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En una tertulia pasada de jóvenes universitarios, en la que estuve sentado por azar, oí hablar del Hay Festival pasado. Uno de ellos manifestaba la buena impresión que había tenido al oír la conversación entre Alberto Abello y Gustavo Bell Lemus sobre el libro Biografía del Caribe, de Germán Arciniegas. Agregó que una de las conclusiones fue que el libro –a pesar de no incluir a la Costa Caribe colombiana en sus miradas– había sido un punto de partida para reflexionar sobre nuestro litoral. Traté de decir algo, pero la memoria de ese libro se me perdía por los años pasados desde su lectura.
¿Los de la conversación son intelectuales o académicos? Preguntó uno de los jóvenes de la mesa. Paré el oído, esas son las preguntas que siempre me interesan y que todavía no he podido contestármelas. Frente al balbuceo de todos los interrogados decidí intervenir y dije tentativamente que creía que un intelectual era lo opuesto a un académico. Los académicos son casi siempre especialistas en un solo tema mientras que los intelectuales se desparraman en múltiples inquietudes.
¿Entonces Habermas y Bourdieu, que fueron profesores, no fueron intelectuales? –me contradijo un joven estudiante de Comunicación con acné y lentes gruesos. Un ñoño arquetípico.
«Los que nombraste no se limitaron a un solo tema», fue lo único que se me ocurrió decir, y pensé callar por el resto de la tertulia.
Por fortuna habían vuelto al tema del Caribe. Ninguno se había leído a Arciniegas, pero uno de ellos sacó el libro La isla encallada, de Alberto Abello, publicado el año pasado. «Es muy buena» –afirmó con énfasis. Acto seguido sacó un libro de Ian Fleming y agregó «ahora leo esta novela vieja sobre un James Bond dando vueltas sobre el Caribe».
No encontré, por más que me estrujé el cerebro, la relación entre Fleming y Abello, pero vaya a saber uno cómo es la iconografía de unos intelectuales en ciernes.
Abello Vives hace notar las particularidades del Caribe colombiano que lo distingue de los otros países del Gran Caribe. Particularidades poco estudiadas y que hacen, como demuestra el autor, que al presentarse un conflicto como el de los límites marítimos con Nicaragua haya entre nosotros poca claridad sobre el tema. De sus observaciones el autor nos dice que nuestra Costa Caribe, más que Una isla que se repite, título del libro clásico de Antonio Benítez Rojo, es más bien una «Isla encallada».
La demostración de esta afirmación es el tema de la obra. En sus nueve suculentos capítulos nos va mostrando cómo hay dos hechos decisivos para decir que somos del mismo mar pero no somos de los mismos. Uno es el sistema de plantaciones, que incluyó todas las islas del Caribe, hasta a la colonia española de Cuba (lo que explica el porqué la élite de la ‘sacarocracia’, a comienzos del siglo diecinueve, no tuvo interés en la independencia). El otro punto de distinción es que entre nosotros, los españoles no exterminaron a todas las tribus indígenas. Ni se perdieron sus lenguas.
Otra mirada es la diferencia entre Cartagena y La Habana, que eran los dos puertos pujantes en la Colonia. Después de la independencia «Cartagena –según Theodore Nichols–presentaba hacia 1820 la apariencia de una persona que, no solamente había llevado una vida dura, sino que también tendría que soportar una vejez difícil». Por contraste, La Habana, capital de un país azucarero, presentaba un esplendor envidiable.
Además de mostrarnos una historia muy desconocida del Caribe, muy distinta a la historia andina de nuestro bachillerato, también hay miradas agudas a cómo el narcotráfico permeó al archipiélago de San Andrés y modificó las relaciones con Nicaragua. También se haya el capítulo, diríamos imprescindible, sobre el Macondo bananero. Un libro de lectura amena e instructiva que tiene que leer todo estudioso del mundo del Caribe.