Un escritor va a su garaje, en un deliberadamente obsesivo momento de soledad, y empieza a clasificar, ordenar, arreglar y apilar cada archivo conteniendo su última novela. El manuscrito, de cerca de doscientas páginas, sobresale rodeado de lámparas, iluminado como con la misión de entregar una obra que su autor no podrá revelar en persona. El hombre selecciona una viga en el patio, hace unos cálculos para no fallar otra vez, escoge una silla, amarra sus muñecas con cinta de enmascarar —uno de los requerimientos para el éxito rotundo de la operación— y, bueno, ya sabemos el resultado.
Si añadimos a esta historia que su protagonista es un hombre que escribió un cuento llamado “La persona deprimida”, estaríamos leyendo una trama bastante predecible, llena de clichés. Claro que una persona deprimida piensa en matarse, el tipo era escritor y la obra de un escritor no es más que el reflejo de su vida, tú sabes, «Madame Bovary, c’est moi» y todo ese rollo. No hay sorpresas, solo la adición de un nombre más a la larga lista de intelectuales que han escogido salir por la ventana. «Lo retrospectivo tiende a confirmar lo obvio» —le hace decir Raymond Carver a un personaje en uno de sus cuentos.
Aquellos de nosotros que seguimos con devoción a Wallace –un autor de culto cuya popularidad anticanónica ha aumentado a pasos agigantados desde que acabó con su vida– sabemos que “La persona deprimida” fue un cuento diseñado para satirizar a Elizabeth Wurtzel, una escritora inspirada por su propia depresión orgánica cuya puesta en escena generaba un círculo vicioso de egocentrismo y culpa. Efecto boomerang: él está muerto y ella continúa vivita y coleando. ¿Cómo es posible que el satírico esté muerto y no el satirizado?
Para prevenir una falla, un suicidio necesita ser planeado hasta la neurosis. El método escogido tiene que ver con la razón por la cual el ejecutante decidió perseguir dicho propósito. Digamos, si quieres irte de este mundo porque estás huyendo del dolor no quieres salir con un seppuku, al mejor estilo Mishima. Puedes tomar un brunch de Seconales, a lo Caicedo. Si lo prefieres, puedes tener a la gente debatiendo acerca de si en realidad querías matarte o no y salir implicado en un repentino accidente automovilístico, tal y como conjetura William Styron acerca de Camus en su libro Esa visible oscuridad. A lo mejor, podrías ser como Sylvia Plath y proporcionarte un dulce, muy dulce final inhalando el gas de la estufa y dejar un delicado epílogo preparando con antelación el desayuno a tus hijos y sellando las puertas y ventanas de sus habitaciones con cinta adhesiva. ¿Por qué no considerar llenar tus bolsillos de guijarros y hundirte en el río antes de ahogarte en la laguna metafórica de tu siguiente colapso nervioso, a lo Virginia Woolf?
El rey pálido, el libro en el que Wallace se encontraba trabajando cuando decidió dejarnos, es un apabullante tour-de-force. Para un autor que ha escrito más de mil páginas de un tratado ficticio acerca de la depresión –una novela acerca de “Lo que significa jodidamente ser un ser humano”–, uno podría pensar que la meta sería sobrepasar a La broma infinita. Sin embargo, parece que Wallace tenía otras ambiciones. No es arbitrario que después de una epopeya posmoderna acerca del entretenimiento haya fijado sus ojos en el aburrimiento, o para citarlo, «La clave de la vida moderna»: (…) «Si eres inmune al aburrimiento no hay literalmente nada que no puedas conseguir»1. El aburrimiento, la cosa que, según su amigo Jonathan Franzen, lo mató2.
Según se ve, a Wallace le faltó inmunidad para acabar lo que llamó La cosa larga. A diferencia de Kafka, paradigma per se de trabajo inacabado, David quería que su proyecto, así fuera inconcluso, viera la luz.
Kafka y Wallace. Existe un número de detalles minúsculos que vienen a colación cuando se piensa en ambos escritores. El castillo, una de las novelas de Kafka, termina con una oración inconclusa, justo como La broma infinita. El proceso tiene capítulos faltantes, así como faltan –si bien en mayor proporción— capítulos en El rey pálido. El tema recurrente en Kafka es la opresión en un sistema intangible, mientras que la última obra de Wallace se desarrolla en parte en un ambiente burocrático donde los individuos encaran luchas internas tratando de vencer el aburrimiento, la ansiedad y el advenimiento de la tecnología. Hay, incluso, cierta conexión metafísica con respecto a las pretensiones creativas de ambos autores.
La carta más paradójica del tarot, el ahorcado, simboliza el final de una lucha. Colgado de Yggdrasil, el árbol nórdico de cuya raíz emana el conocimiento, tiene que ver con el sufrimiento interior, el sacrificio, la esclavitud psíquica y el despertar liberador. Representa a la persona altruista, dispuesta a sacrificarse por el bien común y que es fiel a sus principios, aun cuando estos impiden su libertad de acción. Por supuesto, no estamos pensando en esa famosa entrevista de Larry McAffery y aquello de «Estar dispuesto a casi morir para conmover al lector».
Ron Brown, en su libro El arte del suicidio, habla de la imagen de Fedra como ejemplo de la interacción entre método y motivo establecida en el suicidio aún desde tempranas épocas. Se menciona, incluso, que la suspensión entre cielo y tierra cuando se trata de una cuerda mantenía a las personas fuera de la influencia terrenal y a las deidades vivas, una noción íntima de prórroga.
No es fácil apartar nuestro pensamiento del carácter truncado de la pieza dejada por Wallace en su garaje. La minuciosidad con la cual ejecutó el acto podría sugerir una intención incluso semiótica. El método escogido –ahorcamiento– podría sugerir opresión. ¿Podría Wallace haberse embarcado en una empresa demasiado abrumadora como para ser capaz de llevarla a cabo en su totalidad?3 ¿Nos veríamos muy «banales, o melodramáticos, o ingenuos, o desfasados» si trajéramos a colación otra de sus famosas citas, aquella de su libro de divulgación matemática Todo y más acerca de lo que: «…el Caballero Errante, el Santo Humillado, el Artista Torturado y el Científico Loco han significado en otros tiempos: una especie de Prometeo, aquel que se dirige a lugares prohibidos y regresa con dones para que todos los podamos usar pero por los cuales tan solo él ha pagado?»
Quizá así sea, pero tendríamos que convenir con T.S. Eliot que «El fin es de donde partimos».