
Parafraseando a Verlaine y Baudelaire: maldito seas Aronofsky, porque tu genialidad, como ocurre con tantos artistas, es también tu maldición. Una que conmina a acariciar y a escupir tu obra en similares proporciones. Una que tiene a muchos hablando bien y mal de tu reciente película. Una que pone de manifiesto el poder creativo y destructor concentrado en tu cámara. Tú, padre abnegado y orientador devoto de una familia compuesta por siete hijas de largo metraje, la primera de ellas ‹apenas legal›, a 19 almanaques de su estreno, y la última recién nacida, aun cuando se proclame ‹madre› de sí misma. Porque si hay algo en lo que estamos de acuerdo, tal como adelantaste unos meses atrás, es que nadie olvidará ni cuándo, ni cómo, ni con quién vio ¡Madre! (2017). En lo demás, nada es unánime, todo yace revuelto, el terreno es pedregoso, hiriente, penitente y quejumbroso. En un extremo te alaban y por el otro crucifican. La pasión se ha desatado; el cine es tu estigma. Luces cual rey pagano sin posibilidad de redención, pero te rendimos tributo en taquillas. Y el milagro de la comprensión esperamos con el afán de aquellas respuestas a las preguntas fundamentales de la vida.
Porque pocas cosas agobian más que la duda.
Precisamente eso: inquietud e incertidumbre carcome desde hace pocas semanas a millones de espectadores, quienes con seguridad todavía debaten la suerte de Nina en El cisne negro (2010), de Randy en El luchador (2008), de Tom e Isabel en La fuente de la vida (2006), de Sara, Marion y Harry en Réquiem por un sueño (2000) y, desde luego, del eterno buscador Maximilian Cohen en Pi, el orden del caos (1998), cuyos destinos, truncados por la finitud del montaje en una sala de edición, continúan habitando la memoria, batallando contra la perenne necesidad de colocar pausas y puntuaciones allí donde apenas germina el camino real de los personajes de ficción. En eso Aronofsky es experto. Escindir el periplo del héroe clásico es una de sus grandes virtudes, pero lograr la empatía del público para luego estremecerlo con la fragmentación del vínculo a partir del dolor mayúsculo es lo que torna perturbador el visionado de sus filmes, algo que, contrario a disminuir el interés de su feligresía, acrecienta su fidelidad indiscutible. Y no por masoquismo, sino por su maestría en la manipulación de los hilos; habilidad comprobada en alguien que, antes que escritor, prefiere definirse como un creador de tapices que toma diversos tejidos de muchas procedencias y los entreteje en fotogramas.
Ahora bien, ni siquiera se lee «Madre» a secas, sino con exclamación. ¡Madre!, como el grito que brota de la metáfora universal que Darren, poeta donde los haya, viene construyendo desde sus inicios estéticos. En su libro Diseño audiovisual, Rafael Ràfols y Antoni Colomer argumentan que «la ventaja de la metáfora estriba en su capacidad de renovación del lenguaje, y eso pasa tanto en el verbal como en el audiovisual. Sucede a partir de su utilización creativa, siempre y cuando se mantenga la comunicación; y es el espectador quien acaba de construir el discurso al interpretar la metáfora. Una interpretación es tan válida como otra. Sin embargo, cuando entramos en un lenguaje más sofisticado, más emocional, mucho más etéreo, evidentemente la interpretación forma parte de la comunicación. Y aquí está el hilo donde se va a buscar al espectador. Porque aquel que hace la lectura que tú quieres es tu destinatario». Entonces, ¿cuál es el público objetivo del cine de Aronofsky? ¿A quiénes va dirigida esa contundencia de 120 minutos en pantalla representada por Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Michelle Pfeiffer y Ed Harris? ¿Cuál es el decálogo del creador? ¿Aplica la indulgencia en sus tablas de la ley para quienes lo defenestraron del Olimpo por ir más allá de su Réquiem y su Cisne?
Porque ni la casa es solo una casa, ni quienes la habitan y visitan resisten el fácil encasillamiento. El ‹Hombre› (Harris), la ‹Mujer› (Pfeiffer), la ‹Madre‹ (Lawrence) y ‹Él› (Bardem) –hincapié en el notorio y sacro ancestral pronombre– conviven entre lo mítico y ascético con Gaia, Pachamama y el Edén como universos. El velo del drama, el horror y el misterio, tan específicos en carteleras, servirá de mera conjetura genérica para una pieza que difícilmente se deja clasificar ante el paroxismo al que somos llevados en la butaca, cuando creíamos enfrentarnos a una novedosa actualización de El bebé de Rosemary (Polanski, 1968). Nada más falso. Acudimos en realidad a un macro desplazamiento de significados entre muchos términos; a una alegoría que reconstruye y desarma ídolos y episodios de la humanidad, avasallados, de paso, por la reminiscencia del ego creador y destructor que habita en todos los nacidos a imagen y semejanza, lo reconozcamos o no. Si Lana Del Rey canta que «el paraíso es un infierno coloreado por la llama del cielo», Darren Aronofsky le hace el coro a capela, mientras yo, apreciada lectora y lector, hago todo el esfuerzo de callar lo indecible, lo que nadie le debe contar de ¡Madre!.
Véala y vívalo.
*Jefe de Prensa - Cinemateca del Caribe. Periodista, docente y formador de públicos.