Domingo, Diciembre 4, 2016 - 00:03
A contracorriente de lo indicado, conocí a la persona antes que al escritor. Y conocerlo quiere decir haberlo escuchado hace algunos años, en La Cueva, durante el Carnaval de las Artes. Un encanto incipiente nacía en mí al escuchar a Juan Manuel Roca, quien hablaba sin afectación y con una lucidez poco común; desde el humor y la ironía, casi sin sonreír.
También me llevé un primer libro suyo, Los cinco entierros de Pessoa, sin saber que esa antología era solo el comienzo de una lectura casi sin pausa de su obra. Después llegó Asedios a la palabra, que ofició de biblia sobre mi mesa de noche. Esta edición de sus poéticas alerta sobre su condición desde la misma portada: naranja monje, seguida de dos páginas violeta obispo. Nuevamente a contramarcha, una tarde en Puerto Colombia el poeta dejó su firma en el libro ávidamente intervenido a lápiz. Travieso, no se resistió a espiar el camino de una lectora por sus líneas. Quizá haya advertido que una de las primeras frases resaltadas sugiere: «En poesía no basta con las verdades fácilmente compartibles y arrulladoras, pues al igual que la filosofía su territorio de exploración natural está en la duda».
UN POETA DE SÍ
Cuando todos —o casi todos— quisieron ser alguien, él inventó a Nadie. No por azar, esta figura poética de su obra toda da título al primer poema de la compilación. Roca, el hombre con estampa de cantante de boleros y sombrero de Magritte, rebusca en los desvelos imaginarios y reales de los hombres de los nobles oficios para darles su voz. En el repertorio de sus libros son actores principales el sepulturero, la costurera, el sastre, los músicos ambulantes, los vigilantes, el lechero, los náufragos o el buhonero. El panadero, quien «extrae del horno su pan», mientras la muerte «hornea su sombra». El estibador, los boticarios y carpinteros. Los vendedores de lotería y los maquinistas de tren «que viajan al olvido»…
Son los oprimidos quienes desnudan unas pocas certezas. Y lo hacen junto a las flores, aunque ni siquiera ellas den respiro ante el vigor de sus imágenes. Los mutilados son quienes marcan el tono caminando fortalecidos por entre sus aliteraciones. El desgreño va desde el riñón del poeta a la mandíbula del lector, siempre junto a la belleza. Se asiste a la obra de Roca como a un circo que duele un mundo delirante. Las secuencias son burlescas, tanto como disparatadas las metáforas, hasta que se entra a su universo para advertir que lo que hacen no es otra cosa que mostrar la tragedia de la vida. El regodeo en lo roto y lo raído se dice sin conmiseración aparente, se lo invoca como se señala pan, agua o vino.
«Una casa sin ritmo puede caerse al primer temblor», canta. La casa que es su poesía tiembla a un ritmo lleno de unicidad, humor e ironía. ¿No es acaso la ironía una forma sofisticada de la inocencia? En esta dirección, dialoga con sus muertos queridos, vivos en él. A Kafka le cuenta un chiste: «El pobre insecto membranoso amaneció convertido en hombre y no pudo traducir su oscuro sueño». Pero, a Gregorio Samsa no le hace nada de gracia la humorada y se desquita con el poeta insomne muchos años después. Afanoso ante todas las artes, despliega el ardid de estos placeres a sus anchas y los comparte. Cincela, pinta, martilla y ejecuta su batería de palabras, como en un canon de coro de niños que hace eco de sus gustos. Al leer al poeta, queda una lista de pendientes que son en sus libros los nombres propios. ¿Qué mejor que una obra reunida, además de saciar con suficiencia, deje algo de sed?
Esta poesía de la ‘fiereza’, como festeja Gonzalo Rojas, se permite más de una vez la autocita. Hay palabras en el diccionario Roca que podrían ser a esta altura oportuno lugar común, su marca de agua: panales del silencio, el viento que se enjaula («ese Hamlet desolado»), las moscas, las madrastras, la mortaja y los locos. En un registro muy pocas veces sibilino, van la usura, el vacío, el silencio y los fantasmas; la muerte, que es «madrastra del vacío». Un ejército de sombras, el ángel, los perros góticos y la lejanía. También están las mujeres que lavan el agua, el agua que es ágrafa y el agua que se lava. La niebla y la bruma son las paredes de la casa. Pero es, sin dudas, la palabra “escamotear” la que sirve de cimiento.
