
Durante los días de Napoleón III (1848 -1863) se designó al Barón Haussmann para la remodelación física de París. Este cambio supondría la entrada de la ciudad a la modernidad y su apertura significativa al capitalismo. En París capital de la modernidad, el teórico social británico David Harvey recrea el ambiente de tensión que iba tomando la capital francesa, con la reorganización espacial y espiritual del espacio urbano, que conllevó a una sangrienta revuelta contra la comuna revolucionaria en 1871.
Pero volvamos en el tiempo. A principios del año 1848, en febrero, hay un primer intento de sublevación en la ciudad, los motines callejeros se llevarían a cabo hasta el mes de junio del mismo año. En medio de los rumores del agitado momento, muchos escritores regresaban a París para testimoniar este hito histórico. Mientras caminaban, eléctricos, por las callejuelas de la ciudad como buscándose para no encontrarse, en algunos lugares compartieron la acera los últimos representantes del romanticismo, encabezados por Víctor Hugo, Alfred de Musset y George Sand, con los versátiles herederos de las letras francesas, entre los que se destacaban Flaubert, Balzac, Nerval y Baudelaire. De todos ellos, Flaubert fue quien narró gran parte de lo ocurrido en La educación sentimental, pero el que entró en la acción de los hechos fue Baudelaire, que ingresará a las filas de la Sociedad Republicana Central, y más allá de hacerlo por una convicción política definida, se dice que este pálido resplandor revolucionario surgió ante la posibilidad de enfrentar a su padrastro, que estaba al otro lado de las barricadas. Lo único claro de esta incursión fue que en medio de las trincheras que ocupaban París, se encontraba un bohemio profesional dedicado a la conspiración.
Charles Baudelaire (1821-1867) se graduó de bachiller a pesar de su expulsión del Liceo-Louis-le-Grand en 1839. Abandonó sus estudios de derecho y emprendió el camino de la bohemia, frecuentando a Balzac y Nerval, siendo cliente asiduo de los prostíbulos parisienses que lo premiarían con una medalla de guerra, la sífilis, su fardo hasta el día de su muerte. En 1841, preocupada por su descarrilada vida, su madre atendió el consejo de su padrastro, el general Aupick. Para ello intentaron recuperarlo embarcándolo en el puerto de Burdeos con destino a Calcuta, con tan mala suerte que hubo una tempestad que le impidió seguir hasta el final del recorrido y lo dejaría viviendo, durante 17 días, en las Islas Mauricio, en el África insular, al suroeste del océano Índico. Según muchos críticos, este naufragio prefiguró el origen de Las flores del mal, libro que fue publicado el 25 de junio de 1857. De regreso a París en 1842, volvió a sus andanzas, ostentando su mayoría de edad y la herencia de su padre. De aquí en adelante inicia una guerra franca por demostrarle al mundo que convivirá en soledad, contra el terror si así se presenta, y reivindicará la unidad de ese yo fragmentado que se abre en los caminos de la modernidad: «Soy distinto. Distinto de todos vosotros que me hacéis padecer. Podéis perseguirme en mi carne, no en mi alteridad».
El filósofo argentino Darío Sztajnszrajber identifica tres elementos fundamentales en el trabajo de Baudelaire: el amor, la muerte y la autorreferencia; lo que no será sino otro signo de la vida orientada como una obra de arte. David Harvey reconoce en la modernidad una base que se sustenta desde la «destrucción creativa» de todos los estamentos sociales, sean estos de orden moderado o radical. Quizás por esto surge un actor social desconocido hasta ahora, la clase obrera. Y no solo serán estos, también surgirán personajes devenidos en marginales que llegan a la ciudad para vender el perfume de su exótico encanto. Los pequeños delincuentes, los viejos mendigos y las prostitutas, entre ellos se sentía a gusto Charles Baudelaire; serán parte integral de su proyecto, todo para demostrar que la belleza surge de los desechos de la ciudad moderna: «El arte puro, es decir, la singular belleza del mal, la hermosura de lo horrible». El poeta se desvanece como un fantasma que no sabe de qué parte del mundo ha surgido, como aquel distraído que por andar avistando la bóveda celeste se ha ido al fondo del abismo. Este es un aspecto marcado en el poema «Una carroña»: El cielo contemplaba los restos, que se abrían bajo el azul como una flor / creí que al acercarnos te desvanecerías / tan penetrante era su hedor.
El destino del poeta media entre la vocación del escritor y la vida del hombre. La culpa, el desvarío, la pérdida de las justificaciones, el orgullo estoico sin el alimento del reconocimiento social y la fama muestran sobre todo cómo se forja la aventura de la libertad en el reflejo creativo de un libro: Las flores del mal. Tal cómo él lo expresa en una carta del 18 de febrero de 1866: «¿Necesitaré decirle a usted, que tampoco lo adivinó, que en ese libro atroz puse todo mi corazón, toda mi ternura, toda mi religión (disfrazada), todo mi odio? Es cierto que escribiré lo contrario, que juraré por mis grandes dioses que es un libro de arte puro, de parodias, de juego de manos y mentiré como un sacamuelas».
La revolución de 1848 fue frustrada, la muerte y la destrucción estaría a la orden del día, a pesar de que socialistas y republicanos se aliaron para derrocar el régimen, el asunto fallaría. Napoleón III había dispuesto la modernización de la ciudad para no volver a repetir los desmanes callejeros. Así acabaría siendo el último rey de Francia elegido por la abrumadora mayoría, aunque atornillado en el poder a costa de la censura a la prensa y el poder represivo de la policía. Por su parte, el gran testigo de la modernidad encarnaría en Baudelaire, que, según Harvey, conjugó todo lo que pudo de esa gran ciudad que no fue una fiesta, y de la que recorrió desde el palacio más rimbombante hasta el último prostíbulo, dejando en cuestión el límite que hay entre: “el observador cínico y descomprometido, por un lado, y el hombre del pueblo que entraba con pasión en la vida de sus personajes”. A lo que también Harvey agrega más razones sobre el aspecto ambivalente del artista, frente al tiempo que le tocó vivir: “La agridulce experiencia que supuso la destrucción creativa en las barricadas y el saqueo del Palacio de las Tullerías en 1848 deja una contradicción en el sentido que tiene la modernidad para Baudelaire. Para poder enfrentarse al presente y crear el futuro, la tradición debe ser derrocada, violentamente, si es necesario. Pero la pérdida de la tradición arranca el ancla de la esperanza de nuestro entendimiento y nos deja sin rumbo y sin fuerzas. El objetivo de los artistas, escribía en 1860, debe ser por ello entender lo moderno como lo «pasajero, fugaz y contingente» en relación con la otra mitad del arte que se ocupa «de lo eterno e inamovible»”. En 1871 nuevamente la ciudad es removida a sangre y fuego. Baudelaire ya no estaba ahí para escribirla y recorrerla a su gusto, tampoco presidía el poder Napoleón III. El tiempo y la sífilis habían hecho mella en el poeta. Las flores del mal fue la obra poética más influyente de la modernidad. El 31 de agosto de 1867, antes del mediodía, recibió la tan temida y anunciada visita, tal y como lo expresó en este fragmento de su poema «El fin de la jornada»:
Mis vértebras, como mi alma, / codician dulce reposo; / de fúnebres sueños lleno / la espalda reclinaré / y rodaré en tus velos, / ¡oh refrescante tiniebla!