas estas enfermedades podrían ser potencialmente tratadas por el cannabis medicinal. Por eso es que yo le veo mucho futuro a esta molécula, porque las enfermedades prevalentes hoy requieren más del control de los síntomas y de la calidad de vida que de la curación. Y cuando a mí me plantean que si esto es algo menor, un paciente con cáncer y dolor, yo digo, bueno, con el cannabis básicamente le vamos a permitir tolerar mejor la quimioterapia, que descanse mejor el paciente y que no tenga tanto dolor».

Valeria y Emiliano, una muestra de amor filial que trasciende el prohibicionismo anticannabis.
MILITANTES DE LA MARIHUANA MEDICINAL
A finales de 2015 y comienzos de 2016, decenas y decenas de madres argentinas desesperadas inundaron la casilla del correo electrónico y del Facebook de Paulina Bobadilla preguntando cómo podían hacer para darles marihuana medicinal a sus hijos enfermos. La líder de la organización chilena fue seleccionando a las que ella consideraba más «guerreras» y les pidió su número de teléfono para irlas agregando a un grupo de WhatsApp.
Para febrero, las madres, la mayoría con hijos que sufren epilepsia refractaria, empezaron a charlar dentro del grupo. Allí se contaban sus experiencias con el aceite y cómo les había ayudado con sus hijos, mientras alentaban a las madres primerizas a que lo hicieran, y les daban diferentes recomendaciones. Pero la consigna desde un principio, y el motivo por el que Paulina necesitaba a esas guerreras, a sabiendas incluso de que se trataba de una actividad ilegal, era cultivar la medicina para sus hijos.
Saber que había otras mujeres atravesando lo mismo, las motivó. Luego se conocieron en persona. En abril, un núcleo aproximado de 20 madres fundó ‘Mamá Cultiva Argentina’. Ya para el 7 de mayo estaban al frente, de primeras y con sus hijos, en la marcha mundial de la marihuana que se celebró en Buenos Aires y que reunió a más de 150 mil personas, que pedían, entre otras cosas, la regularización del uso medicinal de la planta, la no criminalización de los usuarios, y algo que todavía parece lejano en el panorama, la legalización de la planta en todos sus usos.

En la marcha mundial de la marihuana participaron este año 20 ciudades argentinas.
La marcha partió de la Plaza de Mayo, al pie de la Casa Rosada, hasta el Congreso de la Nación, en donde sobre una gran tarima distintos líderes y activistas del movimiento cannábico se dirigieron a esos cientos de miles de personas. Entre esas voces estuvo Valeria, presidenta de ‘Mamá Cultiva Argentina’, quien antes de dar su discurso hizo un saludo al sol –una clásica postura de yoga–, para llenarse de energía. Era la primera vez que ella, una antigua secretaria y ahora militante cannábica las 24 horas del día, hablaba ante tantas personas reunidas. Y lo hizo de forma espontánea, sin tener nada preparado; elocuentemente, como si hablar ante un público vasto fuera natural en ella.
A partir de ese momento ‘Mamá Cultiva Argentina’ se fue haciendo más conocida. Hoy la página en Facebook de la organización recibe entre 80 y 100 mensajes por día. Todos los mensajes son de madres, padres, abuelos, hermanos, tíos, sobrinos que están desesperados y quieren proporcionarles marihuana
medicinal a sus allegados.
«Somos tres personas quienes administramos la página, cada tanto nos rotamos porque hace mal. Todos creen que tienen el peor caso. Entonces nos tenemos que turnar porque es mucha la carga emocional que trae cada mensaje. Al principio llorábamos siempre. Es diferente al médico, que simplemente receta y no lo ha vivido. En cambio nosotras somos madres. Cuando yo los leo me remonto a algún momento de mi vida cuando estuvimos mal. Pero también intento despersonalizarme y escribir como institución ‘Mamá Cultiva’, y eso es muy difícil, no todas lo pueden hacer», señala Valeria.
–Estoy desesperada, ¿dónde consigo el aceite?
–No sé, nosotras cultivamos.
Valeria dice que el mensaje del grupo es bien claro: mamá cultiva, y mamá que no cultiva
no es mamá cultiva.