El escritor, quien se dice sin oficio definido, podría haber sido cantante de tangos o el mago que ensayó en su infancia, pero eligió convertirse en un Moliner colombiano y extravagante, el creador de un diccionario para incitar al juego. Las trincheras, los hospicios y las tabernas; los mercados, los anticuarios y los salones; las funerarias y las iglesias son sus lugares.
De los ciegos, como advirtió Héctor Rojas Herazo, «ama la tensa afinación de los sentidos, su destreza olfativa, su acechante disciplina para quedar en suspenso, oyendo y oyéndose, buscando rumbos entre los señuelos y susurros de su personal oscuridad». El momento es a menudo la madrugada. «La noche viaja hasta la blanca estación de los rocíos,/ O pasa su tiempo colocando en los faroles/ Una danza de sombras y membranas./ ¡Qué más puedo decirles de la noche!/ Va de viaje con el viento/ Decretando la abolición de las fronteras», como en el poema “Ciudadano de la noche”, que da título al libro de 1989.
EL HOMBRE DEL SOMBRERO GRIS
En tiempos de poetas de versos magros, los de Juan Manuel Roca son de un grito agudo y rebosante. La prosa poética tiene dejos de crónicas, que más adelante se vuelven eso en sí mismo y hasta así se hacen llamar. De Biblia de pobres, la “Crónica de Quibdó tras la lluvia” quizá sea el texto que alcance los parajes más altos de toda una estética.
Leyéndolo, dan ganas de ponerse su sombrero o ampararse en sus paraguas para observar la vida desde el tedio y el respaldo de la academia, o junto al licor de los poetas que se embriagan de ocio, aún a riesgo de encontrarse con todos los que fue y sus propios fantasmas. Aunque, a decir verdad, la abundancia de toda una vida desguazando significados, permite hacer el recorrido de su mano —con él y con su sombra. Dan ganas, decía, de pasear bajo la lluvia, con «El puntilleo de la lluvia», con «el cincel de la lluvia» o bajo «los taladros de la lluvia»; con la que «enjaula el paisaje», con la «timbalera (que) es la lluvia» o hasta con la «lluvia leprosa». Acaso la metáfora sea, al fin, una forma de desquitarse por esos crueles apodos de los niños o un recurso para domar lo que nos rodea, por dentro y por fuera.
«En realidad, me hubiera gustado ser/ El gato de Alicia/ Que se desvanece en el aire/ Y deja solamente el templo de su sonrisa», reflexiona en “La farmacia del ángel”. A lo largo de los cuarenta y tres años que recorre este Silabario… reiteradas son las veces que se pregunta sobre el oficio del poeta. «Porque uno no es el atril donde las gentes/ Quieran leer sus arrulladoras palabras», se enoja en “Ladrones nocturnos”. Tal vez pueda imaginarse al maestro enjaulando sus ideas en servilletas de bares y llevándolas como amuleto en el bolsillo de su traje o su morral, durante sus caminatas por Bogotá. Él insiste: «Los poetas prefieren guardar el secreto y proclamar que no existen, aunque a cada rato los vean, como al basilisco y las sirenas, al unicornio y el centauro».
No sería Roca quien es si se tomara su trabajo con pompa y creyera en los premios y reconocimientos recibidos, si se abrigara en la impronta de su obra en esta y épocas siguientes: «Y todos los poetas los engolados los puros/ Los amorosos los solemnes y los piojosos/ Todos los arrogantes y soberbios poetas/ ¿Van a morir? ¡Yeah! ¡Tres veces yeah!», grita y se divierte al final del poema “El rock de los adioses”.
Viajero de sí, anda por su cuerpo y fuera de él. Porfía con la fórmula de ‘mi ciudad’ e invita a la tentación de pensar en ella como en su Medellín natal, incluso en la Bogotá en donde vive, pero es preferible quedarse con la opción de la ciudad donde queda su casa, que es su cuerpo, en la que habita su poesía. De ‘mi país’, el de su imaginería, se infiere que los cuadros se instalarían en los parques —no en los museos—, al amparo de la lluvia bajo inmensos paraguas y la compañía del incesante arrorró de la Singer que pedalea su madre. Pero, cuando habla de ‘este país’ sí se piensa en el compromiso y en el desencanto, en un mundo fantástico que discurre en simultáneo al real, para resistir al verdadero.
