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Es inevitable: hoy, como cada lunes, me levanto y sigo buscando a ese maestro. Pienso en todas los documentales que he visto en History Channel o en Discovery, sobre cómo un pobre aldeano en la India encuentra a su maestro un día cualquiera y quien, acto seguido, inesperadamente lo reconoce como tal.
En casi todas estas historias, el aldeano y el maestro parten juntos en un viaje. Sus vidas encuentran sentido en el camino que recorren, camino en el que generalmente el aldeano pasa de ser un desconocido a dar charlas por todo el mundo y a vender libros que luego son comprados por personas como yo, que no hemos sido aldeanos, y que probablemente no encontraremos maestros mientras los estemos buscando.
Lo que ocurre después es que siento ganas de llamar a Discovery Channel y quejarme largamente de su poco variada programación, pero pronto me doy cuenta de que no hay caso en hacerlo porque muy seguramente ellos tienen ya todo un protocolo de servicio al cliente especialmente diseñado para evitar a personas extrañas y molestas como yo. Clientes que llaman a un canal porque cada lunes se levantan con la esperanza de ir caminando por la calle y ser reconocidos por su maestro.
Luego me doy cuenta de que la culpa de esto, de que yo me levante los lunes así, ni siquiera es de este canal; pienso, tal vez, que eso de buscar un maestro, tal vez lo hago para no sentirme culpable, para poner en sus manos la responsabilidad de algo tan frágil como mi propia existencia. Sigo en este camión que tiene como 18 llantas, tratando de entender por qué cada lunes la misma cosa, por qué esta lucha permanente entre la razón y el corazón, por qué hay tantos maestros en oriente y tan pocos en occidente…
Debe ser que no quiero aceptar mi frágil existencia. Debe ser que, por otro lado, ya no frente al televisor, sino regados sin cuidado y en toda mi historia, ha habido momentos en los que me he creído muy fuerte, desconociendo por completo mi fragilidad. Como todas las veces que, siendo pequeña, corrí muy rápido con mis zapatos ortopédicos y me caí, no pudiendo equilibrar el peso de esos malditos y cuadrados zapatos.
Fueron cientos de veces: sobre las rodillas, sobre las manos, sobre la barriga, muchos pantalones rasgados, muchas manchas de sangre con tierra; la soledad y el eco acuático de las baldosas del baño en el que sentada, flexionaba las rodillas para acercarlas mejor a mi rostro. Siempre que me caí quise chuparme la herida, tocar sus bordes con los dedos sucios. Siempre quise evitar el limón que mi abuela luego traería, al descubrir que me había caído, para ser restregado contra mi herida, contra mi sangre, para desinfectarme.
Como todas las veces que me caí casi siempre hubo alguien que me pidió que fuera fuerte tipo ‹mamita-no-llore-que-uno-tiene-que-ser-fuerte› y yo, de tanto caerme, me acostumbré a levantarme rápido, a sacudirme el vestido, a comprobar que, de haber huecos, estos pudieran ser remendados. Acto seguido, levantar la mirada y recorrer el espacio velozmente. Comprobar que el mundo sigue siendo el mundo y el totazo no ha sido lo suficientemente fuerte como para cambiar el orden natural de los pequeños accidentes.
Un par de ojos que no son míos me observan mientras más abajo, en esa misma cara desconocida, a la altura de la boca, hay una carcajada que lucha por salir. Yo alcanzo a darme cuenta antes de que, simultáneamente, ese teaser de risa sea ahogada por una mano educada. A esta composición de risas que se escapan cuando otros me ven caer se suma mi risa nerviosa acompañada de algún comentario capaz de contener mi enorme estupidez.
Pero ahí está la cuestión, que no soy tan fuerte todas las veces y que está bien que otros se rían. Así como está bien que yo sea rara y no siempre quiera saltar como un resorte cada vez que me caigo.
Ahí está la cuestión, en que la verdad es que no me levanto rápido. A veces, cuando me caigo, tengo la costumbre de quedarme en el suelo un rato, mientras me sangran las heridas y yo miro el cielo acostada sobre el asfalto caliente. Entonces, las pocas veces que he hecho esto, me doy cuenta de que nadie se ríe. Por el contrario, caminan más rápido para evitar tener que entender por qué lo hago, o tal vez para dejarme a solas con mi fragilidad que se echa al suelo para ver el cielo.
No estoy segura. Creo que nadie se ha dado cuenta de esto pues creo haberlo hecho lo suficientemente bien como para no levantar sospecha. Me han enseñado que en este mundo es casi siempre mejor no levantar sospecha. Pero yo no puedo evitar hacer este tipo de cosas, es decir, no puedo evitar vivir. Si quisiera evitarlo, encontraría una solución a la medida de mi cobardía, eso seguro. He ahí la cuestión: que no siempre hago lo que me han enseñado a hacer, pero soy como un perro bueno y fiel. Tal vez por eso busco un maestro.
Es que no siempre quiero sacudirme el vestido cuando me caigo; a veces quiero lamerme las heridas untadas de arena. Los lunes quisiera poder preguntarle a mi maestro por qué hago estas cosas y si tiene algún sentido hacerlas. Preguntarle si me podría ganar la vida recorriendo el mundo en busca de otras personas como yo. Abolir la existencia de los días de la semana en todo el mundo…
Entonces, siento unas ganas viejas de correr a un espejo y encontrarme con mi reflejo como hace un par de noches en el espejo del baño de un café, para sonreírme con una esperanza que es como un extraterrestre rosado y de terciopelo que viene y me visita.