Hace 40 años, la Nasa envió al espacio dos sondas del tamaño de un Volkswagen: las Voyager. Aunque su misión es explorar los confines del sistema solar, cada sonda lleva un LP de oro puro. Las Voyager también son tocadiscos siderales.
Si allá afuera, en la inmensidad del universo, una improbable civilización extraterrestre capta y decodifica los sonidos del disco de oro, escuchará saludos en 55 idiomas, cantos de pájaros, ladridos, truenos abriendo el cielo y risas de niños, así como una mezcla de música del mundo cuyo único requisito de selección fue su capacidad de conmover por igual el cerebro y el corazón: percusión senegalesa, Mozart, Bach, gaitas azerbaiyanas y flautas del Perú son algunas de las 27 piezas reunidas en el disco.
La pista número 7 es la canción de un guitarrista negro nacido el 18 de octubre de 1926 en San Luis (Misuri), alto y flaco, bigote fino y bien recortado, sonrisa close up y una mirada indescifrable que fluctuaba entre la serenidad y la locura, según como estuviera tocando su guitarra. Antes de ser músico estuvo preso por robar a mano armada, ensambló carros, fue vigilante y estudió cosmetología. Su nombre era Charles Edward Anderson Berry, pero todos en el barrio le llamaban Chuck.
Con él empezó todo. Antes de The Rolling Stones, The Beatles o Elvis, el joven Chuck llenaba escenarios divididos por un cordón de terciopelo con fuerza de ley: de un lado los blancos y del otro los negros. El Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos contra la segregación racial apenas empezaba a sentirse, y a Chuck le parecía que su música podía llegar a ser tan poderosa como cualquier protesta civil.
Había buenas razones para creerlo. Era 1956, tenía 30 años y dos éxitos encima: Maybellene, una historia sobre un amor fugaz a bordo de un Cadillac DeVille, y Roll Over Beethoven, en la que exigía que el rock y el blues reemplazaran a la música clásica. Su carrera estaba en ascenso y ya vendía más discos que Muddy Waters y todos sus demás maestros.
Chuck sabía que sus palabras eran proféticas. Él era capaz de leer con precisión las vicisitudes de los adolescentes: sus canciones hablaban sobre rebeldes sin causa, desafíos a la autoridad, estudiantes aburridos del colegio o mujeres que se visten para ir por primera vez a un concierto. Hacía toda clase de trucos en el escenario y cada vez que meneaba su cintura escandalizaba a los guardianes de la moral de turno. Le gustaba bailar con su guitarra y hacer el paso del pato, un movimiento que repetiría dos décadas después Angus Young, el guitarrista de AC/DC. En una ocasión, Jerry Lee Lewis se vio obligado a quemar su piano durante un concierto, porque sabía que después de él tocaría Chuck y necesitaba hacer algo salvaje para no ser opacado.
John Keats afirmaba que un poeta no tiene identidad y sin embargo ningún hombre tiene tanta consciencia de sí mismo. En 1955, como si hubiera leído a aquel poeta inglés, Chuck Berry escribió el que sería uno de los temas más reconocidos del rock y de la música popular.
La canción está inspirada en la vida del pianista Johnnie Johnson, pero Chuck supo expandir su propia vida en ella. Es la historia de un joven campesino de Luisiana, pobre y analfabeta, que vive en una cabaña cerca de Nueva Orleans y cuyo único talento es tocar la guitarra como si tuviera el diablo dentro. Johnny ve en la música la oportunidad de ser alguien en la vida, y el pueblo, asombrado, lo anima a que toque cada vez más. Fue grabada el 6 de enero de 1958 y lanzada el 31 de marzo, hace ya 59 años. En poco tiempo se convirtió en su tema más emblemático. The Beatles, Judas Priest y Bruce Springsteen la interpretaron, e incluso hay una escena memorable de la película Volver al futuro (1995) en la que Marty McFly la toca frente a un público del pasado que aún no conoce el rock & roll. «Nunca escribí pensando en una generación concreta, y por eso muchas pueden verse reflejadas», concluyó en una entrevista.
Johnny B. Goode es el relato del héroe que quiere romper con sus tragedias de origen a punta de genialidad, un drama universal que por eso mismo nos resulta familiar. Es el arquetipo del rockanrolero díscolo y rebelde con el que crecieron generaciones de jóvenes, y que hoy es prácticamente inexistente. Es el mismo Chuck que se dio trompadas con Keith Richards porque este quiso subirse al escenario a tocar con él sin su permiso, el que volvió a estar preso entre 1961 y 1963 por inducir a la prostitución a una niña de 14 años. Al salir, las cosas ya no serían iguales.
Después de la cárcel, Chuck siguió siendo el referente de los músicos de la época. Sin embargo, era visto por ellos más como un patriarca que como un par. Mucha de la música que llegó tras él le fastidiaba y solía ser punzante cuando se lo preguntaban. «¿Este tipo por qué está tan enfadado? Me cuesta entender la mayor parte de lo que dice. Si vas a estar enfadado, al menos déjale saber a la gente por qué lo estás», respondió cuando le preguntaron qué le parecía Sex Pistols.
Entre 1964 y 1979 grabó 13 álbumes de estudio, todos con poco éxito aunque no exentos de cierta fortuna: la canción My Ding-a-Ling, una oda a la masturbación que le volvió a traer problemas con la ley, llegó a ocupar el primer puesto en la lista Billboard de 1972. Sus apariciones en público se redujeron, limitándose a shows del recuerdo y colaboraciones menores. Chuck no vio venir el ocaso solemne que envolvió a su figura. El rock and roll mutó muy rápido y su frenética guitarra fue relegada.
Chuck Berry murió en Wentzville (Misuri), el pasado 18 de marzo. Aquel hombre que conoció la dureza de la calle falleció en su casa a los 90 años, a punto de terminar un nuevo álbum que saldrá a la venta en junio, luego de casi cuatro décadas de silencio. «Chuck iluminó mis años adolescentes e insufló vida a nuestros sueños de ser músicos y artistas», dijo Mick Jagger al saber la noticia. Palabras similares usaron roqueros legendarios para referirse a su muerte. Todos coincidieron en que Chuck fue el gran pionero.
En la última estrofa de Johnny B. Goode, la madre le dice a su hijo guitarrista que un día será un hombre, tendrá una banda y miles de personas querrán verlo tocar cuando el sol se ponga. También le dice que su nombre estará en un anuncio luminoso. Hoy, cuando las Voyager llevan su música a 16 mil millones de kilómetros de distancia de la Tierra, al profeta Chuck Berry lo iluminan las estrellas.