En el influyente prólogo a la edición estadounidense de Homenaje a Cataluña que apareció en 1952, Lionel Trilling, profesor de Columbia y líder intelectual de los círculos literarios de Nueva York alrededor de la Partisan Review, compuso su particular «retrato del intelectual como hombre de virtud». Trilling intuía que el esfuerzo político central de Orwell en aquel libro consistía en establecer la verdad factual hasta donde fuera posible y hacerlo sin dejar de advertir al lector que solo se trataba de «su» verdad. A Trilling le impresionó esta lucha ejemplar, simple y tenaz de alguien que quiere contar la verdad sin «utilizar argot político y sin hacer recriminaciones». Y a pesar de que la verdad particular de Orwell implicaba una verdad general y una posición moral, Trilling recordaba que, al final, lo que iba a perdurar de su testimonio y lo que más importaba era «nuestra capacidad para identificar al hombre que cuenta la verdad».
Las peculiares relaciones de Orwell con la verdad se iniciaron, efectivamente, en España. Poco después de salir (en realidad, de escapar) de nuestro país ante la infame persecución estalinista de militantes del POUM, un dolido y furioso Orwell escribía, al llegar a Inglaterra, sus primeras impresiones sobre lo que estaba pasando en la Barcelona de 1937. El primer ensayo que se incluye en este volumen («Descubriendo el pastel español») empieza con esta elocuente afirmación: «Es probable que la guerra española haya producido una cosecha de mentiras más abundante que cualquier otro suceso desde la Gran Guerra de 1914 – 1918». Entre otras, Orwell podía contabilizar las mentiras fabricadas y repetidas sobre el POUM que ya se habían cobrado un trofeo: el martirio y asesinato de Andrés Nin a manos de agentes soviéticos. Stalin no iba a pasar por alto que aquel pequeño partido marxista hubiese osado criticar los juicios espectáculo de Moscú y las purgas a los dirigentes revolucionarios del octubre del 17. El POUM fue estigmatizado rápidamente como partido «trotkista», la etiqueta que daba licencia para los asesinatos «necesarios», aunque en este caso la denominación hubiera dejado atónito al propio Trotski, quien mantenía serias y conocidas divergencias políticas con Nin. El camarada Stalin no era dado a ponerse exquisito por una mentira de más cuando se trataba, repito, de asesinatos «necesarios».
Para Orwell, con la guerra de España empezó todo, o casi todo. Aunque podríamos decirlo con paradoja orwelliana y afirmar, al mismo tiempo, que allí acabó todo. Así se desprende de un revelador fragmento del ensayo que escribió años después rememorando su experiencia española. En Recuerdos de la guerra de España (1942) escribe:
Recuerdo haberle dicho alguna vez a Arthur Koestler que «la historia se detuvo en 1936», ante lo cual él asistió, comprendiéndolo de inmediato. Ambos estábamos pensando en el totalitarismo en general, pero más particularmente en la Guerra Civil española. En mi juventud ya me di cuenta de que los periódicos jamás informan correctamente sobre evento alguno, pero en España, por primera vez, vi reportajes periodísticos que no guardaban la menor relación con los hechos, ni siquiera el tipo de relación con la realidad que se espera de las mentiras comunes y corrientes. (….) Vi cómo los periódicos de Londres vendían estas mentiras, y a ávidos intelectuales que construían superestructuras emocionales sustentadas en eventos que no ocurrieron jamás.
La alarma de Orwell ante la impresión de que el concepto de verdad objetiva estaba desapareciendo del mundo y de que, en la práctica, la mentira se podía volver verdad le impulsó a reflexionar sobre los mecanismos del sistema totalitario que acabaría desarrollando en Mil novecientos ochenta y cuatro.
En el mismo ensayo sobre la guerra española aparecen conceptos clave que harían eclosión, cinco años más tarde, en su famosa distopía:
El objetivo táctico de este modo de pensar es un mundo de pesadilla en el que el líder máximo, o bien la camarilla dirigente, controle no solo el futuro, sino incluso el pasado. Si sobre tal o cual acontecimiento el líder dictamina que «jamás tuvo lugar»… pues bien: no tuvo lugar jamás. Si dice que dos son cinco, así tendrá que ser. Esta posibilidad me atemoriza mucho más que las bombas.
