1984, la novela de George Orwell, ya no es ficción, ni imaginación, ni fantasía. Hace rato dejó de serlo. Publicada en 1949, y titulada con un año que a la sazón podría parecer inalcanzable (1984), ya es una «realidad realizada» que a muy pocos informados podrá sorprender. Como si hiciera una práctica concatenada, ya Orwell había publicado en 1943 Rebelión en la granja, en donde los animales, dirigidos por el cerdo Napoleón, protestan y se amotinan contra el señor Jones, dueño de esa propiedad, y demuelen en sus conversaciones la visión rosa de los hombres.
El tema de 1984 es nuestro padecimiento actual: ambición de poder, implantación totalitaria, control mental, restricción de la libertad, grabaciones telefónicas, correos intervenidos, cámaras ocultas, espías en el celular o en la televisión, insania social. El autor la ubica en una región que él llama Oceanía, que siempre se mantiene en guerra y siempre en forma pomposa anuncia su inevitable victoria.
El protagonista es Winston Smith, quien es funcionario del régimen como empleado en el Departamento de Archivos del Ministerio de la Verdad y soporta, además de la orfandad infantil, una úlcera varicosa en el tobillo derecho. Un día piensa que ya es inaguantable la represión oculta y pública, y se rebela contra el régimen del Hermano Mayor. Winston titubea, tiene miedo, pero se decide a llevar un Diario para consignar ese monólogo que revolotea dentro de su cabeza. Este es el comienzo de la novela cumbre de Orwell, que fue su último libro, su libro número trece.
George Orwell, nacido en Birmania en 1903, durante el protectorado inglés, cuando su padre era funcionario de la Corona, tuvo una vida agitada y pletórica de actividades materiales e intelectuales. Solo vivió 47 años, pero ejecutó tantas cosas como si hubiera consumido más de un siglo. Qué no fue. Estudiante de un colegio privilegiado –donde también estudió Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz (Brave New World, 1932)–, policía del imperio inglés en Birmania, lavaplatos en París cuando no tenía dinero, librero de segunda en Londres, compañero de los hambrientos y desamparados durante la crisis de 1929, guerrillero en el bando republicano durante la guerra civil española, cronista y columnista de importantes diarios ingleses, locutor de la BBC, y comentarista de libros. Toda su creación lo destacó como un clásico de la lengua inglesa y como un maestro para las nuevas generaciones de periodistas.
Como nadie sabe cuál es el destino de las obras que publica, 1984 fue utilizada por el macartismo norteamericano para hacer campaña anticomunista en USA y en el mundo, pero la intencionalidad de Orwell al escribirla no se ceñía a esas pretensiones. Él estaba profetizando y señalando las aberraciones a las que puede llegar el Estado totalitario, y esto no tiene exclusividad política. Lo hace exagerando, ironizando, burlando, imaginando; todo incluido en una escritura clara que nos conduce a lo que se ha llamado el placer del texto. Hay en la novela una doble matización: la que se produce al enunciar el discurso político, y la que se da al escoger el lenguaje para su denuncia. Orwell profesaba un socialismo democrático y se consideraba a la izquierda del Partido Laborista inglés. Nunca varió de opinión.
El Hermano Mayor es la estructura de poder que se gesta en 1984, paralela a la existencia del Partido Interior. Omnipotente, ese «familiar» lo ve todo, lo intuye todo, lo sabe todo, y lo que desea no es vigilarte sino protegerte. Es la idea que manejan todos los represores. Tienes que aceptar que haya una Policía del Pensamiento o que se practiquen Dos minutos o una Semana del Odio. Y que el Estado se desarrolle con solo cuatro ministerios: el Ministerio de la Verdad (o Miniver), el Ministerio de la Paz (o Minipaz), el Ministerio de la Abundancia (o Minindancia) y el Ministerio del Amor (o Minimor). Este sistema, para completar la manipulación, se halla protegido por tres consignas centrales, colocadas en la fachada del Ministerio de la Verdad: «La Guerra es la paz / La libertad es la esclavitud / La ignorancia es la fuerza». Desde esas cretinadas, que son su verdad, desarrolla el Partido todo su corpus ideológico.
A este poder se le opone La Hermandad, un supuesto grupo de conspiradores contra el Hermano Mayor y su poder aplastante y absurdo, liderado por quien el Partido llama el Gran Traidor: Emmanuel Goldstein, autor de un hipotético libro de orientaciones contra el establecimiento del Partido Interior y toda su liturgia ilógica. Precisamente, una de las ceremonias para envenenar a los militantes son los Dos Minutos o la Semana del Odio, en los cuales deben participar todos los miembros. Allí gritan, insultan, se exasperan, se enloquecen, se llenan el alma del veneno necesario para seguir siendo serviles. Esa fábula de anticipación, como una vez la definiera Savater, tiene mucha relación con lo que ocurrió durante el plebiscito por la paz en Colombia, el brexit en Inglaterra, o con la elección de Trump como presidente de los Estados Unidos. He allí uno de los gérmenes de la impropiamente llamada posverdad. Que no es más que la manipulación y mentira descaradas.
El control que el Hermano Mayor ejerce sobre la sociedad es de tal magnitud que llega a crear el crimen mental, o «crimental», pues al Estado no solo le interesa lo que haces o lo que dices sino también lo que piensas, imaginas o mentalizas. Y si te marginas de la obediencia o de la ortodoxia, o te rebelas contra ella, para castigarte está la Policía del Pensamiento.