Cuando se entra a este universo, difícil es salir de él; el mundo corre el riesgo de parecer insulso. Hacia el final del libro, de su obra toda con diecinueve títulos, la poesía se hace más sosegada. Da la sensación de que el Poeta se permitiera tirarse sobre la hierba, lo que no quiere decir abandonar la intensidad, de la que no tiene escapatoria. Nada más inapropiado que las sentencias ante un poeta de las dudas, pero este Silabario del camino, que se editó en el año en que Roca celebra sus 70 años, está condenado a perpetuidad.
Portada de la antología poética de Juan Manuel Roca, publicada por editorial Letra a Letra.
DOS DE ROCA
- Nacimiento del río Magdalena
¿Y así que este hilo blanco
Es el río Magdalena?
Inocente, sin reses ahogadas
En invierno, ni bohíos arrastrados
En sus aguas cenagosas.
¿Y así que esta balbuciente lengua
Como pequeña cimitarra
Es el río Magdalena?
Cauto, sin hombres muertos
Navegando entre dos nadas
Y una alta corona de pájaros negros
Sobrevolándolos como tristes aureolas.
Sólo es un hilo. Ni siquiera
Ha besado piedras pulidas por el tiempo,
Esas piedras formadas de paciencia.
¿Y así que este leve punzón de agua
Es nuestro ágrafo río
Que aún no escribe pajonales y muchachas,
Ancianas con parihuelas de bahareque
Recogiendo con las cuencas de las manos su reflejo?
¿Y así que de este secretario
Nace el río Magdalena?
Pobre río lejos de pueblos y ciudades:
No sabe lo que le espera.
- Parábola de las manos
Esta mano toma un fruto,
La otra lo aleja.
Una mano recibe al halcón, se quita un guante,
La otra lo ahuyenta, prende una antorcha.
Una mano escribe cartas de amor
Que su equívoca siamesa puebla de injurias.
Una mano bendice, la otra amenaza.
Una dibuja un caballo,
La otra, un puma que lo espanta.
Pinta un lago la mano diestra:
Lo ahoga en un río de tinta, la siniestra.
Una mano traza la palabra pájaro,
La otra escribe su jaula.
Hay una mano de luz que construye escaleras,
Una de sombra que afloja sus peldaños.
Pero llega la noche. Llega
La noche cuando cansadas de herirse
Hacen tregua en su guerra
Porque buscan tu cuerpo.
Canción del que fabrica los espejos
Fabrico espejos:
Al horror agrego más horror,
Más belleza a la belleza.
Llevo por la calle la luna de azogue:
El cielo se refleja en el espejo
Y los tejados bailan
Como un cuadro de Chagall.
Cuando el espejo entre en otra casa
Borrará los rostros conocidos,
Pues los espejos no narran su pasado,
No delatan antiguos moradores.
Algunos construyen cárceles,
Barrotes para jaulas.
Yo fabrico espejos:
Al horror agrego más horror,
Más belleza a la belleza.
- Crónica de Quibdó tras la lluvia
En la tarde,
Cuando el río Atrato
Semeja una plateada cimitarra,
La catedral de Quibdó
Se puebla de golondrinas.
Las muchahas negras
Abren sus paraguas
Como una floración nocturna.
Por el sonoro malecón
Y una mujer
Canta tras una empalizada
Una canción de adioses
Junto a una cuna vacía.
Ha pasado la lluvia
Pero algunas gotas persisten en caer
Sobre las lonas del embarcadero,
En los talleres de mecánica,
En la plaza de mercado.
Cuando caen las goteras
Sobre las canecas oxidadas
Y los techos de lata,
Se produce un ritmo sincopado,
Timbalera es la lluvia
A orillas del río.
Hay una dulzura frutal en el aire,
Una dulzura que habrá de perseguirme
En la noche que trae
Troncos podridos por la selva,
Remos perdidos de lejanos aserríos,
Ropas deshechas que el Atrato
Roba a las lavanderas de Beté,
Una luna con malaria.
En la noche que se hunde
En mi almohada como una barca.
Para Aristarco Perea, en memoria.
* Carolina Zamudio: poeta, periodista y narradora.
Carolina Zamudio
sumario:
A propósito del imaginario poético en la obra de Juan Manuel Roca.
No