«Mamá que quiere comprar el aceite no es este el lugar donde preguntar. Que cultivar es un camino largo, sí. Es un camino difícil, sí, también. Es ilegal, también, pero creemos que es la mejor solución», afirma con vehemencia Valeria.
La mayoría de los casos que llegan al grupo de Facebook son padres con hijos que tienen cuadros de epilepsia muy graves. Padres angustiados a quienes a su bebé le acaban de diagnosticar la epilepsia o padres que ya han agotado todos los caminos que ofrece la medicina tradicional con sus hijos y ven en el aceite del cannabis una esperanza.
«Yo también lo hice, le di a mi hijo todos los anticonvulsivos del mercado. Y en un momento decís: bueno, ¡basta, basta, basta! Voy a hacer eso que es ilegal, lo quiero hacer ahora. Y el tema es que una vez entrás en ese juego, no hay vuelta atrás», dice Valeria, quien, una vez más, abre sus enormes y expresivos ojos.
UN ACTIVISMO POR AMOR
Más de 70 personas se encuentran reunidas en un salón comunal en Moreno, una ciudad ubicada en la zona oeste del Gran Buenos Aires (GBA). Están a la espera del taller de cultivo (marihuana) y extracción (aceite de cannabis) que está a punto de comenzar y que dictará ‘Mamá Cultiva’ con el apoyo de la Asociación de Cannabicultores del Oeste –ACO–, una organización que tiene como fin concientizar y educar sobre el uso del cannabis.
Los talleres los realiza ‘Mamá Cultiva’ en distintas ciudades de Argentina, siempre con la ayuda de asociaciones cannábicas de la zona. A estos solo pueden asistir personas que tengan un familiar cercano enfermo, teniendo prioridad los padres de familia y luego, si quedan lugares, que casi siempre se agotan, siguen otros familiares o personas cercanas al paciente.
Uno de los miembros de ACO empieza a repartir dos folletos a cada uno de los asistentes. Uno es un manual de cultivo básico, en el que explican el paso a paso de cómo cultivar la planta de marihuana; el otro, una guía sobre qué hacer si la policía te allana el cultivo o te detiene en la calle con marihuana –en Argentina el cultivo y la tenencia de marihuana está penalizada, en algunos casos con penas que pueden llegar hasta los 15 años de prisión–. Una señora de unos 50 años hojea los folletos y enseguida mira a su marido con preocupación. La señora arquea las cejas y mira de lado a lado, está nerviosa y muy incómoda. Da media vuelta sobre su silla y le pregunta a una pareja de padres jóvenes si han estado antes en una reunión como esta, si conocen algo sobre el taller, si es verdad lo que dicen del cannabis medicinal. La pareja, que al parecer está algo informada, intenta responder a cada una de las preguntas de la señora, que logra calmarse un poco.
La jornada empieza, como siempre, con una charla de Valeria. Una charla en la que deja claro que el taller está apuntado al autocultivo, a que los padres siembren ellos mismos la medicina de sus hijos. «Lo que nos interesa es que nos dejen cultivar», agrega en su intervención. Y habla de un sueño: formar una red comunitaria en la que cada persona sepa qué variedad de marihuana tiene, qué le sirve, qué no le sirve, a quién puede ayudar. Que sepan que hay otras personas haciendo lo mismo y que en su zona tales personas están cultivando.
Además, la charla sirve para que Valeria, a través de su testimonio, se conecte con los asistentes, ya que los une a todos el dolor y haber vivido casi lo mismo, y, lo más importante, que estos vayan dejando a un lado miedos y prejuicios.
«Nosotras en Mamá Cultiva al juntarnos y compartir nuestras experiencias nos dimos cuenta de que a medida que le cambiábamos la medicación teníamos pibes con diferentes personalidades. La realidad es que nunca supimos cuál era la personalidad del chico hasta que le dejamos de dar los anticonvulsivos. Había medicaciones que los ponían agresivos, otras que los deprimían mucho, otras que les dañaban la vista. Y si no, eran los medicamentos psiquiátricos que tenían a nuestros chicos de 10, 12 o 15 años andando con baberos», dice Valeria, mientras muchas madres y padres del público asienten con la cabeza, sabiendo perfectamente a lo que ella se refiere.
Detrás de Valeria hay una presentación en powerpoint proyectada sobre la pared con información sobre el cannabis. La gente va tomando nota. Una madre escribe en su libreta que no existe la sobredosis de marihuana.