El control de la libertad individual y de la práctica social llega hasta el hecho de que hay máquinas para producir novelas y ninguna mujer del partido puede pintarse o maquillarse. Ningún hombre del partido puede tener relaciones extramatrimoniales o con prostitutas; si lo capturan lo condenan a 5 años de presidio, si no le anexan otros delitos. El Partido proscribe el placer en el acto sexual. El matrimonio tiene que darse entre dos miembros de la organización, no sin antes ser autorizado por un comité especial luego de comprobar que entre los dos no existe atracción física alguna. Y el control es tanto que nadie puede alejarse más de cien kilómetros de su lugar de residencia si no se le concede un visado.
La relación entre hombre y mujer tiene un fin concreto: traer hijos al mundo para que sean miembros del Partido. Pero la llamada Liga Juvenil Antisexo va más allá: pretende eliminar el contacto entre las parejas y propugnar por la inseminación artificial. Por ello pregona la abstinencia sexual total («aplazar el gustico», en palabras del señor de la guerra, para que la hagan otros, qué coincidencia). En términos sencillos: abogan
por la liquidación absoluta del instinto sexual.
Frente a represión tan aplastante, nos dice la novela mediante Winston, solo queda «la rebelión de los proles» (el proletariado). Esa sería la única esperanza de derrotar el régimen policivo del Hermano Mayor. Pero hay una dificultad infranqueable: los proles carecen de conciencia. Orwell, sabio y contundente, escribe algo que puede parecer obvio pero que casi siempre se olvida: «Hasta que no tomen conciencia no se rebelarán, y sin rebelarse no podrán tomar conciencia» (P. 80. 2016). Contradicción insoluble que se le puede aplicar a la sociedad colombiana.
Pero ante tan creciente pesadilla surge, plagado de clandestinidad y disimulo, el amor adúltero de Winston y Julia. A partir de esta sorpresiva contradicción, Orwell parece darle un giro más individual y más humano a la novela. Winston y Julia se aman en secreto, pero saben que algún día los van a capturar porque la vigilancia es implacable y ellos no creen en los postulados del Hermano Mayor. Mantienen su relación, primero en los bosques y luego en un cuartucho que alquilan para las citas amorosas. Pero estos encuentros tienen que hacerse tomando todas las precauciones posibles y fingiendo en el mundo exterior que no se conocen. A ambos los unen dos cosas: el odio hacia el Hermano Mayor y los sentimientos que mutuamente se profesan.
También a Winston y a Julia les repugna que hubiese una Brigada para la Reescritura buscando modificar el pasado, y que los acosaran en todas partes las telepantallas que observan el mínimo movimiento, que los niños sirvieran de espías o pidieran entusiasmados que los llevaran a ver las ejecuciones de los prisioneros de guerra, y tantos otros atropellos que ordenaba la cara ancha, el bigote negro y los ojos perseguidores del Hermano Mayor.
La realidad les ha enseñado que todo lo del Hermano Mayor es una falacia. Su ideario podía ir contra la justicia, la ciencia, la lógica, la verdad, pero había que aceptarlo para mantenerse libre o permanecer vivo. No hay duda de que Orwell profetizó a Trump cuando este niega las consecuencias del cambio climático o hace acusaciones sin mostrar el más leve fundamento.
Winston y Julia son apresados en el cuartico donde se encontraban y copulaban. Los separan y torturan. Ellos habían convenido en que ninguno delataría al otro. Pero ante tan inaguantables sufrimientos, la delación no era acusar de delitos reales o supuestos a la otra persona, sino mantener la fidelidad de los sentimientos. Frente a las atrocidades, seguir queriéndose.
Sabiendo el torturador O’Brien (quien los engañó haciéndoles creer que era su copartidario) que Winston le tenía pavor a las ratas, lo acosó con una jaula llena de estos enormes roedores para que, maniatado como estaba, le devoraran el rostro. Cuando él gritó todo descompuesto y en la máxima desesperación dijo que eso se lo hicieran a Julia, le trocaron el castigo.
Cuando O’Brien lo interroga, quiere demostrarle al reo, en pose filosófica, que él, Winston Smith, era el último humano, y que lo que el Partido Interior, o Hermano Mayor, buscaba no era destrozar el cuerpo del culpable sino dominar su espíritu. «Lo segundo que debes entender es que el poder se ejerce sobre las personas. Sobre el cuerpo, pero, ante todo, sobre el espíritu. El poder sobre la materia, o la realidad externa, como la llamarías tú, carece de importancia. … Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está en el interior del cráneo» (Pp. 279-280). Orwell, aquí, se anticipó a las hipótesis del doctor Llinás sobre la existencia de lo objetivo.
No se sabe si los jefes de las dictaduras de los años ochenta en el cono sur leyeron esta novela, pero hay que aceptar que sus horrores superaron las atrocidades que se imaginó Orwell en 1984, pero después de todas las implacables sesiones de humillación y de ultraje, Winston y Julia retornan a la sociedad. Física y mentalmente diferentes. Ya no cometerían el «crimental». Cuando en un día de marzo de mal tiempo se encuentran por casualidad, se reconocen, pero ningún sentimiento se alberga entre los dos. Winston camina unos minutos al lado de ella, pero percibe que nada sienten entre sí. Les han modificado el espíritu. Son incapaces de amar.
El Hermano Mayor se ha impuesto. El lenguaje, el pensamiento, los valores individuales, los enunciados de la ciencia y de la lógica, todo lo ha transformado a su antojo. Winston, ya modificado, seguirá con su rutina yendo al Café Castaño a que le sirvan en abundancia su habitual ginebra de la Victoria y de pronto a practicar el mate en dos jugadas de ajedrez, empezando siempre con las blancas. Había luchado, pero había sido vencido,
hasta en el amor.
Esta no es una novela solo de anticipación. Sino de advertencia y, aunque suene anacrónico, de denuncia. Y, quizás, una áspera profecía que en el mundo de hoy pretende convertirse en una oscura realidad. Ella es un inmenso aporte de Orwell; y una dura llamada de atención para nosotros.