La cuestión es así: la realidad está ahí afuera, completa, compacta, autosuficiente, y las interpretaciones que nos hacemos de ella no son más que aproximaciones, una suma parcial de piezas y ángulos para volverla a armar precariamente dentro de nosotros. Siempre es necesario un elemento más, fuera de la suma, para alcanzar la igualdad: siempre hace falta una cifra intuitiva o irracional para completar el recorrido.
Ese es el paradójico ideal de Aquiles: apresar una realidad que siempre está más allá.
A través de sus aporías, Zenón cuestionó el movimiento (el movimiento como una multiplicidad de puntos) y lo consideró una apariencia. Lo real, lo esencial, es un solo punto fijo, inamovible, indivisible, de donde brotan o se desdoblan todos los demás, un punto ideal que los alberga a todos, que los prefigura como el eje a la circunferencia. El mundo, su multiplicidad, su movimiento, su interrelación de puntos, se hacen factibles precisamente a través de esa continuidad, de ese simple prodigio que es una línea.
¿Cómo puede una flecha alcanzar el blanco si siempre tiene que atravesar un punto intermedio?, nos pregunta Zenón. Solamente a través de un hilo milagroso que une todos los puntos y los vuelve uno solo. El Aquiles que está en un punto del remoto pasado es el mismo Aquiles del principio de la humanidad y el mismo Aquiles que esta mañana tocó el timbre de nuestra puerta. Debajo de ellos subyace la misma continuidad, la misma unidad. En la Z de Zenón late la A de Aquiles.
La aporía de Zenón es también una parodia. El primer novelista moderno no fue Cervantes sino este filósofo presocrático, al tomar el mayor héroe de la época y parodiarlo en una carrera contra una tortuga. Al hacerlo, Zenón estaba confrontando la esencia divina de su personaje con sus limitaciones terrenales. Si el personaje de una comedia fuera solo una criatura mundana, no nos darían risa su incapacidad y sus torpezas. La risa surge cuando comparamos esas barreras terrenales con el componente heroico, ideal, sagrado, épico, que presentimos en el interior de todo hombre: cuando damos por descontada su condición espiritual. En ese sentido, la parodia no es una anulación de la épica sino una sutil validación o reivindicación de la perfección humana y su profunda divinidad.
Aquellas limitaciones terrenales están presentes también en nuestra incapacidad de agotar las posibilidades de esta aporía. Y esto por la misma razón de que es imposible agotar las representaciones y abstracciones del mundo real. Una hipótesis personal del mundo o un mapa de toda la superficie del planeta son también aproximaciones, esfuerzos que nunca serán tan complejos, compactos y unitarios como la realidad. Frente a la supremacía de lo real, el héroe cuenta solo con su voluntad. La épica es precisamente la intrusión del mundo interior del héroe al mundo exterior, y más exactamente, una apropiación. Todo lo contrario a la tragedia, en la que el protagonista está sometido a las circunstancias, y su voluntad no alcanza a sobreponerse al mundo externo: es la realidad la que termina colándose en su interior.
En la épica lo real alcanza el estatus de lo ideal: lo real es lo ideal. Para la épica, el mundo que vemos es una apariencia, una sombra del auténtico; la verdadera realidad, el verdadero combate se libra en el mundo interior. La épica nos dice que en esa dimensión invisible es donde el hombre verdaderamente se realiza.
En la tragedia ocurre lo contrario: lo ideal está debajo del umbral de lo real y nunca alcanza su fuerza, su altura. El ideal de Aquiles es alcanzar una realidad que siempre está afuera de su mundo interior. El personaje de Aquiles me gusta desde el mismo momento en que la Ilíada lo muestra no solo en su dimensión épica sino también en la trágica, cuando la flecha se revierte y la realidad lo alcanza.
Hablando con exactitud, no hay sátira en la paradoja de Zenón; más bien la sátira está objetivamente en la realidad. Lo irónico es el hecho de que el mundo funcione burlándose de la razón, o sea, a través de puentes irracionales entre un punto y otro de la realidad. El mundo de la razón, en cambio, es un mundo estático: para que pueda haber una línea hay que inventarse un salto; solo así es posible zanjar los infinitos puntos intermedios.
Es irónico que en el plano racional, en el plano matemático o lógico, no haya puentes sino solo una secuencia o serie entre una unidad y otra, una hilera de puntos. En el plano real, en cambio, hay una continuidad que se da de forma natural e implícita, y que viola a cada momento la lógica; tan espontánea que ni siquiera nos damos cuenta: el corazón, por ejemplo, muere a cada momento y resucita en cada latido. Mientras la razón se expresa a través de secuencias, de una multiplicidad de puntos, y por lo tanto mediante aproximaciones, la realidad, en cambio, funciona por asalto, por sorpresa, al interior de un solo punto; es una unidad, un universo, y por eso las cosas se deslizan de un punto a otro como si estuvieran dentro de un mismo punto.
En un minicuento titulado «Acimut» de mi libro El ideal de Aquiles, 101 pasos para alcanzar a la tortuga (Habriaticus Editores, 2010; Planeta Lector, 2017), hablo del movimiento perpendicular como una solución para alcanzar a la tortuga. Esa alusión privilegia la intensidad frente a la horizontalidad o extensión del mundo, la interioridad frente al mundo externo. Por supuesto, en la vida real no existe de forma diferenciada esa construcción cartesiana: las dos categorías (lo intenso y lo extenso, lo interno y lo externo) se necesitan para existir; las dos variables están implícitas en cada movimiento. Para avanzar, siempre tenemos que atravesar una extensión a la medida de nuestra voluntad. Una metáfora para visualizar esto es el acordeón: tenemos que estirar, extender primero su fuelle para poder extraerle música. Otro ejemplo son dos espejos enfrentados: si los dos cristales están pegados, no hay reproducción de imágenes; necesitan separarse por lo menos un ápice, ser dos líneas paralelas y no una sola, para comenzar a intensificarse y desplegar la profundidad de sus cuadros. Sospecho que el universo y su multiplicidad comenzaron a funcionar a partir de ese fundamento binario, es decir, cuando un solo punto, comprendido en el famoso Big Bang, se separó en dos: comenzó a extenderse.
Lo oblicuo es otra forma de ilustrar la combinación entre lo intenso y lo extenso, entre lo interno y lo externo, y tiene mucho que ver con la progresiva asimilación de la realidad, con los objetos ideales con que tratamos de aprehender la realidad. Una idea es una mirada indirecta para aproximarse a lo real. En el minicuento «Cuestión óptica» de mi libro El ideal de Aquiles, parto de una idea sencilla: la forma como la retina capta las cosas más difíciles y remotas cuando se emplea de manera sesgada. Eso mismo ocurre en la mente: solo de forma transversal se puede captar lo más escondido de la realidad. Una mirada oblicua es una mirada que no se decide a ser totalmente externa: tiene que partir de atrás para impulsarse. La expresión «mirar de reojo» alude a esa visión desfasada que gira primero en sí misma: que trata de ser ubicua y observar hasta el mismo ojo que mira y, desde ahí, multiplicar su visión, volverse exponencial. La conciencia parte de este fenómeno intensivo: de la capacidad del hombre de observar la realidad mirándose al mismo tiempo a sí misma.
El razonamiento llevado a su máxima expresión sería este: si se necesita una mirada de reojo para captar una estrella lejana, si se necesita una mirada cada vez más oblicua, cada vez más sesgada, para captar las estrellas más escondidas, entonces se necesitará una mirada totalmente interna, completamente ideal, para captar la totalidad del Universo.