Domingo, Febrero 19, 2017 - 00:56

Desde el punto de vista etimológico la palabra carnaval proviene del italiano carnevale, compuesta por el radical carn: carne, y vale: adiós, literalmente significa adiós a la carne. Antes, en el antiguo italiano era carnelevare, de carn: carne, y levare: quitar, literalmente quitar la carne. Al idioma de Dante llega procedente del latín carnelevamen: quitar la carne.
Ahora bien, desde el ámbito histórico sincrónico de las palabras, cuál es el origen de la anterior definición. En la Edad Media la Iglesia católica busca causas para suspender hasta el año siguiente la vida licenciosa propia de la temporada de carnaval. Para lograrlo impuso un adiós a la carne durante la época de Cuaresma, cuando no solo prohíbe el consumo de algunas carnes, también los excesos sexuales, igual en el comer, beber, bailar y en general todo lo relacionado en el disfrute de la gran fiesta.
En efecto, el carnaval es el tiempo fugaz para la alegría desmedida, el baile sin freno, el desbordamiento sexual, el desenfreno en el comer y beber, la burla y la mofa frente a lo establecido. Es el tiempo del ocio en aras de la creación lúdica y en oposición al trabajo alienante. Es la oportunidad única y feliz para transgredir normas y tradiciones, y aun para intercambiar roles sociales y políticos.
El carnaval es el gran teatro sin escenario donde todos participamos. Las orquestas, los danzantes, los disfraces y también los espectadores, desde los que se ubican en los tecnificados palcos, hasta quienes se acomodan en el pedestre bordillo. Ellos constituyen uno de los elementos fundamentales de la gran fiesta, o diríamos mejor, de la locura colectiva.
Durante la temporada de carnaval se impone el exceso, el desafuero, la desmesura, el desbordamiento. Es tiempo de burlas, ironías, máscaras, sátiras, letanías, disfraces, comidas, bebidas, maquillajes, en fin, de todo lo que subvierta el orden establecido. Es tiempo de rupturas con las normas que orientan la vida cotidiana. Es la hora del comportamiento anómico y las relaciones sociales subyacentes.
Con razón Michael Bachtin, en su ensayo ‘Carnaval y Literatura’, advierte: «…las leyes, las prohibiciones, las restricciones que determinan la estructura y el buen desarrollo de la vida normal, están suspendidas durante el tiempo de carnaval; se comienza por invertir el orden jerárquico y todas las formas de miedo que este entraña».
A propósito, «…invertir el orden jerárquico», tal lo apunta Bachtin, pasa a constituir un hecho sociocultural de alta significación para la existencia de los pueblos, porque mientras las fiestas cívicas o patrióticas, en un entorno ceremonioso, elegante y severo reafirman las desigualdades sociales, durante la gran fiesta de carnaval todos somos iguales.

Para comprobarlo bastaría con una mirada atenta a numerosos eventos carnavalescos en distintas latitudes y, más cerca de nosotros, bastaría con una mirada atenta a las Marimondas del Barrio Abajo, uno de los grupos más relevantes del Carnaval de Barranquilla, donde bailan juntos y revueltos los representantes del pueblo raso, al lado de ministros, alcaldes, gobernadores, embajadores, industriales, comerciantes y banqueros, todos a una, movidos por la vena rota del carnaval.
Si analizamos la dimensión axiológica del ser caribeño a partir de la gran fiesta del carnaval barranquillero, hallaremos que en medio de los multitudinarios desfiles y las enormes concentraciones, los costeños practicamos los más altos valores del espíritu. Práctica que, como semilla buena, ojalá germinara en todos los grupos humanos del país.
Porque aquí la solidaridad aflora cuando sobran manos para ayudar a la anciana, vestida de cumbiambera, que intenta subir las gradas de los palcos, aunque después baile sin tregua durante las cinco horas del desfile. Honradez y solidaridad se unen cuando la lata de cerveza pasa de mano en mano hasta llegar al comprador y luego el dinero realiza el mismo recorrido, a la inversa, hasta llegar al vendedor.
La tolerancia es flor siempre viva a lo largo de la temporada. Sin distingo de edad, sexo, raza o condición social, todos a una disfrutan de la música, los disfraces y la nieve artificial. Lo mismo con las acrobacias del niño y del anciano que se mueven al son de La Guacherna. Nadie se disgusta cuando el disfrazado de mujer le presenta al hijo desconocido y le solicita dinero para el pote de leche sin necesidad de acudir al Bienestar Familiar.
La alegría de la amistad bien llevada que los costeños cultivamos día a día, durante la temporada de carnaval se potencia sin límites. Por ello, mientras la orquesta de turno interpreta La butaca y las Marimondas del Barrio Abajo se contorsionan en el piso, entre el público se da el más asombroso intercambio de cervezas, tragos de ron, butifarra con bollo de yuca y una que otra palabrota sin que nadie se inmute.
El sentido de identidad y pertenencia son para resaltar. El costeño ama su fiesta, se siente orgulloso de ella. La vive, la goza, la disfruta y contagia a los turistas con su alegría desbordante. No existe una sola residencia donde no reviente un equipo de sonido o un simple radio con canciones alusivas al carnaval: “Allá va aquel borrachito que viene de Soledad, disfraza’o de marimonda con la cara bien pintá...”.
Por eso, cuando algunos interioranos señalan que los costeños todo el año estamos en carnaval, pienso que ojalá fuera cierto. Mas, no por el carácter lúdico y parrandero revelado durante un mes. Sino para reafirmar con recursos didácticos los altos valores que en la temporada germinan de manera espontánea.
En este sentido las escuelas, colegios y universidades tienen una significativa labor por cumplir. Allí deben ser frecuentes las conferencias y conversatorios en torno a la gran fiesta. En las áreas de español y sociales debe existir un espacio para el análisis y la reflexión. Algunos actos cívicos y culturales resultan pertinentes para revivir el espíritu carnavalero con todos los valores que promueve.
En fin, bueno sería, como en la inolvidable composición de Esthercita Forero, que en las instituciones educativas jamás se apagaran los Tambores del Carnaval. En otras palabras, que jamás se apaguen valores como la solidaridad, honradez, tolerancia, amistad y nuestro ancestral sentido de identidad y de pertenencia por lo propio.
Tomás Rodríguez Rojas
sumario:
Más allá del jolgorio, en el Carnaval de Barranquilla se hacen evidentes muchas de las costumbres y valores de nuestra costeñidad. Apuntes para una comprensión de la fiesta y una identidad permeada por la tolerancia.
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