
Es sabido cómo la violencia ha golpeado a Colombia en toda su historia. Ello motiva las siguientes preguntas: ¿cómo describir la intimidación y dolor producidos en una sociedad como la colombiana a través del arte?, ¿cómo el lenguaje expresaría experiencias tan terribles que paralizarían a quien se proponga articularlas a través del arte?, ¿la palabra poética bastaría?
Lo anterior hace pensar en las frases del poeta alemán Friedrich Hölderlin: «¿Para qué la poesía en tiempos sombríos?»; y las del filósofo alemán Theodor Adorno, cuando declaró: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie».
Se observa en esta última frase la existencia de una condena, ya sea ética, política, moral y artística. Para el caso de Adorno, a partir de la solución final, el Holocausto, no se puede escribir sobre lo que avergüenza, acerca de tan inmenso dolor, pues la lírica no revelaría ni las ideas ni el padecimiento de un debacle tan profundo para el ser humano.
Por su parte, el poeta sucreño José Ramón Mercado, sostiene con severidad: «Los poetas (colombianos) se volvieron indolentes frente a la violencia. Les falta convicción. Se expresan a través de un lenguaje de sombras, de la melancolía y lo estereotipado». Él mismo ha respondido de manera contundente a sus declaraciones en su poema «Canción a la tregua iracunda» (2009): «Los muertos me empujan cada noche sus recuerdos /Sus episodios hacinados de impunidad /Los laberintos de sus sueños caídos».
Es cierto. Un paneo al género de la poesía y cómo ha expresado en los últimos años la violencia en Colombia revela cierta despreocupación entre lo que representa el poema y cómo esta afecta a estos creadores. No obstante, de manera contestataria, algunos poetas como Fernando Charry Lara, María Mercedes Carranza, José Manuel Arango, Horacio Benavides, Juan Manuel Roca, Piedad Bonnett y José Ramón Mercado, entre otros, han revelado desde su labor artística una ‹estética del horror› a través de varios poemas muy conocidos.
Esa estética del horror contiene, al mismo tiempo, la presentación profunda de una ‹memoria traumática›. Este concepto de Paul Ricoeur reivindica que la poesía puede afrontarse como memoria ejemplar, como memoria que refleja los dolores del ser humano y de cómo estos revelan su fragilidad en el mundo. En este sentido, esta poesía debería ser apelativa y se cubriría de ira, de catarsis penetrante y ética. De denuncia y testimonio. Estos textos sobre el trauma y el dolor suponen acusación, querella, pero en ellos, sin embargo, prima el control estético. No se parece en nada a la poesía del ‹compromiso› de los años 60 y 70, que muchas veces contenía más ‹política› que estética. Por ello, la poesía colombiana última constituye un ejercicio de equilibrio artístico, pero también la muestra de una potencia poética, creativa, a la que se adhiere un alto factor de reflexividad.
Aún más, por su hondura, esta poesía deja ver, también, una memoria traumática, en la que, en palabras de Frank LaCapra, «el pasado no es la historia pasada y superada. Continúa vivo en el nivel experiencial y atormenta o posee al yo o la comunidad». Por ello, representa una memoria de «lo que permanece» en su perturbadora intensidad, y el poeta, en este caso, representa un «emprendedor de la memoria» (Elizabeth Jelin), importándole más reconstruir que explicar.
Fernando Charry Lara y los muchachos
Si le diéramos un orden cronológico, un poema como «Llanura de Tuluá» abriría la senda de análisis. Su autor, Fernando Charry Lara, nacido en Bogotá, fue miembro del consejo de redacción de las revistas Mito, Eco y Golpe de Dados, y ganó el Premio Nacional de Poesía en el año 2000. El poema se mueve inicialmente entre la elegancia discursiva y una descripción paradisíaca. Describe el entrelazamiento de una pareja en un paraje, supuestamente disfrutando de las mieses del amor, pero sin embargo «no hay beso, sino el viento /sino el aire seco del verano sin movimiento». El panorama ha cambiado: «Uno junto del otro están caídos, muertos, / al borde del camino, los dos cuerpos». Todavía hay un respiro para una poesía intrascendentemente bella: «Debieron ser esbeltas sus dos sombras/ de languidez adorándose en la tarde». Pero a renglón seguido el poema da un giro crítico, brutal, estridente y magnífico: «Y debieron ser terribles sus dos rostros / frente a las amenazas y los relámpagos. /Son cuerpos que son piedra, /que son nada, / son cuerpos de mentira, mutilados». Y el final no puede ser más doloroso: «ya de cerca contemplados, /ocasión de voraces negras aves».
