Lo que atrae al lector de la novela es la esperanza de calentar su vida que se congela al abrigo de una muerte, de la que lee.
Walter Benjamin
La imagen: un «insecto planeando como un zepelín sobre una ciudad en sombras [de] ojo amenazante [y de cuya] órbita salían resortes semejantes a antenas… uno de ellos se extendía… hasta confundirse con las ramas de un caoba bajo el cual, una mujer protegía entre sus brazos un huevo traslúcido…»; la espectadora: Lina, el personaje más relevante de En diciembre llegaban las brisas (1987), novela de la autoría de Marvel Moreno. Tan sustancial es la presencia de Lina como que es ella quien hilvana los hilos de las vidas que conforman la historia –su nombre remite al lino, material usado por la parca Átropos en su tejido–, una historia que se proyecta como avatar de la escritora que habitó esa ciudad «averaguada», abandonada, gangrenada por los actos viles de quienes la vivían y sufrían; es decir, estamos ante una ciudad amenazada por el desastre.
La novela representa una ciudad muy cerca del mar –tal fue su título original– cuyas brisas decembrinas trascienden la de por sí ya refrescante llegada de los vientos alisios al destacar el carácter simbólico del mes de diciembre como cierre de un ciclo, pero que a la vez dice de una apertura o comienzo, el adviento, la Navidad. En el principio era el mar, el agua, ahora es el aire, principio activo que añade aliento de vida pero también de muerte.
Diversos son los temas que trabaja la narración: la religión, el esnobismo, el detrito o decadencia, la servidumbre, la enfermedad, la raza, la sexualidad y el erotismo, la ciudad, el voyerismo –la mirada que testimonia–, el género –la mujer esposa/«querida», prostituta, lesbiana, beata, loca, enferma/«zombi», madre/educastradora, diva– más la violencia –simbólica y no simbólica–, porque no hay paz catártica en esta novela. Las miserias de Dora, Catalina y Beatriz solo serán conjuradas al final, en el epílogo.
Pero antes de llegar al cierre del texto, detengámonos en un episodio que protagoniza Lina, el cual junto con el epílogo llevan la historia de Moreno a otro nivel: se trata de la visita de la Lina niña a su tía Irene –nombre que significa calma, sosiego– en la torre del italiano. El lugar es, entonces, un remanso de paz ubicado en una parte de la ciudad
descontaminada del bullicio profano, del tropel que la asedia.
Y es que no podía ser otro el personaje al que se le confiara el ser testigo de esa experiencia: Lina es el ojo que todo lo ve, por lo que su caracterización la hemos de conectar con la expresión de lo síquico y lo espiritual. Su omnisciencia, su ubicuidad nos la presentan en casa de su tía cual peregrina en espacio sagrado. Toda torre prefigura lo eminentemente superior. Su carácter fortificado provoca la meditación y la vigilancia. Lina como «ungida» que es –el origen del nombre también acoge esta acepción– estará a la altura de las circunstancias.
La arquitectura de la torre del italiano plantea una ruta que incluye dédalos –laberintos– que hacen de esta estructura otra babel en la que prima la confusión en tanto proliferan baldosas, cristales, espejos, mosaicos y piedras que parecieran encerrar un conocimiento codificado, encriptado. Lina, lectora vigilante nos conduce por el laberinto y nos insta a traducir aquello que duerme el sueño oscuro y profundo de la roca y los vitrales. Lo babélico es, por supuesto, confusión de lenguaje y en este punto resulta ineludible la mención a la conocida consideración de las catedrales como libros de piedra y vidrio, tal y como las percibe Fulcanelli en El misterio de las catedrales (1926). Estas construcciones de arte godo o argot funcionarían como una cábala oral por cuanto el mismo término argot apunta a esa modalidad lingüística practicada por un determinado grupo y cuyos hablantes solo usan en cuanto miembros de ese grupo.
Marvel Moreno diseña este escenario para entrenar y ejercitar el arte de la interpretación, un arte que se corresponde en lo inacabado con la torre de babel genuina. La hermenéutica y su hermetismo se entrelazan con la concepción de una autoría enmascarada que pondera, interroga a la sociedad con la que compartió, echando mano de un lenguaje solapado. Ese saber, terrible producto del interrogatorio, a su tiempo lo recoge de manera elocuente la torre del italiano, en clara alegoría a la catedral/libro.
Quien regenta ese espacio, sabemos, es tía Irene y no con mano dura sino con silencio férreo. Se dice que los constructores de la Alhambra daban por cierto que después del silencio, el correr del agua era la música más bella que existía. La tía Irene no tenía voz: su voz era la música del piano que interpretaba. Ese silencio que reinaba en la torre se interseca, por demás, con el epílogo de la narración.
En el siglo XVI un prólogo hizo de una carta una novela. Un epílogo hace de esta novela, por un lado, una «épica», de suerte que expone sistemáticamente un entramado, unas genealogías, unas sagas mediante un tono confesional, confidencial, que evoca la oralización de la épica auténtica. Por otro lado, el epílogo le aporta a la novela una «dramática»: la tragedia y el melodrama están a la orden del día, pero –más interesante aún– al modo antiguo el epílogo funciona como el espacio de la calma después de las impresiones que ha generado la trama. Es decir, opera como una especie de descanso.
Efectivamente, el relato concluye con una Lina adulta exiliada en París –la distancia le permite, le afina el sentido crítico– que invoca la memoria y le hace hablar de sus abuelas, de la fiebre que le genera el recuerdo de la tierra caliente (interesante la asociación trópico/enfermedad). La retrospección la instaura de nuevo en esas casas de antaño y recuerda, además, que incursionó en la escritura al hacer de esas vidas que conoció, un texto. Es más, la retrospectiva de Lina nos anima a ver en ella a Marvel Moreno dándole continuidad al epílogo de El hostigante verano de los dioses, de Fanny Buitrago –novela publicada 20 años antes de En diciembre llegaban las brisas– al responder la pregunta de quién era el responsable de poner por escrito lo sucedido: recayó en una mujer, respondió Moreno. Asimismo, la forastera en verano de allá se proyecta en la peregrina y exiliada Lina de acá. El río y el piano equivalen al mar y al piano de tía Irene aquí. Por último, la ciudad plácida de Buitrago en ese cierre se encadena al silencio que reina en la torre, ese sosiego que es la mismísima muerte.
Al final, Mallorca –espacio y tiempo del presente de quien narra– y la Samarcanda persa que se citan en este epílogo son signos también de aniquilamiento. Las brisas de la novela, así como acogen el sentido de aliento de vida, también arrastran el de muerte, por su efecto de borradura. El huevo empollado representa la agencia por medio de la escritura. Escritura de mujer. Con Marvel Moreno ese huevo ha sido puesto a salvo.
*Magíster en Literatura Hispanoamericana y del Caribe, Universidad del Atlántico.