En 1949, el Comité del Premio Nobel de Literatura determinó que ningún nominado cumplía con los lineamientos del premio, y postergó su decisión para el siguiente año. Fue así como William Faulkner recibiría el galardón correspondiente a 1949 en 1950. Cuando se enteró, Faulkner se mostró reacio a asistir a la ceremonia: «Soy un granjero y no puedo alejarme de aquí abajo [el sur de los Estados Unidos]», agregando posteriormente que «el premio no es para mí, sino para mis obras… tengo cincuenta años, probablemente no me quede mucho en el tanque. Lo que sea que quede después de treinta años de trabajo no vale la pena como para llevarlo desde Misisipi hasta Suecia».
Luego de varios contactos del embajador estadounidense en Estocolmo, del Departamento de Estado y de la intervención de Muna Lee, poeta y coterránea de Faulkner, el autor aceptó asistir a la entrega. Faulkner, de quien en este septiembre de 2017 celebramos los 120 años de su natalicio, dio el primer paso inadvertido para convertirse en embajador en una guerra cultural que los Estados Unidos había iniciado a principios de la década.
Combatiendo el nazismo
Durante la Segunda Guerra Mundial, el Consejo de Libros en Tiempos de Guerra y la Oficina de Información de Guerra (OWI, por sus siglas en inglés) crearon una estrategia (más tarde referida como Programas de libros) para utilizar libros como propaganda: 123 millones de copias de 1.322 títulos fueron enviados a las tropas estadounidenses para ayudar a mantener la moral. El Consejo acuñó su eslogan: «los libros son armas en la guerra de ideas».
En 1944, el programa se extendió a la posguerra: una red que ayudara a la pacificación de la población civil, la erradicación del nazismo y explicara el papel de los Estados Unidos durante la guerra. La radio, el cine y los periódicos fueron los medios masivos perfectos para soportar la causa. Los libros jugaron un papel más significativo: «los libros no tienen su impacto en las mentes de las masas sino en las mentes de aquellos que moldean las mentes de las masas», escribiría algún funcionario de la OWI en un memorando. Más de cuatro millones de copias de unos setenta títulos (en inglés, francés, italiano, alemán y holandés) fueron llevados a Europa para vender la imagen de Estados Unidos.
Empieza la
Guerra Fría
Durante este periodo de beligerancia ideológica, el objetivo del gobierno estadounidense fue más político: mostrar al mundo la grandeza y liderazgo del país en la ciencia, el arte, la cultura; su evolución, historia y herencia como nación; promover el estilo de vida y los valores democráticos, como la libertad, y capitalistas, como el individualismo.
El éxito de la iniciativa estaba atado a la elección del material apropiado. El inconveniente era que, como explica Adalaide Morris, para principios del siglo XX «la literatura estadounidense carecía de canon», era una literatura «de lecturas populares, textos que se leen en las tardes lluviosas de domingos». Y luego se pregunta: «¿por qué consideramos [en 1985] que Hawthorne, Faulkner y Mailer pertenecen al canon, pero Sarah Orne Jewett, Eudora Welty y Toni Morrison no?».
La respuesta a esta pregunta quizá se encuentre en los Programas de Libros. En Cold War Modernists: Art, Literature and American Cultural Diplomacy (Modernistas de la Guerra Fría: arte, literatura y diplomacia cultural de los Estados Unidos), Greg Barnhisel describe cómo, en los 1950, el gobierno estadounidense seleccionó obras de, entre otros, Washington Irving, Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Walt Whitman, Emily Dickinson y Mark Twain, porque estas encajaban en el retrato de nación que deseaban difundir en el mundo.
El embajador inesperado
En su artículo «In between propaganda and escapism: William Faulkner as Cold War Cultural Ambassador» (Entre la propaganda y el escapismo: William Faulkner como embajador cultural de la Guerra Fría), Deborah Cohn, doctora en Estudios Hispánicos de la Universidad de Brown, recuerda que cuando se anunció el Nobel para Faulkner, el New York Times manifestó la esperanza de que el premio «no signifique que los extranjeros lo admiran por la imagen de la vida estadounidense que él les da y que ellos creen típica y verdadera. El incesto y las violaciones pueden ser pasatiempos comunes en el Jefferson (Misisipi) de Faulkner, pero no en el resto de los Estados Unidos». En su país, Faulkner era considerado «un novelista menor y oscurantista que trabajaba principalmente en la tradición gótica, creando imágenes grotescas y crueles del tema racial, la violencia y el sexo», según explica Barnhisel.
