José Félix Fuenmayor (1885-1966) era un sesentón cuando el llamado por Gilard ‘Grupo de Barranquilla’ se reunía, en la década del 50, por estos arenales, al lado de otro viejo, el catalán Ramón Vinyes, también sesentón, dos sabios consejeros de ese taller de escritores parranderos donde estaban, entre otros, Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez, estos de veintitantos años. Y fue Cepeda el que, más tarde, acuñaría la frase “Todos venimos del viejo Fuenmayor”, en un reconocimiento al genio literario que late en el volumen de poesía Musa del trópico (1910), la novela Cosme (1927), la nouvelle Una triste aventura de catorce sabios (1928) y el libro póstumo de relatos La muerte en la calle (1967).
Este año (2017), la novela Cosme está cumpliendo entonces 90 años y persiste, a pesar del estúpido silencio de la crítica, en hablarles a la modernidad y la posmodernidad. Dividida en 40 capítulos cortos, la novela se lee con elevado interés y asombro. Mientras en Colombia, en los años 20, la narrativa —incluyendo a La vorágine (1924)— insistía en los cuadros de costumbres y en los temas rurales tratados con una pobreza técnica y lingüística, Cosme se proyecta como una narrativa que decide tratar los problemas urbanos del usurero afán capitalista, con un lenguaje renovador donde saltan el humor y la ironía.
Cosme es una novela de extremos, que trabaja con los dos polos sociales que Fuenmayor percibe en una ciudad colombiana sin nombre del Caribe (entendemos que se trata de la Barranquilla de comienzos de siglo XX), solo que estos dos polos son descritos y tratados de forma caricaturesca, en una especie de grotesco, con el fin de que mediante la exageración, a veces rayana en el humor irónico, el lector entienda los malestares de una sociedad en que una clase capitalista ansiosa de ganancias se olvida de los valores y el desarrollo de una clase proletaria.
La novela cuenta, desde su nacimiento hasta su muerte, la historia o la biografía de Cosme, un fracasado. Nacido en el hogar del farmaceuta Damián y la buena señora Ramona, y criado como un niño consentido, Cosme realiza sus estudios de primaria, su secundaria, y luego, al arruinarse su padre y no poder continuar estudios universitarios, intenta trabajar de contabilista en la empresa del señor Pechuga. Cosme se frustra en todo lo que emprende: en sus amores, en el trabajo, en sus amistades. Todos terminan traicionándolo, aprovechándose de su ingenuidad. Todo el proceso educativo del joven se viene a pique, al no prepararlo para enfrentar la vida y resolver sus encrucijadas. Su padre, don Damián, pierde la botica y luego la casa. Es igualmente un fracasado. Mueren los padres y Cosme queda en la calle. Al final muere de varios garrotazos que le propina un amante celoso, el capitán Truco.
Indudablemente, la novela Cosme se muestra como literatura carnavalizada por reunir los rasgos del género cómico-serio. Participa del elemento retórico de este género, por supuesto, como una presencia que se debilita frente a la influencia del folklore y la “alegre relatividad” de la percepción carnavalesca. De hecho, en Cosme, la seriedad retórica —proveniente principalmente de la literatura andina— es puesta en jaque en cada capítulo. La obra se entiende como una novela de iniciación, de educación. Así, la visión unilateral de la ideología conservadora que regía a la educación en Colombia, sobre todo, en las primeras décadas del siglo XX —su posudo embeleco de cultura helénica propagada por el Estado y sus aparatos ideológicos desde la Atenas suramericana o Bogotá—, su racionalismo, monismo y dogmatismo son detonados por la visión carnavalesca de Fuenmayor, seguramente incoada en esa enorme paila o plaza paródica y burlona que son los carnavales de Barranquilla, pero también en la creativa e inteligente mirada del autor para percibir el influjo del dinero como elemento carnavalizador de las conductas humanas.
Fuenmayor construye una novela que se refiere a la actualidad de su época, concretamente a la Barranquilla que comenzaba a ser penetrada por los grandes capitales foráneos, causantes de la ruina de los pequeños empresarios. Publicada en 1927, Cosme nos habla de una ciudad cruzada por las transacciones comerciales en donde los grupos económicamente poderosos llevan a la quiebra a los pequeños negociantes. La actualidad de la obra es la vida cotidiana y viva de la ciudad, puerto a la orilla del Mar caribe y el Río Magdalena. Es la vida urbana coetánea a la escritura del autor.
Dentro de la carnavalización presente en la novela de José Félix Fuenmayor, encontramos un primer aspecto que salta a la vista por su carácter cómico y hasta grotesco. Me refiero a los nombres de los personajes. En su mayoría, los actores tienen nombres de payasos de circo barato: Pechuga, Barbo, Truco, Cheque, Tutú, Fregolín, Boca Hermanos, Patagato, Remo Lungo... Fuenmayor adopta un método sencillo y quizás ingenuo pero efectivo para nominar a sus personajes. Es el sistema que utiliza el pueblo para apodar en la vida real a las personas que presentan taras físicas o éticas. Es indiscutible que los nombres que salen del directorio de Fuenmayor remiten al lector, de un modo directo y denotativo, al alma o esencia moral de sus creaturas. Por lo mismo, suenan más a alias o apodos que a nombres pertenecientes a la onomástica tradicional.
