Domingo, Noviembre 13, 2016 - 00:00
Barbie ha decidido que quiere morir. No es que su popularidad haya descendido considerablemente desde el lanzamiento de las muñecas Bratz, ni que su aburrida vida suburbana la haya llevado a grados insoportables de aburrimiento y depresión. Su matrimonio mal avenido con Ken, por su pasividad extrema y tendencia a la infidelidad repetitiva, tampoco le importa demasiado: Ken tiene más esposas que camisas. En la caja de juguetes de su dueña hay cerca de veinticuatro esbeltas mujeres de juguete, todas indistintamente prometidas al mismo marido: alguien había decidido que un solo hombre era suficiente para exhibir a las chicas cuando fuese necesario. A lo mejor quien compró los juguetes piensa que todos los hombres son iguales mientras cada mujer es única e irrepetible.
La decisión de Barbie tampoco se debe a su inexistente vida sexual, limitada a tímidos toqueteos entre ella y Ken, entre ella y otras muñecas, de ella rozando la entrepierna de algún prepúber espécimen humano, según la imaginación de su dueña o los juegos perversos de esta con sus hermanitos —esa tan típica morbosidad adolescente—; al fin y al cabo, careciendo de órganos reproductivos y con una modelación tan burda de los sexuales por la casa fabricante, ¿a quién le van a quedar ganas de copular? Además, nunca se ha librado de la duda de si su marido era su marido o quizá su hermano. Al fin y al cabo, fueron creados por la misma persona y tienen la misma dueña, que en cierto modo podría equipararse con una madre (si es que a una niña de nueve años puede dársele algún título de maternidad).
Desde hace algún tiempo Barbie ha empezado a dar muestras del inclemente paso del tiempo por su cuerpo de vinilo y caucho. Ni las muñecas se salvan del deterioro causado por la larga exposición y el ajetreo, el manoseo constante, la polución, la traición de las horas que avanzan una a una sin que podamos evitar las cotidianas consecuencias de la vida moderna. El cabello de Barbie, ahora mustio y reseco, vio mejores días antes de que su propietaria decidiera someterla a una tarde de spa en una tina nueva de juguete, la cual debía exhibir en su empaque la advertencia de que las muñecas, a diferencia de sus pares humanas, no necesitan bañarse y que, por el contrario, el agua tiene consecuencias funestas para las endebles hebras de elástico sintético que portan en sus cabezas. Su cuerpo exhibe magulladuras causadas, no por automutilación, ni maltrato marital, ni ninguna de esas rarezas psicosociales propias de la raza humana. Simplemente, durante las jornadas de juego infantil le toca pasar largas temporadas tendida en el piso de granito, a veces acostada, a veces sentada, abierta de piernas en esa horrible posición que por defecto de fábrica le toca adoptar; a veces rastrillada contra el piso por algún bebé que se ha unido por obligación a la tarde de ‘chocoritos’ debido a la negligencia de su madre, quien chacharea en la sala con la vecina.
Barbie ha aceptado desde su nacimiento su dependencia obligada hacia los seres humanos para su desplazamiento. Las manos humanas son sus pies. Se mueve si la mueven. Vive si la usan. Eso la convierte en una suerte de lisiada: sus esbeltas piernas no sirven de nada si no hay alguien accionando, curucuteando, creando telenovelas para que las protagonice en el patio o el jardín, vistiendo exclusivas ropas de diseñador o un simple trapo con dos huecos de manga ajustado a la creatividad y torpeza de su imberbe poseedora que ha comenzado a crecer y a olvidarse de ella.
El estado de Barbie no le permite cambiar de propietaria ni mucho menos esperar a que esta la herede a alguna de sus hijas, si hay alguna en su futuro. Una de sus piernas fue reemplazada a lo Frankenstein por una extremidad de plástico cinco milímetros más pequeña perteneciente a una vulgar muñeca Anita, una de tantos ejemplares elaborados a satisfacción de las hijas de las domésticas, presidiarias y madres solteras, incapaces de costear una auténtica reproducción del original creado por Ruth Handlers para Mattel. El pequeño círculo blanco de sus pupilas, diseñado para señalar alegría y vivacidad, ha sido borrado con marcador permanente por algún crío que quiso jugar a cirujano plástico y cambiarle a verde el color de los ojos. El mecanismo que le permitía girar sus brazos en diversas direcciones —una innovación exclusiva para la colección de 1996, cuando salió su modelo— se atrofió de tanto impulsarlo en forma de adiós permanente, gesto característico de las reinas de belleza y actrices en la alfombra roja cuando saludan a su club de fans.
Barbie sabe que su invalidez ha llegado a su punto culminante. Olvidada en un escaparate, sea porque a su dueña no le apetece jugar más con ella debido a su recién adquirido estado de freak o solo porque esta ha abandonado el terreno de los juegos infantiles para incursionar de lleno en las discotecas, fiestas y coqueteos de la adolescencia, Barbie encara su destino de inmovilidad e indefensión. El ocio, amigo de malos pensamientos, la induce a pasar horas imaginando la forma perfecta de suicidarse, cosa bastante difícil para una muñeca que no puede ni apretar un gatillo con sus manos tiesas y dedos pegados en serie. ¿Tomar pastillas? Ni hablar, pues los supuestos dientes de Barbie —una rayita pintada de blanco en medio de la boca— impiden por completo la entrada de cualquier cosa. Lanzarse desde lo alto del escaparate supondría una maniobra improductiva, cuya consecuencia solo sería el añadir una que otra magulladura a su cuerpo ya desgastado, pues el material del que está hecha le impide romperse con los golpes. Sumergida en el inodoro flota, y, a decir verdad, no sería una muerte digna para una muñeca de su estatus y clase. Descuartizada, se obligaría a vivir una vida prestada con sus partes de repuesto regadas por doquier…
Perdida en un rincón del armario, Barbie espera resolver algún día su dilema. Quizá el tiempo se apiade de ella, por tanto ha sido también su mayor enemigo y de tanto languidecer allí se desintegre como los difuntos enterrados en los cementerios. Tal suceso es improbable, dado que sus fabricantes carecían en absoluto de principios ecológicos y no la hicieron biodegradable. Ni siquiera dirige sus oraciones a Dios, pues si lo hubiera, en su caso sería una máquina articuladora y ensambladora de extremidades de caucho, un artilugio mecánico incapaz de oír sus ruegos o redimirla mediante un acto de salvación. Acaso vaya a parar a un basurero, donde sobreviva el fin del mundo junto con las cucarachas y otros objetos inútiles entre los cuales ya no habrá personas que los puedan usar.
María Alejandra Jiménez
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