Los treinta pequeños invitados a la fiesta infantil de cumpleaños contemplan maravillados a un payaso rudimentario, de traje desteñido y maquillaje cuarteado, que acaba de aquietarlos con un «¡Atención!»
El payaso anuncia que se dispone a ejecutar el «peligrosísimo número del triple salto mortal», para lo cual tiende un cable en el piso de cemento, simulando una cuerda floja. Jessica, su asistente, coloca en el tornamesa un disco rayado con música de ambiente. El vals Danubio azul comienza a sonar. El payaso emprende su hazaña. Tan pronto da los tres saltos laterales, la concurrencia estalla en aplausos y carcajadas.
—¡Uno de cada tres hombres sobrevive a esta prueba! —exclama.
Más risas. La modesta fiesta, en medio de la tarde fresca y soleada, bajo un techo de palmas secas decorado con papeles multicolores, ha conmocionado el bloque número 32 de la Ciudadela Metropolitana.
El payaso tiene nombre de superhéroe: Kalimán. Viéndolo allí, con sus gastados zapatos de cuero mal pintados de rojo y su raído traje de raso amarillo, sus bromas tan tiernas como ridículas, nadie se imagina que aquel payaso de profesión, que gana apenas lo suficiente para alimentar a su familia, encarna una gloriosa victoria del bien sobre el mal.
El hoy payaso de fiestas de barriada fue durante treinta años el Conde Drácula, uno de los personajes centrales del Carnaval de Barranquilla.
Benjamín García no escogió su disfraz; el disfraz lo escogió a él. Desde muy niño, cuando sus padres lo llevaban al antiguo teatro La Bamba, Benjamín sentía una fascinación especial por el hombre vampiro de Transilvania, interpretado en ese entonces por el actor Cristopher Lee. Mientras los otros niños lanzaban gritos de terror, Benjamín se sentaba plácidamente en la oscuridad y se deleitaba con los colmillazos del misterioso personaje.
Cuando sus amigos de la infancia intentaban apedrear los murciélagos en la noche, convencidos de que su sistema de radar los llevaba a estrellarse contra la piedra en el aire, Benjamín se oponía con vehemencia. «Déjenlos quietos que ellos son mis amigos», les decía.
A los quince años, Benjamín se fabricó unos colmillos con pulpa de yuca y decidió que la forma más apropiada de canalizar su pasión era el Carnaval de Barranquilla, donde hay licencia incondicional para disfrazarse.
Así nació el Drácula más fiestero de todas las versiones que han existido desde que fue hecha la primera película. Al carnaval se le apareció su hombre vampiro.
A medida que pasaban los carnavales, Benjamín fue mejorando el disfraz. Al tercer año de tenerlo, le pidió a su amigo dentista Raúl Buendía que le elaborara unos colmillos inmensos, los que terminaron pareciendo más de elefante que de vampiro. «¡Horrorosos!», exclamó su hija Brigitte cuando lo vio sacar la dentadura postiza de la caja del laboratorio. Benjamín sonrió para sus adentros: era el efecto que buscaba. Los colmillos le imprimieron a Drácula el elemento grotesco que es vital en el carnaval, y llevaron a Benjamín a convertirse en una leyenda de la fiesta: un personaje siniestro, vestido de negro riguroso y con el cabello impregnado de gomina, que recorría todos los desfiles del carnaval bajo un sol abrasador, desatando a su paso una algarabía de chillidos entre niños y mujeres. Para ellos, los débiles del carnaval, aquel era un Drácula convincente, a pesar de lo diurno, y a pesar de que, a decir verdad, Benjamín García, con su nariz aguileña, su piel morena y su expresión cándida, guardaba muy poco parecido con el siniestro conde descrito por el periodista norteamericano Abraham Stoker en su obra original de 1897, y personificado por Bela Lugosi, Jack Palance, Frank Langella, Cristopher Lee y tantos otros actores.
Pero como toda historia en la que está involucrado el temible conde de Transilvania —capaz de transformarse en perro o hasta en candelabro—, a la de Benjamín García se le atravesó la fatalidad: de repente comenzó a sentir que el personaje estaba apoderándose de él. Dejó de interesarse en el rostro y el cuerpo de las muchachas, para fijarse con deleite en el cuello. A sus conquistas carnavaleras intentaba clavarles los inmensos colmillos en la garganta, lo cual producía reacciones encontradas:
—A unas les gustaba, otras salían corriendo —dice.
El problema se complicó al punto de que cuando no estaba disfrazado, Benjamín sentía miedo de las fotos en las que aparecía vestido de Drácula. Llegó a decir una vez, frente a su esposa y sus hijas, que él no imitaba a Cristopher Lee, sino que Cristopher Lee lo imitaba a él. Los síntomas se volvieron crónicos cuando Benjamín se presentó a su casa con un ataúd y comenzó a dormir en él.
—Esto nada tiene de gracioso —le dijo su hija.
No hubo más remedio. Benjamín fue a parar al lugar más cómodo del mundo: el diván del psiquiatra. Según el psiquiatra Pedro Ricaurte, Benjamín García estaba padeciendo un delirio, un trastorno del contenido del pensamiento.
«El ‹yo› pierde la capacidad de reconocer la realidad y de valorarla», explican al respecto los textos de siquiatría.
La orden del médico fue terminante: así como a unos les prohíben el trago o el cigarrillo, a Benjamín García le prohibieron el disfraz. Benjamín comenzó entonces a buscar una solución para su problema interior; para ese desespero que lo acosaba en horas de la noche, que le hacía sudar las sábanas y que lo empujaba a vestir el disfraz y los colmillos.
Haciendo uso de la misma imaginación que una vez lo llevó a fabricar los primeros colmillos de yuca, Benjamín concluyó que no había necesidad de atravesarse el pecho con una estaca —como llegó a pensarlo— sino que la alegría de un payaso sería capaz de derrotar al temible vampiro; un payaso que llevara el nombre del superhéroe del turbante y el diamante que en sucesivas aventuras había vencido a Las Momias del Machu Picchu y a La Araña Negra, y que una vez —según afirma Benjamín con total convencimiento— había vencido a Drácula en alguna historieta de los cincuenta.
Así nació este bufón de fiestas pobres en gastos y ricas en emociones. En ellas, hoy día, Kalimán organiza reinados de belleza con las niñas de la fiesta; anima a los niños a que efectúen el temible «triple salto mortal», y él mismo les da un empellón para que caigan; y presenta un espectáculo de dos horas que mantiene en estado de delirio a la chiquillada. Ya Benjamín no necesita pensar en la sangre de nadie. Ahora su alimento es otro. Como él mismo lo dice, «A estos niños yo les chupo la energía de su inocencia».