El presidente Trump y su administración han inyectado nuevas resonancias a la posibilidad que atemorizaba a Orwell. El estilo Trump quedó reflejado en la expresión, hoy ya popular, «hechos alternativos». La asesora de Trump Kellyanne Conway defendió la versión que había anunciado la jefa de prensa de la Casa Blanca sobre el número de asistentes al acto de toma de posesión del nuevo presidente. El periodista Chuck Todd la presionó para que admitiera la falsedad de la información, pero Conway argumentó que ellos disponían de «hechos alternativos». El periodista le recordó que los hechos «alternativos» no eran hechos, eran falsedades. La reacción inmediata de muchos fue calificar el paradójico concepto «orwelliano» por su conexión con los métodos del Ministerio de la Verdad en la novela Mil nochecientos ochenta y cuatro. La cuestión disparó de manera espectacular las ventas del libro de Orwell, quien consiguió su enésima victoria póstuma al convertirse su última obra en el libro más vendido de Estados Unidos a las dos semanas de la toma de posesión de Donald Trump. La combinación de estos factores popularizó definitivamente el concepto de «posverdad» en los análisis del lenguaje político. El Oxford English Dictionary define, desde el año pasado, el concepto de posverdad como «relativo a aquellas circunstancias en las que apelar a las emociones y las creencias personales resulta más influyente para moldear la opinión pública que los hechos objetivos». Si una preocupación caracteriza los escritos de Orwell a partir de su experiencia española es tomarse seriamente la reacción emocional en lo político (véanse las opiniones sobre la figura de Hitler) y explorar la tenue relación que los humanos mantenemos con los conceptos de racionalidad y verdad.
Los textos de Orwell que nos ocupan no son tratados sobre filosofía del lenguaje. Se limitan, a mi entender, a reflejar aspectos primordiales de la tradición liberal anglosajona que pueden conectarse con la idea del fair play (algo que seguramente le inculcaron en Eton) o con los postulados de la filosofía empirista de David Hume. Sin embargo, a pesar de la alergia orwelliana por la sintaxis de los tratados filosóficos, mantuvo cordiales relaciones con dos de los filósofos contemporáneos que, junto con Wittgenstein, más se ocuparon de la relación entre pensamiento y lenguaje: Alfred J. Ayer y Bertrand Russell. Con Ayer, el autor del influyente Lenguaje, verdad y lógica (1936), coincidió en París en 1945, y su relación fue profunda simpatía mutua. Ayer decía de Orwell que era uno de esos tipos que te producen un curioso sentimiento: «Si notas que le caes bien te sientes mejor persona». El filósofo debía intuir que la obra de Orwell y su idea de que cualquier escritor tiene la obligación moral de remitirse a los hechos, podría ser un claro ejemplo del positivismo lógico, su escuela de pensamiento. El principio de significado, que según Ayer debe basarse en la verificación para establecer la verdad, es esencial para entender la permanencia y el valor testimonial de un libro como Homenaje a Cataluña. En cuanto al otro filósofo contemporáneo, Bertrand Russell, autor de referencia en la filosofía del lenguaje, fue de los primeros que supo leer Mil novecientos ochenta y cuatro en la tradición de la sátira política, es decir, como una advertencia y no como una profecía. Conociendo la admiración de Russell por la obra de Orwell, el New York Times le encargó, en 1956, una valoración de la novela en relación con el rumbo que tomaban las cosas en plena Guerra Fría. En sus reflexiones (Symptoms of Orwell’s 1984), el filósofo no se olvidó de las técnicas del senador McCarthy, por supuesto, tampoco de resumir en una máxima el legado de Orwell en relación con la verdad y la posverdad: «la verdad es una cosa y la ‹verdad oficial› es otra cosa». Russell recordaba que el miedo condicionaba la libertad de expresión y que la práctica política del momento se acercaba a los conceptos orwellianos de «doblehablar» y «doblepensar».
