¿Y tú quién eres?, ¿cómo te llamas?, ¿de donde vienes?
No sé cómo me llamo, ni quiénes fueron mis padres. No sé de dónde vengo ni quién soy.
El patrimonio arquitectónico está ahí para mirarlo, verlo, vivirlo, valorarlo y protegerlo. No permanece impávido porque desafortunadamente es vulnerable. El paso del tiempo lo golpea fuertemente; esos edificios «viejos» son como nuestros abuelos, merecen nuestro cuidado y agradecimiento, al tiempo que son nuestra memoria. Así mismo el patrimonio permanece ahí tranquilo como testigo de nuestra historia, nos recuerda de dónde venimos, nos ayuda a reconocernos unos a otros y nos permite aprender sobre nosotros mismos. El patrimonio arquitectónico es herencia de todos y alimenta nuestra riqueza cultural. Esa riqueza intangible que en últimas es la que vale la pena.
Afuera, en las calles, deambulan no solo transeúntes, sino las ilusiones que cada uno de nosotros lleva a cuestas. Adentro, no solo habitan nuestros anhelos, sino que bajo los techos de nuestras construcciones, y rodeados de paredes, conviven nuestros sueños y nuestras fantasías. Así ha sido desde que el hombre inventó la ciudad y se hizo ciudadano.
Hay quienes se preguntan a viva voz que para qué se conservan esas casas viejas, ya desvencijadas, raídas y tejicaídas. Otros tantos piden en nombre del desarrollo que las reemplacemos por torres de veinte pisos con apartamentos tipo loft, de esos modernos con cocina abierta y pisos de porcelanato bien brillante. Así como los que usan los ejecutivos de hoy, espacios funcionales, prácticos y pequeños que han desplazado la generosidad y la amplitud. Eficiencia que sacrifica el confort que hace amable la vida. A todos esos debemos recordarles que de la manera como valoramos nuestras raíces, nuestra herencia, es decir nuestro pasado, de esa forma viviremos nuestro presente y construiremos nuestro futuro.
Ya hemos sido testigos de la desaparición de joyas arquitectónicas que en nombre del progreso han caído víctimas de un desarrollo inescrupuloso, un desarrollo que avanza sin miramientos de ninguna clase y que borra a su paso todo lo que se interponga en su camino, un desarrollo voraz, capaz de engullirse nuestra memoria y que ya cuenta entre sus víctimas algunos hitos como el Edificio Palma y el antiguo Club Barranquilla , que ya desaparecieron, o el damnificado edificio de la Unión Española, que pasó de bella edificación a espantoso adefesio.
Aunque afortunadamente ya existen los mecanismos e instrumentos legales para que las administraciones de turno ejerzan la protección del patrimonio, a pesar de las deficiencias operativas o administrativas que puedan persistir, nos hace falta a nosotros como ciudadanos apropiarnos de lo que queda. No solo mirarlo para contemplarlo, sino observarlo para valorarlo; en un esfuerzo común debemos crear una cultura que valore nuestro patrimonio, no solo desde su cuantía económica o en su dimensión arquitectónica sino como ese acervo cultural esencial y parte fundamental de nuestra identidad, como nuestro referente histórico.
Somos nuestra memoria, es un hecho innegable que la arquitectura refleja el pensamiento y el espíritu de su propio tiempo. Todos sabemos que esas edificaciones y los barrios que se conformaron son un referente histórico nacional e internacional que da fe del momento por el que pasaba nuestra ciudad en aquella época. Parámetros nuevos de planeación urbana, nuevos códigos de comportamiento social, tecnologías desconocidas hasta el momento, tendencias culturales y demás maravillas entraron por ahí. Son testimonio de la llegada del futuro a nuestro país.
La fusión de apellidos foráneos y locales forjaron estos espacios que abrieron la puerta a la modernidad, no solo de Barranquilla sino de Colombia. La innovación y el progreso se respiraron una vez en sus calles nacientes. Pero donde vivieron Mancinis, Santo Domingos, Fuenmayores y Muvdis, entre otros tantos, hoy caminan Garcías, Mogollones, Morenos, Herreras o Parras. Lo que antes fueron mansiones hoy son sedes de reconocidas compañías, y los antiguos salones de baile se han convertido en bibliotecas o salas de conferencia de universidades. Las residencias de antiguos grandes empresarios hoy son sede de pequeños emprendedores del futuro.
Mucha agua ha corrido debajo del puente, de eso bien sabemos los barranquilleros. Y hoy, cuando la ciudad se atreve a volver a mirar con energía al futuro, se hace urgente y necesario ver nuestro patrimonio con orgullo, no con un orgullo posado, sino uno sincero y honesto. Interesarnos por sus estilos arquitectónicos, aprovechar esos espacios para mostrarlos a quienes nos visitan, valorarlos para devolverles todo su esplendor, conocerlos de tal manera que interioricemos sus valores y los incorporemos a nuestra idiosincracia para plasmarlos en la arquitectura de hoy. No para replicarlo y copiarlo a pie juntillas, sino para entenderlo y tomar de ahí lo valioso, lo arquetípico y paradigmático.
Tomar todo lo bueno de eso que está ahí y que nos habla de un mejor tiempo pasado para atrevernos a usarlo, no como un referente hecho historia y letra muerta, sino uno vigente, vivo, de cara al futuro. ¿Por qué no tomar esos valores arquitectónicos y de planeación que tanto admiramos por encima del hombro para asumirlos de frente de manera que los nuevos espacios de esa nueva ciudad que se construye de cara y a orillas de nuestro río estén impregnados de la arquitectura que reposa por tantas partes de la ciudad?
El patrimonio está ahí, más que para recordarnos lo que fuimos, para mostrarnos de lo que estamos hechos, para que no olvidemos nuestro potencial; todo lo que somos capaces de ser y de lograr. La ciudad la podemos leer a través de sus espacios. Sus edificaciones, sus calles, los pisos que reposan bajo nuestros pies y que fueron recorridos en otra época por otros zapatos que andaban a ritmo diferente nos hablan de lo que ya pasó, pero nos dan las claves para que construyamos hoy una vida que valga la pena.
El patrimonio es un bien no renovable si lo dejamos caer, si dejamos que se destruya lo perderemos para siempre. Sus cimientos son débiles y vulnerables, y la mayoría de las veces no resisten el embate del desarrollo y el progreso. Ojalá seamos capaces de dejarles a nuestros hijos y a los de ellos una ciudad que valga la pena ver, para que ellos puedan sentir el mismo orgullo que muchos de nosotros sentimos cuando nos encontramos de frente con los edificios y construcciones de nuestros abuelos.
Porque creemos que el patrimonio es importante, en Mira al Centro llevamos 12 años mirándolo, caminándolo, fotografiándolo, registrando y contando sus secretos y sus historias. Para que las nuevas generaciones conozcan, vivan y se apropien de nuestro patrimonio.
Escribía Heidegger en ese sentido en Construir, habitar, pensar que «la auténtica crisis del habitar estriba en que los mortales tendrían ante todo que buscar nuevamente le esencia del habitar y que tendrían que aprender ante todo a habitar».
Sí, el patrimonio hay que mirarlo, hay que apreciarlo, pero sobre todo hay que valorarlo. ¿Para qué? Para saber de qué estamos hechos.