Se revela un engaño en las tres primeras estrofas. El mundo idílico parecía penetrar y reverdecer. El poeta, sin embargo, no revela el contexto. No obstante, en los versos siguientes nos conmina a darle otro sentido. Al negar que no hay beso, que existe un «viento seco», sin movimiento, y después cuerpos muertos, el poema nos recuerda, subsiguientemente, que narrar, poetizar, implica retornar el tiempo, dialogar con él, humanizarlo. Estos cuerpos se humanizan. La poesía implica, entonces, un movimiento, un sentido moral y ético: una hermenéutica del deber, una poesía del trabajo, en el mejor sentido ético, es decir: conlleva el trabajo de justicia por el otro, un trabajo de alteridad, un trabajo de la memoria para pagar la deuda creada por el olvido. Recoger la memoria de esos cuerpos reblandecidos conlleva retomar los lugares bajo los cuales se ejerce una violencia, constituyéndolos nuevamente en cuerpos en los que la poesía representa un ejercicio de recuperación de la memoria dolorosa y ahora reencarnada.
Para Mijail Bajtin esta actitud, propia del arte del siglo XX, «es aquella que interpreta la actividad estética como empatía o vivencia compartida» en la que se cree que el cuerpo exterior del otro tiene un valor, expresa una posición emocional y volitiva, de manera que el poema expresa al otro. En la obra poética los cuerpos de los dos muchachos representan la plasmación interna del ser humano, del otro como algo valioso y significativo, transformado a través de un acto de valoración externa. La poesía se constituye en ese acto de valoración. Existe, además, detrás de ello algo que el filósofo Paul Para Ricoeur explica como un fenómeno «de someter la herencia a inventario», de manera que la «víctima de la que se habla aquí es la víctima que no es nosotros, es el otro distinto de nosotros», pero que asumimos como nuestro. La poesía se convierte en la voz nuestra que señala el dolor de los otros.
Juan Manuel Arango y la limpieza de las «manchas»
Este poeta, nacido en Carmen de Viboral, Antioquia, en 1937, obtuvo el Premio Nacional de Poesía por reconocimiento de la Universidad de Antioquia en 1988. Tradujo a Emily Dickinson, William Carlos William y a Walt Whitman. Uno de sus libros más hermosos es Este lugar de la noche, de donde proviene el poema «Los que tienen por oficio lavar las calles»: «Los que tienen por oficio lavar las calles / (madrugan, Dios les ayuda)/ encuentran en las piedras, un día y otro, /regueros de sangre.//Y la lavan también: es su oficio/ Aprisa / no sea que los primeros transeúntes la pisoteen».
La violencia se ha trasladado a las calles, a un oficio cotidiano de «los que tienen por oficio lavar las calles». Se trata de describir la invisibilización de la muerte violenta. «Ellos» (cualquier interesado) quieren que tengamos los ojos (la conciencia) tapados, ya que esos otros entes que buscan la «normalidad», procuran limpiar las «manchas». Que los transeúntes no pisoteen la sangre, es decir, el sufrimiento. Se trata de hacer olvidar los muertos. De lo que ha sucedido. El olvido quiere hacer su aparición. Quiere ser creado desde la institucionalidad, desde las diferentes formas del Estado o de la ilegalidad. Sin embargo, el poeta propone con su poesía una forma de resistencia: no al olvido ante la «memoria traumática», aquella donde la experiencia del duelo por los asesinados por la violencia no es superada y abruma a la comunidad, constituyéndose en una percepción que replantea la moral, la ética y la política. Ahora esta poesía de la memoria se constituye en una experiencia advocatoria, elegíaca, en una percepción estética que replantea estas esferas del ser humano. Al mismo tiempo, elabora un llamado a la acción moral para recuperarla y reflexionar sobre esta y su devenir y su impacto en la sociedad. Se ha convertido en una conciencia trágica, pues ella ahonda en el dolor humano, pero a su vez en su expiación y en su reflexión.
Docente de la Universidad del Atlántico. Investigador grupo Ceilika de la Uniatlántico- Investigador Grupo Comunicación y Región, Universidad Autónoma del Caribe. Autor del libro ‹Jorge Luis Borges. Del infinito a la posmodernidad. Una mirada desde la filosofía contemporánea a su narrativa›. Tiene en proceso de edición otro libro: ‹Poética del paisaje y la memoria en la poesía de José Ramón Mercado›. Ha escrito artículos científicos para revistas internacionales y nacionales.