
¿Cinco años?
Sí, quiéralo o no, eso es lo que muestra el calendario. Y así es el tiempo, que viaja sin detenerse, aunque uno pretenda cambiarle el ritmo. No podría decir que es poco o mucho, sino cómo lo he sentido. Porque no hay horas ni días más largos que otros, y si Ernesto McCausland me fuera a revisar este texto no admitiría que yo escribiera algo como «han sido unos años eternos», porque él, como redactor cuidadoso, era enemigo de los lugares comunes. «No, profe, no han sido eternos, te han parecido, que es otra vaina», lo escucho decirme.
Para el Ernesto escritor las cosas había que decirlas en pocas palabras y en frases breves. El adjetivo no era el que adornaba. Lo que daba fuerza a sus crónicas eran la paradoja, la ironía, la sorpresa, lo absurdo, la naturaleza misma del acontecimiento que le daba origen y, sobre todo, el testimonio del protagonista o de los actores secundarios. El arte consistía en saber encontrar las perlas en los discursos de los más disímiles personajes. De una palabra en la boca de un pescador podía sacar una historia.
El Ernesto periodista de televisión tenía clara la competencia entre los textos, los testimonios, los sonidos y las imágenes de cada nota, y sabía cómo darles su espacio y hacer que se complementaran. Por obvio que parezca en el papel, es una de las tareas más difíciles en este medio, algo que aún «no se termina de inventar», como se dice de un sistema o un aparato imperfectos. Cuando McCausland pasó de la prensa escrita a la televisión, lo hizo con una pequeña cámara de mano para grabar él mismo sus coberturas. No eran muchos, o quizás no había ninguno a inicios de los noventa que hicieran eso. La dependencia del camarógrafo de ¾ y del auxiliar de sonido eran absolutas. Así, con su camarita, lo vi la primera vez en el recién nacido noticiero QAP, a donde había llegado para ofrecerse como enviado especial a una gira internacional de la Selección Colombia. A las directoras les parecía fabuloso contar con un periodista ya reconocido de Barranquilla con todo incluido. A los demás no se nos hacía muy buena idea.
Más tarde Ernesto se unió al grupo de QAP y nos dimos cuenta de que, simplemente, el tipo iba más adelante que todo el mundo. Desde hace varios años un reportero con cámara, o ‹videógrafo›, es muy bien recibido.
Su presencia en esa redacción del noticiero que había revolucionado la televisión colombiana en 1992 con emisión en directo desde estudios propios, con sala de redacción convertida en set, con primeras transmisiones usando equipos portátiles de microondas y con una nómina de accionistas encabezada por Gabriel García Márquez fue notoria.
Habría bastado su tamaño para hacerse sentir, pero rápidamente comenzó a ganarse afectos con el tono, la amabilidad y el buen humor. Y desde luego, con el encanto de sus reportajes. Su fama lo precedía, para usar una de esas frases comunes, y por eso en el noticiero apostaron por él para que se convirtiera en presentador de noticias «a nivel nacional» tras la partida de Jorge Alfredo Vargas. El público colombiano no ha sido muy generoso con los hombres presentadores durante las últimas tres décadas y no acostumbra a premiar con buenos niveles de audiencia a un buen periodista. Eso pasó con Ernesto. Un gran cronista que no necesariamente barría en rating. O no al menos en el rating de ese momento, con factores externos como la competencia o los programas que antedecían o seguían a QAP.
Podría decirse que su paso como anchor fue fugaz, pero si solo hubiera cumplido esa misión. Pero no. Las cosas más importantes ocurrieron por fuera del set: en las calles, en la redacción, en las salas de edición, en esos sitios donde Ernesto dio vida a sus crónicas, y a los televidentes la oportunidad de ver y escuchar unas novelas de no más de tres minutos, cuidadosamente escritas, llenas de imágenes y voces, y narradas como solo su autor podía hacerlo. Esos textos, más otros que ya traía de Barranquilla, estaban tan bien elaborados que originaron un libro, Las crónicas de McCausland. Y esas crónicas tenían tan buenas imágenes que una de ellas se convirtió en película, El último carnaval. Y pensar que tantos alumbramientos se produjeron mientras el mismo responsable de ellos no estaba logrando el éxito esperado frente a las cámaras de estudio. Por eso hablar de un paso fugaz sería injusto.