Los diez ensayos que se agrupan en este volumen recogen las reflexiones de Orwell sobre los usos perversos del lenguaje político en un recorrido que va de sus impresiones de la Guerra Civil española a la publicación de Mil novecientos ochenta y cuatro. Desenmascarar la función del lenguaje como recurso clave en la implantación de los sistemas totalitarios fue una preocupación central durante la última década de la vida del escritor. Los textos se han ordenado cronológicamente por fecha de aparición. Orwell los redactó para diversos tipos de publicaciones periódicas y teniendo en mente sus respectivos (a menudo reducidos) círculos de lectores y sin pensar, desde luego, que fueran a ser leídos –o a soportar el escrutinio– en el siglo XXI como obras de un escritor de renombre universal. En la vida del autor, los artículos fueron poco más que un instrumento de efectos limitados para proyectar su presencia en la «esfera pública» y particular en los debates políticos y culturales de su tiempo. Deben entenderse como observaciones, pruebas (ensayos) de naturaleza especulativa, que le servían para elaborar ideas que acabarían tomando cuerpo en obras de mayor envergadura. En estos ejercicios periodísticos desarrolló sus capacidades para la polémica y el uso de una prosa, tan clara como provocativa, al servicio de su inteligencia combativa. Vistos en conjunto, o agrupados temáticamente como en este volumen, son muchos los que consideran los ensayos de Orwell su registro literario más perdurable.
«Descubriendo el pastel español» fue el primer intento del miliciano recién llegado de España (mientras iba trabajando en el manuscrito de Homenaje a Cataluña) de divulgar la verdad oculta sobre los hechos que acababa de vivir en Barcelona, al inicio de una cruzada personal para desafiar la versión «autorizada» de los hechos que reproducía la prensa comunista y liberal en Gran Bretaña. Orwell argumentaba que los métodos de distorsión de la prensa de izquierdas resultan mucho más sutiles que las alucinadas exageraciones de la prensa profascista y que cualquiera que intente contar algunas verdades sobre la situación en España (por ejemplo que «los presos que están ahora en las cárceles no son fascistas, sino revolucionarios» será rápidamente acusado de hacer el juego a la propaganda fascista).
A pesar de no ser uno de sus ensayos más brillantes, «Palabras nuevas» se incluye aquí como ejemplo de su obsesión por las limitaciones del lenguaje como instrumento del pensamiento y de cómo encontrar palabras que doten de una «existencia objetiva» a nuestra capacidad de pensar. En esta divagación que, admite Orwell, tiene «cabos sueltos» y bastantes «obviedades» late, sin embargo, la profunda admiración que sentía por los experimentos lingüísticos y narrativos de James Joyce; un aspecto revelador de las preocupaciones estilísticas de Orwell, con demasiada frecuencia percibido como un escritor interesado solo en transmitir intencionalidad política.
Justo antes de tomar el tren de noche que le llevaría de París a Barcelona, en la Navidad de 1936, Orwell visitó a Henry Miller. Los dos escritores estaban en las antípodas en sus posiciones políticas, pero se profesaban admiración mutua. A Miller le había entusiasmado el primer libro de Orwell, Sin blanca en París y Londres. Alarmado ante el viaje que iba a emprender, el estadounidense intentó disuadirlo convencido como estaba de que el acto de un individuo no iba a cambiar «el destino fatal de la historia». ¿A qué iba Orwell en España? El inglés le contestó llanamente: «A matar fascistas». ¿Para qué si no se alistaba uno al ejército republicano? Cosas de boy scout, razonó Miller, un acto idiota. Orwell replicó con vehemencia que se trataba de asegurar que hubiera un futuro para escritores como ellos. Si el fascismo se imponía no habría jamás libertad de expresión ni espacio para la literatura. Abrumado ante su tozuda determinación, Miller le regaló un abrigo de pana como su «contribución a la causa republicana». El secretario de Miller que relató el encuentro, Alfred Perlès, matizó que el detalle no respondía a ninguna afinidad política, era un gesto solidario con un compañero escritor. No es seguro que Orwell mata a ningún fascista en España, pero la imperiosa necesidad de la libertad de expresión para combatir la tentación totalitaria fue ciertamente su lucha durante años.