Domingo, Noviembre 6, 2016 - 00:00
«Aunque hay quienes escriben columnas de aire, es mejor escribir sobre la propia tierra. Verbigracia, a mí me ocurre que, para bien o para mal, escribo más que nada sobre mi ciudad. Debe ser porque la amo demasiado»: esta declaración de principios, expresada por Diego Marín Contreras hace veinte años (por allá por los tiempos de El Tiempo Caribe), explica con claridad cuál era la principal motivación de su espíritu creador al momento de sentarse a emborronar las dos cuartillas y media que ocuparían, cada semana, el espacio que le habían concedido los directores de medios como el citado diario capitalino, la revista La Ola Caribe y, de manera especial, EL HERALDO.
Hagan ustedes mismos el ejercicio: basta solo dar una mirada a algunos de los títulos de sus columnas para comprobar que el asunto esencial de sus artículos de opinión es Barranquilla: Amira, ¿por quién doblan las campanas?, La ciudad de todos los tiempos, La ciudad a tres tiempos, A mi ciudad, en su cumpleaños, El carnaval está en otra parte, Diciembre llegó sin su ventolera, Qué callada manera de pensar la ciudad, El atraso disfrazado de progreso, Barranquilla, ¿cuál cultura?, Réquiem por el centro de mi ciudad. Menciono estos entre muchas otras notas de prensa que se ocupan con inocultable amor filial de nuestra urbe y de sus símbolos y leyendas, de sus personajes más entrañables, de los graves contrastes en que nos debatimos hace ya tantos calendarios, de la aguda y al parecer incurable miopía de sus dirigentes, de los buenos días ya idos y de los espejismos del progreso, de la indolencia con que propios y extraños caminamos por sus calles sin detenernos a reparar que poco a poco nos han ido cambiando el paisaje.
Nostálgico irredimible como era, Marín Contreras se dedicó a ejercer en sus notas lo que él mismo llamó «el desconocido arte de mirar la ciudad». Apertrechado en ese magisterio al que lo convocaba su civismo, advirtió con dolor a sus conciudadanos que «uno pasa todos los días de su existencia por las calles de esta ciudad sin esencia, y no ve la transparencia, porque la ciudad no pasa por uno, no nos atraviesa el alma con el poder secreto de su luz, que ya anuncia diciembre en los mensajes cifrados de la aurora». Consecuente con ello, en un deliberado lenguaje coloquial, cada sábado les habló a sus lectores con el mismo desparpajo y la confianza de quien se encuentra con un viejo amigo y se ve obligado a ponerle al tanto de lo ocurrido con personajes y cosas comunes mientras habían dejado de verse.
Fue así como, en un registro idiomático que por sus giros y formas bien podríamos denominar prosa quillera, Diego supo traer a cuento el veranillo de San Juan, Te olvidé y su “yo te amé con gran delirio”, la cartilla de triquitraques, el Hotel El Prado, el ICA y sus semillas, la bacanería y también a Jairo Paba, el hijo de Doña Cristi, a Alejandro Obregón, a Ángel Loochkartt y hasta a los opinadores de Valenverg.
Por eso, a las naturalmente voces tristes de sus familiares y de su legión de amigos que lamentan su prematura partida; a la de los intelectuales que recuerdan y ponderan su labor eximia de promotor y difusor del libro y de la lectura; a la de sus muchos discípulos que rememoran con honda gratitud al maestro que les despertó el amor por la lectura y por el arte, justo es sumar la voz de una ciudad que encontró en él a su ‘hombre de la calle’, al columnista que redimió su cotidianidad y la elevó a la condición de asunto periodístico, a materia sobre la cual, dadas sus muchas aristas y entretelas, se podía opinar.
Si, como bien saben los lectores de poesía colombiana, el Tuerto López y Raúl Gómez Jattin encontraron en Cartagena y en Cereté, en sus calles y habitantes, sus respectivas materias poéticas, dable es decir que Diego Marín halló en la capital del departamento del Atlántico, en la Arenosa, la inspiración que justificaba su ejercicio periodístico crítico y reflexivo de cada siete días.
¿Cómo lo logró? Dejemos que sea él mismo quien responda: «El columnista debe aprender a llamar las cosas por su nombre. Y esa distancia solo podrá alcanzarla en la medida que él mismo no forme parte de la farsa que dice denunciar. De lo contrario, se convierte en un bufón que solo inspira despectivas sonrisas del lector».
Dicho a manera de parodia de la letra de la magnífica canción de Horacio Guaraní, el columnista no puede callar. Si se calla el columnista… se quedan solos los humildes lectores de los diarios.
Pues bien, ahora que la voz de Diego Marín Contreras tristemente ha callado para siempre; ahora que la muerte silenció de manera definitiva la palabra del lector que Gabriel García Márquez ‘le regaló’ a la poetisa Meira Delmar («dos o tres veces por semana, viene a leerme, de tres de la tarde a siete de la noche», le contó ella a Martha Guarín), hay que agradecer que, por muchos años, EL HERALDO se lo haya ‘regalado’ a Barranquilla como su columnista, y que cada semana esta ciudad tuviera en él quien la pensara, quien le escribiera y abogara por ella.
Ello no es poca cosa en un tiempo en que faltan voces que se atrevan a hablar cuando la mayoría calla frente a los desafueros y arbitrariedades.
Diego, un bacán del Caribe que nos enseñó a pensar la ciudad.
Carlos de la Hoz Albor: educador y escritor barranquillero. Es autor de las obras: ‘Una mosca que no deja dormir’ (2006) y ‘Cuaderno de apuntes’ (2014).
Carlos de la Hoz Albor
sumario:
Bacán, poeta, educador y faro de una ciudad en tiempos de ruido y furia. Una semblanza para recordar a Diego Marín.
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