Un amigo al que le conté que tomar apuntes acerca de mis vivencias en la escuela se me convirtió desde hace tiempo en una manía de la cual no me he podido ni quiero liberar, viene y suelta con sutileza esta idea: «Educar es como volar cometas». Luego, ante mi mirada aprobatoria, redondea su analogía.
Me habla, por ejemplo, de la paciencia como una virtud necesaria, tanto en una como en otra labor, si se aspira a la satisfacción que viene tras la conquista de altos sueños. De igual manera, me hace notar que en ambas se precisan condiciones especiales que no siempre se encuentran con facilidad.
«No todas las veces los vientos son favorables –dice–, así que se debe ser un observador muy sensible para saber cuándo debemos dar largo al hilo o tensarlo, a fin de que la cometa gane altura; o, en el caso del maestro, que el estudiante adquiera la confianza en sus capacidades y pueda dedicarse a aprender libremente y sin temores».
Medito por un largo rato en la idea de mi amigo, que ha traído a mi memoria la imagen colorida de esos entrañables pájaros de papel y de madera que, con su zumbido y particulares movimientos en el aire, tantas veces alegraron las tardes de mi infancia.
Recuerdo que mis amigos y yo solíamos tardar horas y horas en elaborar una, y que una vez en el aire, cuando calculábamos que ya sobrevolaba los techos de las casas distantes de nuestro barrio, y tras enviar a través del hilo muchos mensajes por cuyos destinatarios nadie preguntaba, soltábamos este a propósito y la veíamos con embeleso volverse un punto en el horizonte y perderse sin remedio. En ello, encontrábamos motivos para nuestra más alta alegría, la razón de nuestras risas y alborozo.
Jugando un poco con la hermosa idea de mi amigo, me pregunto: ¿no es justo eso mismo lo que debemos hacer con nuestros estudiantes al notar que les han comenzado a crecer las alas de la imaginación?
¡Oh, fortuna! Ya pueden volar sin estar agarrados al hilo de nuestra vanidosa influencia.
2
¿Por qué encerrar las palabras en los cuadernos y negarlas a los niños que levantan la mano con el deseo vivo de descubrir el mundo a través de ellas?
¡Suéltenles las amarras, déjenlas volar! Si suyas, volverán siempre a ellos; pero si no les pertenecen de nada valdrá apresarlas, pues al cabo de un tiempo levantarán el vuelo y les dejarán solos frente a una realidad que no consiguen nombrar.
3
Rememorando algunas de las opiniones adversas que grandes espíritus de la humanidad tienen sobre la escuela, el profesor concluye con cierto desencanto que no pocos de ellos tienen razón: la cantidad de conocimientos inútiles que se imparten en ella, el autoritarismo de algunos maestros, su parecido en muchos aspectos con una prisión, el exceso de reglas frías e inhumanas que la caracterizan y su desprecio por la libertad del ser, en fin. Son verdades incuestionables que él puede palpar a cada momento.
Pero también, jornada tras jornada, caminando sonriente por el pasillo o en una clase que sus discípulos reciben con entusiasmo y en la que dan muestra de una imaginación fértil y provechosa, percibe que una nueva escuela, en la que soplen nuevos vientos, más frescos y humanos, puede fundarse entre todos.
Esa es la razón por la que, cuando uno de sus estudiantes le sorprende absorto y le pregunta en qué piensa, responde con las únicas palabras posibles en ese momento:
–En las muchas tareas que aún nos quedan por hacer, muchacho.
Entonces le pone una mano cálida y generosa en el hombro y le convida al salón de clases donde aguardan expectantes los depositarios de aquella ilusión.
4
Cosa es de admirar: levanta la mano, interroga, sugiere, se atreve, pone en duda, inventa, da por sentado, trastoca, busca y halla, desarma y vuelve a armar la vida. Ha descubierto las palabras y se ha percatado, con alegría que no mengua un solo momento, de que son ellas y ningún otro de sus juguetes las aliadas perfectas e incondicionales en esa aventura que es conocer el mundo y sus entresijos.
¿Por qué, en lugar de arrugar la cara, no lo celebra el maestro?
5
He aquí el hecho, esta es la noticia de la que se maravilla el espíritu del maestro a esta hora de la mañana cuando solo él parece existir en este espacio: un par de zapatos viejos en el tejado de la escuela.
He dicho bien: un par de zapatos viejos en el tejado de la escuela. Es decir, una puerta abierta a la meditación, una viñeta dibujada por la mano del destino para que él se ponga a reflexionar sobre ellos mientras tardan en arribar los estudiantes que espera.
Es lo que hace cuando se pregunta por los caminos que habrán recorrido antes de que una mano cualquiera los lanzara ahí y los pusiera a ser víctimas inermes de las inclemencias del clima: el sol canicular, la lluvia recia y pertinaz, el indomable viento que recorre y cimbra tejados. Recuerda como por reflejo los versos de aquel poeta que se expresa con entrañable afecto de sus zapatos viejos y, no sabe por qué, piensa que a este jamás se le hubiera dado por arrojarlos al tejado de una escuela.
Ya en el delirio de su cavilar, se atreve a compararlos con esos muchachos cuyo comportamiento la escuela nunca llega a comprender y al cabo de un tiempo son devueltos a la calle que los reclama.
También por instantes los compara con él mismo, al que un día la mano del tiempo arrojará sin contemplación fuera de ese que ha llegado a ser su mundo de todos los días, el universo cálido al que llegó una remota mañana con la misma cándida esperanza del que va a arrojar semillas a un suelo agreste en el que quizás no muchas alcancen a germinar.
6
¡Ah, de los maestros de escuela que dan su reino, su mínimo reino, por un bolígrafo rojo!
7
La mañana del 22 de mayo de 1997 un hombre desdentado y mendicante murió atropellado por un autobús de servicio público en una avenida de Cartagena de Indias.
Refundido entre las páginas de su obra –pues he aquí que aquel hombre era un poeta, y de los esenciales– dejó una idea en unos versos suyos que ahora, escamoteando la palabra “libre”, yo recojo y propongo con humildad convertir en divisa de los maestros: «¿Quién fuera otro (...) pero analfabeto?»
Se me antoja pensar que es este, y quizás ningún otro, por memorable que parezca, el acucioso interrogante que deberíamos sembrar en las mentes y corazones de los niños y jóvenes que el destino pone a nuestro cargo.
¿Quién fuera otro, pero analfabeto? Plantado de manera amorosa y edificante, tal vez los lleve a responderse con la misma vehemencia con que lo hizo el mismo Raúl Gómez Jattin, su autor, y quizás así alcancemos a iluminar un poco sus vidas, amenazadas por las ominosas sombras que se levantan en torno de ellas:
No, y no lo quiero Prefiero padecer con las palabras padecer pensando a estar amarrado a un placer sin el cielo del espíritu.
Carlos de la Hoz Albor: educador y escritor barranquillero. Ha publicado las obras ‘Una mosca que no deja dormir’ y ‘Cuaderno de apuntes’.