Cualquier vestigio del grandioso copete de Berry –ese que le dio derecho a jactarse entre peluqueros y estilistas–, había desaparecido. En su lugar, un sombrero de capitán, ‘Capi’, escondía ese pelo fino y delgado que solo la vejez sabe regalar. El sombrero cumplía las veces de cetro, de símbolo único que le daba a Chuck su merecido lugar como capitán del rock & roll. La camisa morada de lentejuelas que adornaba su pecho (porque era él quien adornaba la camisa y no viceversa), indicaba una vida de entretenimiento y espectáculo; una vida que muchas veces no tuvo, pero que realmente quería. Aun así, Berry siempre ha sido un correcaminos, y sus canciones forman una especie de arsenal ACME que le permiten quemar gasolina y mantener prendido un fuego tenue que, ahora, a sus 83 años, todavía arde.
La simplicidad de sus canciones y sus letras –crudas y sin adulteración– hacen que la música suene repetitiva, pero aun así, el rock & roll fue creado bajo esos mismos principios: sencillez, repetición, ataque frontal. Las canciones de Chuck nunca se desmoronan, al contrario, van-van-van. Golpe tras golpe, les hablan a los jóvenes de cuerpo y de corazón, a los que tienen sueños y preocupaciones que trascienden las fronteras de su casa y buscan refugio en esa tierra medio rara, llamada dizque imaginación.
Yo, por muchos años, me había imaginado cómo y cuándo vería a este monstruo, hasta que…
LA VUELTA
Me rebusqué la boleta, por la que pagué 100 dólares. Inmediatamente me sentí cómplice de un plan para mantener vivo a Berry: indirectamente pagaba sus cuentas médicas, su hipoteca, y la docena de pastillas que asumo debe consumir para regular su cuerpo que ahora entra a su octava década. Con boleta en mano, me monté en un tren que cubría la ruta Boston - Nueva York. Cuando llegué al B.B. King’s Club, en 237 West & 42nd St., esto fue lo que vi: un ‘All-american’ bar, underground, donde ofrecían hamburguesas sobredimensionadas para personas sobredimensionadas que seguro tienen, ahora, algún bloqueo arterial (no dejó de parecerme incongruente ver la música sencilla y humilde de Chuck Berry rodeada de tantos espejismos de grandeza). En cualquier caso, el público era sorprendentemente diverso y meneaba su cabeza riff tras riff.
Desde las primeras notas de Roll Over Beethoven, hasta el coqueteo casi francés de You never can tell, pasando por la confesión juvenil de Carol, Berry cargaba su guitarra pegada al cuerpo, y hasta intercambió versos entre una canción y otra (quiero creer que era porque tenía un control absoluto de su discografía y no por algún asomo de senilidad). Nos tiró su famoso Duck Walk durante Wee Wee Hours, que fue un gesto tremendo. ¿Hey, un man de 83 años tirando ese paso? Grandísimo. Durante Rock & Roll Music, la cual Berry cantó limpia, sin sobresaltos, casi de manera quirúrgica, se montaron ocho personas al escenario, girando como derviches, solo que sin su convencimiento espiritual. Berry sonreía de oreja a oreja, consciente de que el rock & roll es un derecho y no una comodidad. Todo el mundo lo tiene, todo el mundo puede acceder a él.
De repente, subió una niñita al escenario, de pronto tenía 8, de pronto 10. Bailaba sin parar, extasiada, transformada, y con la delicadeza que solo un niño puede tener, extendió sin pena su brazo, y rozó con emoción la guitarra de Chuck como si fuera el elixir de la vida, o una paleta muy, muy sabrosa.
«Un aplauso para la pequeña», dijo Chuck mientras todos aplaudían, implícitamente admitiendo los celos que sentían por esa niñita que había tocado uno de los artefactos que le dio vida al rock & roll. En mi mente, también yo era esa niña, igual de extasiado, pero, a diferencia de ella, estaba en ese lugar por motivos diametralmente diferentes. Estaba allí porque había identificado la importancia de reconocer el pasado.
DURANTE EL EPÍLOGO
La nostalgia vende, pero con Chuck también encanta y trasciende la idea romántica del asunto para tornarse en una suerte de concierto obligatorio ahora o cuarenta años atrás. Hoy Chuck, como en los primeros años de la década del 50, todavía jala esas cuerdas como si estuviera sacando las cejas de sus clientes. Su porte, sereno y jubiloso, nos da una idea de lo que este hombre fue capaz de hacer; de cómo sus idiosincrasias amasaron, además de un espíritu roquero, un verdadero espíritu revolucionario.
En algún punto, mientras todos aplaudíamos, Chuck Berry se volteó, se encogió de hombros y sonrió, casi que sorprendido por tal reacción, o de pronto pensando «Hey, no sé, esto es simplemente lo que yo sé hacer». El Capitán Berry le había dictado a su audiencia una clase magistral de su propia marca de blues mezclada con country & western, ahora conocida como rock & roll, y a nosotros, sus pasajeros, sus estudiantes, no nos quedó de otra sino ponernos en la tarea de valorar el pasado y admitir, ahí, bailando y cantando, la grandeza de lo que fue.