Los nombres carnavalescos abundan: un abogado fastidioso se llama Fregolín; unos acreedores, Boca Hermanos; un comerciante avivato, Pechuga; un médico y filósofo cínico, Patagato; una buena e ingenua señora, ama de casa, Ramona; una prostituta con dejos de dama francesa, Tutú; un contador, Barbo; un tramposo capitán de barco, Truco; un cura, Balda (mancha); un bondadoso padre de familia, Damián (demonio, por contraste o desaveniencia); un joven romántico, Cosme (adorno, maquillaje); una competente criada, Saturita; una maestra sentimentalmente enfermiza, Dora (amada, por contraste); un condiscípulo patán, Mandarria; unos indígenas, Camojorú, Kala y Titiribí; un maestro, doctor Colón; un helenista (amante de la cultura griega), Picón; un alcohólico, Cheque; una novia difícil, Severina; un novelista pobre, Remo Lungo; un usurero, Boca mayor, y su sirviente, Coronado.
Tales nombres podrían hacer pensar al lector desprevenido, que se encuentra ante personajes novelescos poco serios, tratados sin arte ni profundidad de sentido, pero no nos engañemos porque en realidad estamos frente a un modo muy profundo de nombrar y construir a los personajes. Y creo que es precisamente esta referencia directa de los apelativos al contenido espiritual y moral de sus portadores, uno de los indicadores de la carnavalización en la novela Cosme. Por esa grieta comienza a filtrarse la risa desacralizadora de Fuenmayor.
Encontramos que el abogado que viene primero a notificar el vencimiento de la obligación contraída por don Damián con hipoteca de la casa, y luego, a ejecutar la orden de desalojo, no puede llamarse sino Fregolín. El lector piensa de inmediato en el verbo fregar, que además del significado básico de “estregar con fuerza”, tiene el sentido familiar y figurado de “molestar, fastidiar”. Igual podemos decir del apellido Pechuga, que además de significar el pecho del ave, figurativamente alude a descaro, cinismo, y por lo tanto, le cae como anillo al dedo a un comerciante tramposo y ventajista. Boca Hermanos, los jefes del abogado Fregolín, hacen honores semánticos a su nombre, al tragarse, en su meticulosa función de acreedores, los bienes (la casa) de don Damián. Otro caso es el del abogado Mr. Perheth, representante de Richardson and Williamson, la firma acreedora que se queda con la botica de don Damián.
Fuenmayor guiña el ojo socarronamente a los lectores con los nombres Richardson and Williamson, mostrando por un lado la presencia de los extranjeros (en este caso, estadounidenses o ingleses) en el despojo de los nacionales y, por otro, el testaferrato interesado de los connacionales al actuar como intermediarios en el despojo, como es el caso del señor Pérez o Mr. Perheth. Además, el hecho de que Richardson and Williamson sean apellidos o nombres patronímicos (el hijo de Richard y el hijo de William) apunta a una continuidad de estirpe o familia en la voracidad del neocolonialismo económico.
El nombre del padrino de Cosme, Patagato, expresa el sentido de un hombre que más que como médico, se revela, en su oficio de conversador cotidiano, como filósofo cínico, emisor de verdades que hieren o dejan los arañazos de una zarpa de gato. En verdad, Patagato es el filósofo de la novela. No obstante el fracaso educativo de Cosme, vemos cómo es Patagato quien, rousseaunianamente, dirige la instrucción y educación del joven.
Sabemos que a pesar de las opiniones, muy pocas por cierto, de don Damián y doña Ramona, sobre su hijo Cosme, siempre se hace lo que sugiere o propone el doctor Patagato, cuyo método de convencimiento o razonamiento parece acercarse a la mayéutica socrática. Después del entierro del doctor Patagato, quien fallece por una bala perdida en el atrio del Palacio de Justicia (nótese la ironía), don Damián comienza a revelarse también como un filósofo ecuánime ante el tema o la presencia de la muerte, mostrando que a contrapelo de su pusilanimidad, por lo menos ha aprendido de Patagato, el difícil estoicismo de aceptar la muerte sin revanchismos.
Los nombres con los que Fuenmayor bautiza a sus personajes —como ya dije, más parecidos a alias o sobrenombres— contribuyen a crear en el lector la idea de encontrarse en un circo, donde el director del espectáculo hace representar la farsa de la cotidianidad antiheroica de sus payasos, carnavalizados por los valores de cambio, los unos victimarios, los otros víctimas.
La novela Cosme también deja fluir la risa cuando se quiere poner nombre a la escuela de la señorita Dora. Carolita, miembro de la “aristocrática cofradía del santo leño” (pág. 36), propone el nombre de Colegio de Jesús, María, José y el Asno Sagrado. Este nombre es rechazado y en su lugar se le da el sugerido por el obispo: Colegio de la Sagrada Familia, apelativo con el cual queda conforme Carolita pues, según su interpretación, el señor obispo había atendido gentilmente su deseo de que no se dejase fuera al burrito pues en “Sagrada Familia entran todos...” (pág. 38), incluyendo el burro sagrado.