Sin embargo, antes de que se le otorgara el Nobel, personajes como el crítico literario Malcolm Cowley y el escritor Robert Penn Warren promocionaron un cambio de imagen. Faulkner empezó a ser percibido como el escritor capaz de abordar temas universales, perdurables en el tiempo, desde las entrañas de la condición humana. Luego, con el Nobel en la mano, y alentados por la excelente reputación de Faulkner fuera del país, especialmente en Latinoamérica y Europa, el autor se convertiría en el embajador perfecto de los Programas de Libros.
En 1954, los Estados Unidos le negaron la visa al escritor de izquierda Joao Lins de Rego. Los ánimos en Brasil estaban caldeados y con la Conferencia Internacional de Escritores, a realizarse en São Paulo, el Departamento de Estado convenció a Faulkner de que su asistencia sería definitiva para el servicio del país. Al final del viaje, Faulkner escribió al Departamento de Estado preguntando «en qué otras posibilidades o situaciones a futuro, etc., podría ayudar a darles a personas de otros países una idea más certera, a la que algunas veces tienen, sobre lo que los Estados Unidos es en realidad».
En 1955, el escritor asistió a un seminario de literatura estadounidense en Japón. Faulkner, quien tenía problemas con el alcohol, aterrizó borracho. Desagradado por su comportamiento, el embajador estadounidense ordenó enviarlo de regreso a casa. Sin embargo, Faulkner se presentó al seminario, donde los japoneses estuvieron más sorprendidos con la aprehensión que en su comitiva provocaba el comportamiento del escritor que en el hecho de que Faulkner hubiese bebido en exceso. Faulkner escribió dos textos: «Para la juventud de Japón», convertido en un panfleto traducido, e «Impresiones de Japón», posteriormente producido como película por la Agencia de Información (USIA, por sus siglas en inglés). Aunque estaba encantado con Faulkner, el Departamento de Estado elaboró una Guía de recomendaciones para manejar al señor William Faulkner durante viajes oficiales.
En Islandia, también en 1955, le preguntaron por los inconvenientes de mantener tropas estadounidenses en un país tan pequeño. Faulkner aclaró que los soldados, técnicamente, eran de la OTAN. «Además», continuó, «¿acaso no es mejor tener fuerzas estadounidenses en nombre de la libertad que tropas rusas en nombre de la agresión y la violencia?».
Su último viaje como embajador fue en 1961. En Caracas, durante la celebración del sesquicentenario de la independencia de Venezuela, recibió la Orden Andrés Bello. Hugh Jencks, oficial cultural de la embajada, manifestó que el viaje fue un «éxito incalificable. Los líderes venezolanos están, en su mayoría, predispuestos con posiciones antiestadounidenses, son creyentes en el principio comunista de que los Estados Unidos es un país prioritariamente materialista y sin logros culturales. Traer a una figura de la talla de Faulkner fue una refutación de este punto de vista».
También visitó Filipinas, Italia, Alemania, Francia e Inglaterra. El único país al que se rehusó visitar fue la Unión Soviética, aduciendo que condonar al gobierno ruso sería una traición a Dostoyevski, Tolstói, Chejov y Gogol.
Cuando Faulkner leyó su discurso de aceptación del Nobel, la Guerra Fría y la amenaza de la destrucción mutua eran parte de la cotidianidad del mundo –la Unión Soviética había realizado su primera prueba atómica exitosa el año anterior. Es curioso y aterrador que algunas de sus palabras sean aplicables en la incertidumbre nuclear que todavía nos cobija: «Nuestra tragedia hoy es un temor físico general y universal tan largamente prolongado que ya hemos aprendido a soportarlo. Ya no hay problemas del espíritu. Solo queda un interrogante: ¿cuándo estallaré?».