En palabras de Valeria Salech, «Es nuestro deber defender y hacer cumplir nuestro derecho a la salud, a la dignidad, al bienestar y a la integridad nuestra y de nuestros hijos. Yo creo incluso que es inmoral que nos prohíban la búsqueda del bienestar. Y esta sustancia no hace mal. No es mala. En la vida no hay cosas buenas y cosas malas, hay cosas que se hacen a consciencia y cosas que se hacen con total ignorancia y llevados de las narices. Nosotros acá proponemos un uso consciente, un uso responsable».
Hay un receso antes de que empiece la segunda parte del taller. Tres mujeres que están sentadas sobre las dos primeras hileras, y que no se conocen, comienzan de manera espontánea una charla en la que se cuentan sus casos. Una de ellas, madre de un niño que tiene retraso madurativo, dice que son tantas la convulsiones por día que tiene su hijo que ya comenzó a cultivar, y que se lo comentó al padre del niño y también al neurólogo, quien no dio su visto bueno. Otra dice que está harta de los cocteles de medicamentos que le da a su familiar. Antes de que la tercera mujer comience a hablar, un hombre joven, que está sentado detrás de ellas, y está atento a lo que dicen, las interrumpe. En los ojos del hombre, en su expresión, en la tensión que se dibuja sobre su frente y la posición de sus cejas, se refleja mucho dolor, angustia y desesperación. Le pregunta a las mujeres si es la primera vez que vienen a un evento como este, y pregunta, pregunta y pregunta. Su hijo tiene algo grave. Una de las mujeres le pone la mano sobre el hombro y lo invita a que acerque su silla y se una a la conversación.
Comienza la segunda parte del taller, el momento más importante, en el que se enseña a cultivar. Quien lo dicta es Matías Faray, de ACO, uno de los activistas cannábicos más conocidos de Argentina. Matías se convirtió en una figura pública cuando en 2011 la policía allanó su departamento y encontró un cultivo de marihuana para uso personal. Por el hecho fue enviado a la cárcel. Desde los medios de comunicación, con la revista THC a la cabeza, se hizo presión para que fuera liberado. Y así fue, su detención y posterior liberación fue el detonante para que la marcha cannábica de mayo pasara de 5 mil personas en 2010 a más de 20 mil personas en 2011.
Tan pronto Matías comienza a hablar, en el horizonte aparece una maraña de brazos que extienden celulares. Nadie quiere perderse ningún detalle del taller, que graban con sus aparatos. Matías explica todo: germinación, cuándo se debe sembrar, cómo se hace, los tipos de plantas, los abonos.
Un señor de unos 60 años, pelo blanco, que viste un suéter de lana azul a cuadros, pregunta si pueden utilizar macetas más grandes.
“«Entre más grande la maceta, más grande la planta», responde Matías.
Luego comienza el taller de extracción, la parte final, de cómo se prepara el aceite cannábico. Es el momento en el que se necesita un máximo de atención, ya que los asistentes tendrán que poner luego en práctica lo que aprendieron: preparar ellos mismos la medicina que les darán a sus seres queridos. Por supuesto, la curiosidad, el ánimo y las ganas de aprender de parte del público siguen intactos.
La jornada termina y un grupo de unas ocho personas va hasta donde está Matías. Lo encierran en un círculo. Lo bombardean con preguntas, quieren tener más información sobre la forma correcta de cultivar. Matías, con mucha paciencia y mirando a los ojos a cada uno de los que le pregunta, les responde. Algunos anotan juiciosos las indicaciones en una libreta. En otra parte del salón, un hombre le pide una foto a Valeria y su familia. La familia se cuadra para la toma, pero falta Emiliano, quien está por allí jugando. Su padre lo llama y el niño va corriendo a donde él, se abalanza sobre su padre para que este lo cargue y lo abrace. La familia está completa para la foto: madre, padre e hijos, todos sonríen a la cámara.
Samuel Losada Iriarte
sumario:
Desde Argentina, una crónica sobre un nuevo tipo de activismo: la lucha de decenas de madres de niños y niñas con autismo y enfermedades degenerativas que buscan la legalización del cultivo de marihuana para usos medicinales.
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