Y por eso, a pesar de que después de esa temporada de QAP se fue a Los Ángeles a «aprender sin plata cómo se hacía cine sin plata» y de que volvió a Barranquilla para probar suerte con su primera película, desde Bogotá había quienes seguían creyendo, con fundamento, que ese inmenso periodista debía estar en la capital del país. Darío Arizmendi lo invitó a formar parte de su mesa de trabajo. Ahí el reto fue distinto: hacer uso del don de la conversación, de la entrevista en vivo y de la narración en directo. En conclusión, a valerse de la palabra sin imágenes, con la propia fuerza de ellas y el impulso de su voz. Y ahí también demostró que tenía con qué. Que al son que le tocaran podía bailar (y muy bien que bailaba, por cierto). Se hizo todo un hombre de radio en Bogotá, y cuando fue necesario que regresara, lo siguió siendo nuevamente desde Barranquilla, gracias a que la magia de ese medio permite a los miembros de un equipo estar en lugares diferentes y hablar como si se siguieran mirando a los ojos.
Prensa escrita, televisión nacional y regional, radio local y radio nacional. Lo seguía haciendo todo al tiempo y todo bien. Pero le sobraban horas, bueno eso creía él. Y rodaba películas y documentales y escribía literatura. El alma del acordeón fue fruto de esos años prolíficos.
Para ese momento, y una vez más anticipándose a todos, Ernesto mostraba ya destreza en el uso de las tecnologías de comunicación. Supo sacarle el provecho a los inicios del Internet, y con unos añitos más en esta tierra seguramente hoy sería un exitoso youtuber o un narrador de historias de 140 caracteres.
¿Qué más enseñó Ernesto a quienes lo conocieron de cerca o lo siguieron de lejos?, ¿solo a trabajar mucho y a lucirse en cada medio que tuviera la oportunidad? Eso podría preguntarlo un ‹nueva generación›. Y podría responderle: ¿le parece poco? De nuevo digo No. Hay más: enseñó a ser buena persona. ¿Cómo? Siéndolo. No necesitaba dar consejos, aunque le gustaba hacerlo sin detenerse en largos discursos y siempre con frases cortas y contundentes como sus textos. Bastaba con ver la delicadeza con la que trataba a los demás, la efusividad con la que saludaba, el respeto con el que miraba desde su metro con noventa y pico, y hasta la prudencia con la que pedía que le repitieran lo que su rebelde oído no le permitía escuchar.
Y enseñó a ser amigo. A repartir en horas o en días, según la necesidad del paciente, el tiempo que alguien necesitaba estar con él. Si había que ir de una ciudad a otra para atender o saludar a una persona lo hacía, o si tenía que recibirlo en Barranquilla por un fin de semana, no tenía problema. Lo digo con honroso conocimiento de causa.
Y cuando le llegó el momento de ser jefe de un grupo en, lo que para muchos grandes periodistas puede convertirse en su fracaso, Ernesto volvió a pisar fuerte y esta vez como líder en EL HERALDO, con su extensa trayectoria, con esa inagotable imaginación y ese deseo implícito de dar siempre buen ejemplo. Para cumplir sentencia de Borges, que cito de memoria con el perdón de Ernest, de que uno no enseña algo, sino el amor por algo. Y además del amor por estos oficios varios, McCausland demostró por todos los lugares por los que pasó que la disciplina, la técnica y la condición humana sirven para fajarse en cualquier escenario.
Con todo lo que hizo Ernest en tan pocos años, hoy confirmo que hay que desconfiar de los amigos que corren mucho y no pierden las horas, porque de pronto están pensando en irse rápido. Él pocas veces se quedaba después de la medianoche.
¿Cinco años?...¿cinco años han pasado? Eso pensé. Pero ¡qué va! Para mí no han sido cinco. Para mí no han pasado. Para mí sigue aquí. Yo sé dónde.