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Stones a la colombiana

Domingo, Marzo 20, 2016 - 00:00
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Desde hace mucho tiempo los Rolling Stones no tienen nada que demostrar. Medio siglo de actividad, millones de discos vendidos y una longevidad llena de leyenda les permite hacer lo que les da la gana, como les da la gana y cuando les da la gana. Sin embargo, lo que hacen lo hacen bien y se permiten pocas concesiones. Tantas décadas pasando por todos los escenarios posibles les ha permitido dominar su acto con soltura y no defraudan, por el contrario, con cada presentación alimentan su mito con consistencia, ampliando una ya devota legión de fanáticos. El concierto que ofrecieron en Bogotá cumplió con las expectativas e inclusive logró sorprender por algunos momentos. Fue una noche en la que se demostró la indiscutible maestría de estos septuagenarios ingleses.

El 10 de marzo cayó el primer gran aguacero del año sobre la capital colombiana. A mediados de la tarde, cuando las filas para ingresar al estadio El Campín crecían a buen ritmo, una tormenta de consideración empapó por completo a los pacientes aficionados que estoicamente, armados con esos precarios ponchos plásticos que se ponen a la venta con las primeras gotas, permanecieron en sus lugares. Los rayos se multiplicaban y por un momento se temió lo peor: en esas circunstancias el concierto no se podría llevar a cabo, de hecho era ya un riesgo la presencia de tal cantidad de personas en aquel descampado. Por fortuna, al finalizar la tarde la lluvia cesó y los temores se disiparon, no sin antes provocar algún desorden en la logística de ingreso, como suele ser habitual en todos los eventos masivos en nuestro país. Tras los infaltables colados, alguna riña, los típicos casos de robos menores, aguardiente en caja, canelazos, cerveza, empujones e incomodidad, el estadio comenzó a llenarse. No logro comprender por qué nos cuesta tanto organizar estos eventos, cuando en varios lugares del mundo esta es una operación que fluye sin contratiempos. Seguramente es el resultado de nuestra cultura e incompetencia, un reflejo de nuestro desdén por las normas y el orden. O de nuestra capacidad para olvidar, una vez adentro todo pasa y queda convertido en un chiste anecdótico. Quizá no nos importa tanto.

Pasada una breve y entretenida presentación de la banda local que fue escogida como telonera, Diamante Eléctrico, las luces se apagaron, la expectativa logró su punto más alto y se escuchó el clásico anuncio: «¡Ladies and gentlemen... The Rolling Stones!» El concierto había comenzado.

Luego de un estallido de pólvora, vino un momento de vacilación. Por un instante dio la impresión de que algo sucedía con el sonido de la guitarra de Richards, y además Jagger entró tarde, un inesperado descontrol que no duró más que algunos segundos para dar paso a Jumpin’ Jack Flash, la canción con la que los Stones saludaron por primera vez a Colombia. El público reaccionó, se notaban rostros incrédulos, miradas de asombro, puños y palmas al aire, las manifestaciones de alegría por una visita que para muchos, incluyéndome, hacía parte de un sueño improbable. Mick Jagger, haciendo uso de un tipo de gesto que alegra el rato y que logra que el espectador se conecte con el artista, se dirigió a la multitud en un aceptable español, saludó a Bogotá y a Colombia, hizo una seña y continuó con otro himno, It’s only rock n’ roll. Así de simple, la presentación ganaba fuerza.

Continuando con lo que ya puede definirse como una tradición, Dead Flowers fue la canción que el público escogió, vía Internet entre un grupo de cuatro, para ser interpretada esa noche. Los Stones hacen esto hace mucho tiempo, implementan un espacio para que los fanáticos voten por sus favoritas, una costumbre que permite cierta dosis de especulación. Luego de tocar ese country genial, lento y sarcástico, vino una auténtica sorpresa: Juanes fue llamado al escenario para acompañar a la banda en Beast of Burden.

No soy un particular admirador del músico antioqueño, aunque reconozco que ha logrado ganarse cierto espacio dentro del mundo del rock latino, especialmente por su compromiso como activista de los derechos humanos y como promotor de las causas más vulnerables. Lo cierto es que ahí estaba, compartiendo escena con Keith y compañía, ofreciendo unas imágenes que a mis ojos eran algo surrealistas, y disfrutando de un privilegio probablemente exagerado, pero que en cualquier caso fue vitoreado por todos los asistentes. Juanes cumplió, logró las mejores fotos de su vida y llenó de orgullo colombiano la tarima. Bien por él.

Una a una, las canciones emblemáticas de los Rolling Stones siguieron deleitando al público capitalino. Jagger, el frontman arquetípico, supo moverse y contonearse con su sello particular, lanzó frases en español de cuando en cuando, hizo chistes locales, mencionó al aguardiente, a Botero, al café colombiano, a la famosa oblea y a los estragos del guayabo. Manejó a la concurrencia, la puso a saltar, a balbucear las muletillas más reconocidas y a hacer ruidos guturales. El ambiente era de absoluta diversión y alegría, El Campín era una fiesta, los Stones lo habían logrado. Eso era lo importante, y es imperioso resaltarlo, porque el evento no estuvo libre de fallas.

El sonido y el montaje, aunque buenos, hubiesen podido entregar más, y la banda se notaba algo desconectada por ciertos pasajes. En ocasiones el hachazo de la guitarra de Keith Richards anulaba al resto del grupo, había desajustes de volumen e imperfecciones en uno que otro acorde. Con otros artistas, este tipo de detalles podrían menoscabar la experiencia general, pero este no es el caso. Al fin y al cabo, los Stones necesitan una dosis de caos, de crudeza, de ruido, su interpretación no es refinada, no se espera limpieza. Y así fue.

Luego de una alegre versión de You can’t always get what you want, acompañada por el coro de la Universidad Javeriana (otra sorpresa con participación local), los Stones cerraron su presentación con Satisfaction, quizá su canción más reconocida, una composición que estrenaron en 1965 y que hasta hoy guarda una increíble vigencia. Una breve e intensa descarga de fuegos artificiales redondeó la noche y despidió el concierto.

Los Rolling Stones son la banda de rock más grande del mundo. Han pasado del cielo al infierno y viceversa, han estado salpicados de polémica, han sido arrestados, expatriados, han abusado de las drogas, de la libertad, lo han vivido todo. Son íconos culturales y referentes populares. Conocidos en todos los rincones del planeta, si conservamos la coherencia y la civilización, su música nos acompañará por siglos. El concierto del pasado 10 de marzo cargó con todo ese peso simbólico y con un significado que supera el plano de la objetividad. Solo después de cincuenta años tuvimos la fortuna de recibirlos en nuestro país, seguramente por primera y única ocasión, es por eso que todos los que estuvimos esa noche acompañándolos guardaremos ese recuerdo con fervor y una nostalgia que ya comienza a cultivarse. En ese contexto, fue un concierto perfecto.

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La agrupación, en Perú, en cumplimiento de la gira 2016. Foto: Efe

*Arquitecto. Decano de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte, columnista de EL HERALDO y coleccionista de música.
moreno.slagter@yahoo.com
@Moreno_Slagter
 

Manuel Moreno Slagter
sumario: 
Bajo el recuerdo, el fervor y la nostalgia hacia los Rolling Stones, estas notas sobre el concierto que brindaron el 10 de marzo en Bogotá. Una presentación colmada de referencias locales, desorden y lluvia.
No

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