Cuando estaba chiquita me gustaba envolverme en las cortinas y dar vueltas para enrollarme y no poder salir tan fácilmente de ahí. No sé por qué, pero ahora me llama la atención la frecuencia con la que hacía cosas que podían terminar mal. Varias veces fue así, como lo de la cortina, lo de meter los dedos en los enchufes… o intentar escaparme del garaje de mis abuelos tratando de atravesar la reja doblándome y retorciendo el cuerpo hasta que inevitablemente alguna parte se quedaba atascada y yo tenía que pegar un berrido para que alguien viniera a ayudarme. En cuestión de instantes, casi siempre aparecía mi abuela con jabón y una esponja para ayudarme a salir. Entonces me quedaba quietecita mirando la expresión en su rostro mientras me untaba el brazo con la espuma y tiraba con firmeza para sacarlo sin hacerme daño. No sabía qué me daba más gusto: mi deseo de escaparme y salir a jugar a la calle, o esa expresión de preocupación en su rostro.
Pero eso no era todo, y prefiero contar las cosas extrañas que hacía cuando era pequeña a contar las que hago ahora. Un día, párale bolas, por ahí como a los ocho años hablando por teléfono ya no sé con quién y jugando con los condimentos que había al lado de la estufa, decidí saber qué era eso que hacían los adultos en las películas y que tanto pudor y angustia le causaba a mi mamá que yo viera. Siempre quise preguntarle a alguien por qué se me ocurrían esas cosas: hacerme un hilito de sal, parecido a las rayitas que los adultos se hacían en el baño en esas mismas cintas independientes que mi mamá siempre me prohibía ver, poner la nariz e intentar aspirar los granitos para ver si es que era por eso que luego la gente se desmayaba o terminaba en un hospital.
No es que yo quisiera morir, ni que hoy me haga las rayitas de los adultos, de verdad verdad. Fíjese, querido lector, que siempre he estado tan llena de curiosidad que jamás he querido morirme, tampoco hoy, pero en todo caso déjeme contarle que unos meses antes ya había pasado mi susto en privado cuando una mañana saqué la caja de los medicamentos y busqué el frasco gigante de aspirinas gringas. A mi abuela sus hermanas le mandaban tarros y tarros de pastillas: lecitina de soya, vitamina D, calcio, aspirinas. Yo no sé cuál era la maricada con mandar esos regalos tan malos, ni por qué las aspirinas hechas en USA tenían ese olor ácido e intenso que a veces se convertía en un sabor amargo en la garganta. La cosa es que yo veía que mi abuela y mi mamá, y en general las mujeres que conocía, tenían por costumbre colocar un algodón dentro del frasco. A mí me decían que eso ayudaba a que las pastillas duraran más y no sé qué, pero yo no sabía por qué me costaba creer eso. Me parecía mentira. Nada más las miraba cuando tenían dolor de cabeza y buscaban el frasco, sacaban el algodón y se tomaban dos pastillas para hacer la espera más tolerable. Siempre estaba atenta al ritual de tomarse las pastillas, no por las pastillas en sí, sino por el algodón. No podía ser que un pedazo de algodón, nubecita química, no tuviera nada que ver con las mañas de los adultos en las películas.
Entonces, un sábado bien temprano en la mañana cuando todos dormían, decidí tener mi encuentro a solas con el frascote. Recuerdo claramente que estaba en una de las 5-6 habitaciones de infancia que tuve, y que después de haberme cansado de jugar sola esperando que todos se despertaran, con el frasco entre las piernas y un poquito de susto, me armé de valor y decidí abrirlo, sacar el algodón y sin espera, acercarlo a mi nariz y aspirar fuerte, muy fuerte, como los adultos en las películas que no me dejaban ver.
Lo que pasó después se parece mucho a lo que sucedió la vez que intenté delinearme los ojos con el delineador líquido de mi mamá como a los seis años. Alcancé a ver mis rodillas llenas de raspones y por unos segundos sentí que me desvanecía, que me desmayaba, que había sido un tremendo error poner a prueba mi osadía y mis ganas de conocer el mundo de los adultos. Pensé, como siempre, que ya me había metido en un problema ni el doble hijueputa, pero claro, no lo pensé con esas palabras. Ah, con el delineador lo que pasó fue que una tarde, cansada de probar mojando la puntica de mis lápices de colores con la lengua para fabricarme maquillaje y sombras propias y no joderle la vida a nadie, me falló la puntería al acercarlo al párpado y lo que hice fue untarme todo el ojo de ese líquido negro. Cuando me miré al espejo, tenía el ojo cubierto por una película negra y líquida, y parecía como si me hubiera quedado tuerta.
Ese día sí se me paró el corazón del susto, –¿usted se imagina creer a los seis años que se quedó ciego por andar pendejeando?–; menos mal después de echarme toda el agua que pude, levanté nuevamente la mirada al espejo y constaté que mi ojo seguía ahí. Me preocupaba ir al colegio al día siguiente sin un ojo y que la niña de bachillerato me dijera alguna cosa, como la vez que me dijo que mi papá tenía que ser un chivo para que yo tuviera esas cejas tan feas.
No sé por qué pero me gusta mucho recordar estas pendejadas. Acabo de ver a la misma niña que esperaba a que todos se acostaran para jugar a las cosas prohibidas ahí detrás de la persiana. Ay, benditas sean las horas en las que todos andaban demasiado cansados y yo podía ir subiendo esa escalerita infinita que es la curiosidad y que siempre ofrece un peldaño más cuando uno acaba de hacer una travesura. Como ahora, de adulta, que me ha vuelto a gustar tanto subir escaleras y hacer cosas parecidas.
Con todo y que ahora me dan permiso para entrar a las salas de cine y nadie corre a taparme los ojos para que no vea las cosas, yo ya no busco las manos de mi mamá para que me protejan. No busco nada que me proteja. Si busco un par de manos ahora, las busco para jugar a juegos de villanos y pelarme las rodillas… y a usted parece que le gusta la maricada también, que se para ahí a mirarme desde la persiana.