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Escapes que son refugio

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Domingo, Octubre 8, 2017 - 00:00

Gregorio siempre fue escuálido y ojeroso. A sus veinte ya usaba sus característicos lentes de cristal verde. En aquel entonces nadie daba un peso por su futuro como escritor, pero eso cambió luego del accidente. Podemos verlo emerger del laberinto de repisas que conforman la biblioteca universitaria. Anochece. Una voz femenina avisa por los altoparlantes que van a cerrar. Gregorio toma su lugar en la fila de préstamos, a su turno entrega dos libros y su carné. A unos metros un guardia intenta despertar a dos jóvenes encerrados en uno de los cubículos. Parecen muertos. El rumor atrae curiosos. Los funcionarios agilizan los últimos préstamos de la noche. La biblioteca cerrará dos horas antes, por primera vez en 20 años, para que el guardia pueda hacer el trabajo sucio sin testigos.

Afuera de la biblioteca Gregorio se distrae viendo una iguana que se baña bajo un aspersor. A la salida de la universidad los guardias de seguridad le revisan el morral, pasa el retén, cruza el puente peatonal. En el bus ve que dos patrullas policiales y una ambulancia se dirigen a la universidad. Eso será lo último que recordará de esa tarde el resto de su vida.

Dos semanas después del accidente, al salir del coma inducido, le dejaron ver el video de seguridad del autobús. Contempló entonces el accionar de la fuerza centrífuga mientras disparaba proyectiles contra los pasajeros: libros, maletines cerrados, computadores portátiles, dispositivos electrónicos, llaveros, monedas, herramientas de los estudiantes de odontología, un par de balones de fútbol. Los pasajeros fueron lanzados unos contra otros, todos quedaron con lesiones serias, tres murieron. Se vio salir del vehículo volcado, luego se sentó a unos metros del bus, en una cuneta. Llevó las manos a la cara, como lo hizo en el video, pero esta vez no hubo sangre. La silueta de un curioso con rasgos de buitre se le acercó como la sombra de Nosferatu y le dijo al oído: «Hay que sacarte eso antes que se infecte». En el video no fue audible, pero él lo recordó vivamente. No hizo ningún comentario. Acto seguido le mostraron el video de las cámaras de seguridad de la clínica: Entró caminando a la sala de emergencias; el taxi en el que llegó es visible al fondo del plano, con el taxista boquiabierto de pie junto al carro. Adentro tomó un turno y buscó asiento al fondo del recinto, junto a una columna, donde perdió el conocimiento. El vigilante lo encontró rodeado de un charco de sangre. Notó que el sangrado procedía del pedazo de fuselaje incrustado en el occipital. Lo ingresaron a cuidados intensivos. El resumen de las lesiones: Rodilla izquierda destrozada, mandíbula rota del lado izquierdo, dedo pulgar del pie izquierdo fracturado. Hombro izquierdo dislocado. Su seguro médico hizo un buen trabajo, a las tres semanas volvió a andar por cuenta propia, con ayuda de un bastón. Los pájaros cantaban afuera del hospital el día que Gregorio salió cojeando ayudado de su primer bastón, uno alquilado, de aluminio. Se sintió animado y decidió caminar un poco antes de tomar un taxi. Permaneció atontado viendo unas ardillas que correteaban sobre los cables telefónicos en dirección a los árboles frutales.

Se le salieron unas lágrimas, pensó que no se salvaría de esa.

Durante los siguientes veinte años evitó los vínculos duraderos y los hijos. Luego del accidente aplicó a una beca en el Uruguay, donde hizo un doctorado en literatura. Su tesis fue una investigación sobre Horacio Quiroga, para lo que tuvo que irse a vivir a Misiones durante un año. Desde entonces vive entre Montevideo y Buenos Aires.

La versión de 45 años de Gregorio camina con una leve cojera hasta una puerta angosta de hierro escondida bajo los carteles engomados que cubren una pared. Podemos verlo introducir la llave en la cerradura luego de rasgar los papeles que la cubren. Abre la puerta y sube las escaleras. Una vez cerrada la puerta del apartamento inhala profundamente, disfrutando del silencio. Enciende la luz y exhala plácidamente. Deja las llaves sobre unos libros que reposan en la mesa junto a la puerta al mismo tiempo que los vecinos cantan un gol. El edificio entero parece temblar. Gregorio baja la cabeza y va hasta la cocina. Toma agua mientras los gritos al otro lado de la pared continúan. Va a su habitación, enciende el aire acondicionado y se sienta en la cama a renegar de su suerte. El piso tiembla, los cuadros vibran. Visualiza la familia del apartamento contiguo saltando frente al televisor. Recién se ha sentado en el borde de la cama cuando suena el teléfono. Va hasta la cocina, donde puede hablar, y aprovecha para tomarse un Ativan, la única forma que conoce para dormir sin interrupciones. Aunque nunca haría una cursilería semejante, se imagina comiendo paletas heladas con Natalie, su fisioterapeuta, al atardecer, bajo unos almendros que sirven de resguardo a un cardumen de cotorras. Natalie notifica a Gregorio que no podrá seguir siendo su fisioterapeuta. Se casa con un brasileño y se va a vivir a Bello Horizonte. Le deja el número telefónico de una colega que podrá reemplazarla. Se despide y se va para siempre.

A las tres de la madrugada Gregorio despierta y se sienta a escribir la sinopsis de una historia que acaba de soñar: Un mendigo lleva un diario en un cuaderno hecho con pedazos de papel reciclado. Pide limosna sentado sobre un cartón. Frente a él hay una lata vacía de leche en polvo para recolectar monedas. Se cubre la barba cana y poblada con una pañoleta roja, un sombrero de campesino le tapa los ojos. Habla o murmura, porque la pañoleta se agita y se humedece. Algunos transeúntes desde sus vehículos le lanzan monedas, aunque ninguna cae dentro de la lata. Una tarde el loco es abordado por testigos de Jehová. La más joven del grupo es menuda, con rasgos indígenas, piel cobriza, cabello negro sedoso y largo hasta las nalgas. Lo adopta, lo alimenta y parece que el loco se rehabilita para la vida productiva. Un día cualquiera se le ocurre colocar un anuncio en el periódico: «Hago hijos. Bueno Genes. Absoluta confidencialidad.»

Gregorio escribe frenéticamente. La luz del PC le da un aspecto de trastornado al borde del colapso nervioso. Continúa tecleando con esporádicas interrupciones para reírse de sus ocurrencias: La mujer evangélica se entera de las andanzas del loco y lo abandona. Conoce a un mimo que gusta de los hongos alucinógenos y lo convierte en su nueva obra de caridad. Una noche los atracan mientras caminan agarrados de la mano. El mimo se defiende con revólveres de plata imaginarios. Los apalean hasta su muerte espiritual, pero quedan vivos. Cuatro meses después el mimo tiene que volver a hablar respondiendo llamadas en inglés, para pagar las cuentas del hospital, las fisioterapias, exámenes médicos y las medicinas. La joven creyente justifica el ataque como señal divina y desde entonces hace voto de castidad. «La felicidad es falta de principios o ignorancia ante la geopolítica en curso», escribe Gregorio al final de la sinopsis.

Al entrar a su habitación cree ver sobre su cama las siluetas de dos enamorados, pero se esfuman a medida que él se acerca. 

Francesco Giuseppe Vitola
sumario: 
La versión de 45 años de Gregorio camina con una leve cojera hasta una puerta angosta de hierro escondida bajo los carteles engomados que cubren una pared
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