El barco capitaneado por Truco se llama Zangamanga, es decir, “treta, astucia”. El señor Pechuga, en complicidad con el capitán Truco, ha llevado a Cosme al buque como contador de a bordo, con el fin de ampararse en la ingenuidad del joven y robar a sus anchas en el importe de los servicios del barco. Por supuesto, Cosme, Quijote en la defensa de los valores auténticos, se opone a llevar una contabilidad fraudulenta y es retirado del cargo. De modo que el nombre de Zangamanga expresa las tretas y fraudes que se realizan en el barco.
En realidad, los nombres, en su función de máscaras, son la expresión concreta de características carnavalescas mucho más englobantes como el contacto libre y familiar, las desaveniencias, las profanaciones y las excentricidades de que nos habla Mijail Bajtin en sus estudios sobre el carnaval en la literatura. Uno de esos momentos de contacto libre y familiar se presenta cuando, por ser 31 de diciembre, es decir, un día típicamente carnavalesco, Cosme recibe el permiso de su padre y del doctor Patagato de salir a divertirse (“a hacer barbaridades”, según Cosme) hasta las doce de la noche. El joven ha abandonado así la vida oficial, no carnavalesca, habitual, para penetrar en un mundo invertido, en una vida al revés; ha suspendido su vida normal para entrar al mundo carnavalesco de la noche de año nuevo. Nótese que la misma fecha se va a expresar con una fiesta en la que perece el año viejo y se da inicio a uno nuevo, precisamente la muerte y la vida, el morir y el renacer: en última instancia, el rito de la indesentronización pues a año muerto, año puesto, en el devenir del tiempo humano.
Nuestro antihéroe, de trece años, va a parar a un barrio humilde, a una casa donde es recibido, sería mejor decir, capturado, por ocho mujeres, una de las cuales “se precipitó sobre él inundándolo en cintas, gasas, colores y perfumes”. Cosme es engañado con la promesa insinuada de relacionarlo con Mariquita, “una chicuela también muy emperejilada”, “cuyo nombre ya repetía Cosme en sus adentros con adoración”. Así, es encerrado con candado en un cuarto, para que le haga compañía a una anciana y a un niño recién nacido. La anciana y el recién nacido son metáforas del año viejo y el año nuevo. Así, las diversiones de Cosme, el 31 de diciembre, consisten en correr de un lado para otro, atendiendo al niño que estalla en chillidos cada vez que deja de mecer la hamaca, y socorrer a la anciana que es un mar de excrementos hediondos por unos chorizos descompuestos que se había comido. Si el lector decide continuar con la metáfora del año anciano y el año niño, tendrá que soportar todas las consecuencias de esta homologación. Así, se trata de un año nuevo pujante, chillón, recién nacido, que exige atención inmediata, y de un año viejo diarreico, infecto, molestoso y fétido.
Estamos entonces ante uno de los envilecimientos carnavalescos. Se ha invertido el mundo. Los habitantes de “una casa de humilde aspecto” han tomado de sirviente a Cosme, perteneciente a un estrato superior. Ha habido igualmente una inversión del miedo jerárquico. Por temor a la despótica anciana, Cosme se ve obligado a atenderla en su espantosa diarrea.
El buque Zangamanga bien podría representar otra plaza carnavalesca. No se olvide que Zangamanga significa “treta y astucia”. El barco comporta entonces un espacio donde fluyen los valores de cambio por encima de las calidades. Allí Truco, “capitán cesante pero acaudalado, pues no perdió el tiempo en el oficio de mandar buques”, practica sus artimañas para seguir enriqueciéndose en complicidad con su carnal de tierra, el señor Pechuga. En este buque hay cierto aire carnavalesco de contacto libre y familiar en el que Cheque, un viejo marino, se dedica a tomar grandes cantidades de alcohol y hace confidencias a Cosme, la señorita Tutú coquetea con el joven y tiene relaciones de hecho y de lecho con el capitán Truco, quien al final de la novela, celoso, mata a Cosme de varios garrotazos.
Recientemente (2016), con prólogo del profesor y crítico literario Orlando Araújo Fontalvo y por convenio editorial de varias universidades, entre ellas la del Norte, se acaba de publicar una nueva edición de Cosme. En el prólogo dice Araújo Fontalvo: “No es exagerado afirmar que, en términos generales, el interés de la crítica colombiana por su obra resulta prácticamente póstumo. Se debe, de manera incontestable, a la ejemplar contribución de investigadores extranjeros —empezando por el crítico francés Jacques Gilard—, el haber sentado las bases para arrebatar del olvido la figura imprescindible del «viejo» Fuenmayor, un auténtico «relojero en su taller», una sensibilidad de otra época, «capaz de ver el poblado (la Barranquilla de sus años mozos) con una mirada de postguerra». Lo dice en otros términos García Márquez: “Un escritor para quien nada importa lo accesorio, lo ornamental; que sabe irse al fondo, a la esencia de lo nuestro, para entresacar únicamente lo que tiene valor universal”.